Lecturas.

Hechos 13, 14-43. 52  –  Salmo 99  –  Apocalipsis 7, 9-14. 17

Juan 10, 27-30: En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.»

YO DOY LA VIDA ETERNA A MIS OVEJAS

2019, Cuarto domingo de Pascua

En este cuarto domingo de pascua, el evangelio nos habla de Jesús, Buen Pastor. Él mismo se atribuye esta denominación. Israel poseía una importante cultura pastoril y Jesús se sirve de ella para describir su misión. El pastor conduce al rebaño y le procura pastos abundantes, conoce a sus ovejas y las ovejas le conocen a él. Los evangelios sinópticos ofrecen numerosos rasgos de esta alegoría, pero es Juan quien retoma los datos y los profundiza. Jesús es pastor de modo singular y perfecto porque da su misma vida por sus ovejas, las alimenta de sí mismo y las reúne en el aprisco del reino. 

La imagen del pastor era común en la antigüedad semítica para describir la función de los jefes del pueblo. Pero la insuficiente realización de lo que debería implicar este título lleva a los profetas a reservarlo al Señor. Él será el verdadero pastor de su pueblo al que conducirá, defenderá, y procurará alimento. Cuidará además de las ovejas heridas por culpa de los malos pastores. Juan pone en boca de Jesús la expresión “Yo soy el Buen Pastor”. Jesús aplica a los suyos la cálida apelación de “pequeño rebaño” y a través de la parábola de la oveja perdida describirá su misión en el mundo como conducción y salvación. 

Jesús, Buen Pastor, es hoy la figura dominante del evangelio. En el contexto pascual, esta alegoría nos dice cosas importantes. Jesús condujo a los suyos ayer, y los conduce hoy y siempre. Los cristianos deben tomar conciencia de la actualidad y centralidad de la persona de Cristo resucitado que no deja de conducir él mismo personalmente a su Iglesia. Si bien elige a unos pocos como guías, nadie le sucede y nadie le suplanta o sustituye. Él sigue viviendo junto a los suyos siempre. Los que él designa y llama, le personalizan a él. Lo cual conlleva una muy humilde despersonalización de ellos mismos. Son él y esto exige obrar como él. 

La imagen del buen pastor afecta profundamente a toda la comunidad e implica y requiere otro modo de ver a Jesús hoy entre nosotros. Jesús retiró ciertamente su visibilidad histórica y personal de este mundo. “Me voy al Padre” (Jn 14,12), dijo. “Os conviene que yo me vaya” (Jn 16,7). Pero ciertamente se quedó para siempre entre nosotros de una forma misteriosa, más penetrante y viva. A su presencia corporal siguió una presencia misteriosa espiritual, oculta, ahora en cada creyente, en todos, y de forma transformadora y hablante. Jesús, desde el momento mismo de su resurrección, convoca a los suyos, reunidos en asamblea cada domingo, porque él quiere compartir y compartirse a ellos. En esa misma asamblea dominical, el Espíritu Santo, que es Espíritu de Jesús, consagra el pan en el cuerpo de Jesús y consagra el libro como palabra viva del Señor para que, comiendo, nos transformemos en él. Y ahora “ese mismo Espíritu se une a nuestro espíritu” y testifica nuestra trasformación en Cristo. No solo lo hace a él verdaderamente presente en nosotros. Nos transforma en él. Nos convierte en su cuerpo. Nos transmite la misma filiación divina de Jesús. Nos deifica. Es decir: no solo no se ha ido. Permanece con nosotros, dentro de nosotros. El problema está en creerlo de corazón, en saber percibir su presencia mediante una fe verdadera y viva. Hoy, en nuestras eucaristías, cuando proclamamos el evangelio, debemos escrutar el sentido actual que tiene en relación con nuestra vida personal, social y eclesial. Escuchando su palabra eterna debemos interrogarnos qué nos dice hoy en relación con nuestros problemas y  nuestras situaciones. Al sentido literal de los orígenes sigue un sentido espiritual, pleno y actual. Dios es siempre Dios de vivos, no de muertos. No es menos Dios hoy que ayer. Cristo nos habla hoy. 

