Lecturas
Hechos 5, 12-16 – Salmo 117 – Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19
Juan 20, 19-31: Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.» Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados! quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.» Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.» A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.» Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.» Contestó Tomás: «¡Señor Mío y Dios Mío!» Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.» Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo tengáis vida en su nombre.
Comentario
A LOS OCHO DÍAS LLEGÓ JESÚS 2019,
2º Domingo de Pascua
La lectura que acabamos de proclamar corresponde al final del evangelio de Juan y relata el envío de los discípulos al mundo entero a predicar el evangelio con el poder del Espíritu Santo. El evangelio narra dos apariciones de Jesús, la primera al anochecer del primer día de la semana, y la segunda, ocho días después. Jesús reafirma el hecho de su resurrección. Verdaderamente, el resucitado es el crucificado. Hace unos pocos años se ha vinculado a este domingo el día de “la Misericordia”. El peligro está en que esta nueva advocación se constituya en una nueva fiesta diferente e independiente. La verdadera Misericordia, la Misericordia con mayúscula, es lo que la Iglesia celebra ya en el mismísimo Triduo Pascual en los misterios nucleares de la fe y existe el peligro en el pueblo de que el detalle o rasgo particular desplace y sustituya lo verdaderamente esencial y medular, haciendo, una vez más, que lo añadido y postizo, la devoción popular, desaloje lo oficial y troncal. El evangelio, al relatar las apariciones de Jesús, quiere hacer ver a los discípulos el verdadero significado de la resurrección. Lo decisivo no es ya la simple resucitación de un cadáver, sino el nuevo modo de presencia de Jesús en la comunidad creyente animando, impulsando, vivificando a los discípulos. Estos tenían todavía una comprensión pobre de la misión de Jesús como lo refleja la impresionante decepción de sus palabras, “nosotros esperábamos…”, “si te lo has llevado tú…”, “estaban reunidos con las puertas cerradas por miedo a los judíos…”, “si no veo las señales no lo creeré”. En el centro del relato se sitúa la doble negación de Tomás: “si no lo veo no creeré”. Tomás no se fía de la palabra de sus compañeros. Necesita ver, palpar, tocar físicamente. No vive el plano de la fe. Tomás somos todos. El evangelio señala nuestras dudas y ambigüedades sobre Jesús resucitado. Pero Jesús es verdad en nosotros cuando llega a ser entusiásticamente creído y testificado. En esta segunda aparición Jesús realiza lo que él había prometido a los suyos, que volvería, que no los dejaría solos, que permanecería con ellos comunicándoles su paz y la fortaleza del Espíritu. El crucificado y resucitado aparece comunicándoles su amor poderoso. La Iglesia de todos los tiempos ha vivido el Domingo como “el día del Señor resucitado”, el día que el Cristo glorioso dedica a los suyos en todos los tiempos y lugares para estar con ellos y confortarlos mediante la palabra y la eucaristía. La presencia de Jesús en la comunidad transforma a todos. Pero en el evangelio de hoy el cambio se hace más ostensible en Tomás. Pasa de la increencia absoluta a la afirmación más rotunda y radical de la soberanía y divinidad de Jesús diciendo: “¡Señor mío y Dios mío!”. En adelante el rasgo determinante de la Iglesia de todos los tiempos es que Cristo vive en ella haciendo actual y contemporáneo su amor singular. La comunidad o es testigo de ello o no es la comunidad de Jesús. La comunidad encierra todo el amor de Dios a los hombres. Jesús no nos manda solo amar, sino “amar como él nos amó”. Su amor al mundo fue la cruz, el amor sufrido hasta el extremo. Jesús ritualizó la cruz en la Cena para que nosotros pudiéramos compartirla y celebrarla en la eucaristía de todos los tiempos y lugares. Y es preciso que amemos en verdad. La fe cristiana no se resuelve cumpliendo normas y leyes, sino amando de todo corazón. De lo contrario no podríamos ser testigos. Para cambiar al hombre, primero hay que amarlo. Y amarlo sinceramente, en verdad. Jesús quiso extender y visibilizar su amor personal en favor de todos los hombres de todas las épocas Y para ello pensó en su comunidad de fe, para que sea también, con él y en él, una comunidad de amor. Jesús arrojó a los mercaderes del templo, de su tiempo y de todos los tiempos. Ahora el nuevo culto y el nuevo templo es Cristo y su comunidad. Cada uno de nosotros ha de verificar la seriedad de su fe cuando celebramos la eucaristía, pensando no solo en asistir pasivamente, o en cumplir correctamente leyes y rúbricas, sino en hacer lo mismo que Jesús hizo y como él lo hizo. La Iglesia de siempre ha tenido siempre el peligro de una ritualidad rutinaria y vacía y nuestro deber es la veracidad del rito, que la celebración contenga y realice la verdad del evangelio. El protagonismo celebrante de la comunidad reunida como cuerpo místico de Cristo, y la prioridad del espíritu sacrificial, filial y fraterno, fue el rasgo identificador de la comunidad apostólica. Escuchar la doctrina de los apóstoles, partir y compartir el pan, poner los bienes en común, y merecer el prestigio del pueblo, es la sustancia de la misa original que ella vivía. Jesús, frente a la liturgia suntuosa del templo, arremete contra el formalismo del culto vacío y nos recuerda que el núcleo del rito es la misericordia: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9,13). Con Cristo el velo del antiguo templo se rasgó. Ahora Cristo es templo, sacerdote y víctima a la vez. Y nosotros con él. El nuevo templo es el mundo, nuestro ambiente ordinario, cualquier lugar. El nuevo sacerdocio ya no es una casta sino todo el pueblo de Dios, somos todos. Y el nuevo sacrificio ya no es ofrecimiento de cosas, sino la vida santa y solidaria de la comunidad, de los cristianos. El evangelio de hoy es un testimonio irrefragable de la importancia que tiene para nuestra fe ser y sentirse comunidad de Jesús y vivir como tal. El primer componente de la eucaristía es la asamblea reunida. Y su máxima realidad es estar no solo como comunidad, sino vivir en comunión. Pablo resalta en la eucaristía de Corinto el hecho de “reunirse y estar juntos”, no para venerar cosas, sino para compartir. Cristo dio importancia esencial no a la observancia de ritos, sino al hecho de “entregarse”. Se hizo “cuerpo entregado” y “sangre derramada por vosotros”. San Ignacio de Antioquía afirma que “la carne de Cristo es la caridad”. Pablo constata que no se puede recibir el cuerpo eucarístico de Cristo y rechazar a los hermanos porque ellos son también el cuerpo de Cristo. No se puede recibir la comunión sin ser comunión. En realidad Cristo ha resucitado si nos amamos y en la medida en que amamos. Pidamos hoy la fe renovada de Tomás y valoremos la comunidad. Vivamos en comunión. Para todo ello enriquezcamos nuestra pobre fe, pidiendo al Señor con insistencia que él cure nuestra debilidad. Como Tomás digamos muchas veces de corazón: ¡Señor mío y Dios mío!
Francisco Martínez
www.centroberit.com – E-mail: berit@centroberit.com
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