Esto nos exige también a nosotros otro modo de ver la eucaristía. En la Edad Media, y aun hoy en muchos casos, se ha concentrado la atención sobre la eucaristía  en  “la cosa sagrada”, en la presencia real y viva, en la transustanciación y transformación de los elementos de pan y de vino. Debemos, además, y forma más importante, verla como acción dinámica de entregarse del todo, de amor y caridad fraterna, verla en su aspecto dinámico de “cuerpo entregado”, de “sangre derramada”, de caridad suma y radical. La carne de Cristo es la caridad. La eucaristía es radicalmente en su realidad nuclear “entrega de sí” en favor de todos, incluso de los enemigos. Es esto tan cierto y condicionante que Pablo, donde no hay solidaridad, no duda en decir que “eso no es celebrar la cena del Señor”. La verdadera eucaristía anula todas las diferencias y no solo hace el cuerpo de Cristo, sino que nos hace hoy a nosotros Cuerpo Místico de Cristo. En las eucaristías de los siglos han abundando siempre distinciones y diferencias, planos altos y bajos. Se exhiben incluso doseles regios. No siempre la costumbre es verdad. Deberíamos obedecer más a Dios que a los hombres. Más a los evangelios que a las rutinas y costumbres. Nadie, ante la realidad de la cruz, debería incurrir en la trampa de la vanidad y de la inmodestia. Nuestra Iglesia, nosotros como Iglesia de Cristo, necesitamos un baño de realismo evangélico para atrevernos a hacer lo que Cristo hizo y como él lo hizo.    

Necesitamos también hoy otro modo de ver al pueblo de Dios. No como pasivo asistente a la ceremonia. No como observante pasivo de leyes y rúbricas. Sino como verdadero celebrante y protagonista de la celebración. La eucaristía no solo hace el cuerpo de Cristo. Nos hace a todos su cuerpo. La verdadera eucaristía no se celebra solo en el altar, sino en la asamblea, en los bancos, en cada uno de vosotros, en el corazón de cada participante. La eucaristía la celebramos todos. La eucaristía somos todos. Es la misma cruz, pero ahora el Cristo que pende de ella somos todos que debemos morir al egoísmo, al instinto de exclusión, a la vanidad e injusticia. La rutina, la costumbre, la pasividad, el mero cumplimiento de obligaciones no son eucaristizables.

Necesitamos también otro modo de contemplar la vida cristiana y pastoral del pueblo cristiano ayudándole a vivir y a practicar una seglaridad confesante y solidaria. No podemos educar la fe de nuestra gente a lo monje o al estilo de la vida religiosa. Los seglares tienen como propia vocación arreglar según Dios los asuntos temporales. Han de caminar hacia el cielo amando y ordenando la tierra. La solidaridad, la cultura, la justicia social, la promoción y el desarrollo, la educación y sanidad, son valores del reino de Dios y condicionan nuestra identidad y salvación. No podemos denominarnos cristianos practicando la exclusión, tolerando el paro, como testigos pasivos de la emigración, o indiferentes ante la crispación social y política, impasibles ante el subdesarrollo de naciones y pueblos. La Iglesia de hoy, los cristianos de hoy, debemos optar por el paso de una Iglesia clerical a una Iglesia pueblo de Dios. De una Iglesia de cristiandad a una Iglesia misionera. De una Iglesia de ritos a una Iglesia de la palabra de Dios. De una Iglesia de normas a una Iglesia de la experiencia humana. De una Iglesia uniformada a una Iglesia plural como el mundo y sus necesidades. De una Iglesia garantía del orden social a una Iglesia comprometida con el cambio social y con los pobres. De una Iglesia proveedora de servicios religiosos a una Iglesia comunidad responsable. 

Que Cristo, Buen Pastor, nos conduzca a todos a una fe viva y a la práctica del buen amor. 


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