Lecturas:

Hechos 5, 27b.-32. 40b-41  –  Salmo 29  –  Apocalipsis 5, 11-24

Juan 21, 1-19: En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar.» Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo.» Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?» Ellos contestaron: «No.» Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.» La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: «Es el Señor.» Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger.» Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Vamos, almorzad.» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jesús le dice: «Apacienta mis corderos.» Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Él le dice: «Pastorea mis ovejas.» Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.» Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras.» Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme.»

Comentario

JESÚS SE ACERCÓ, TOMÓ PAN Y SE LO DIO

2019, Domingo tercero de Pascua

En este evangelio del tercer domingo de Pascua acabamos de escuchar una nueva aparición de Jesús a sus discípulos. Acontece en el lago de Genesaret, el lugar donde Jesús había realizado la elección de los principales entre ellos. Pero ahora la situación es muy diferente. Los discípulos, que ante la crucifixión de Jesús se habían encerrado en una casa por miedo a los judíos, aparecen de nuevo en el lago pescando y es ahora el Cristo ya resucitado el que hace su presencia ante ellos animándoles, impulsando. En esta misma escena tiene lugar la misión de Pedro. El Cristo ya glorificado ejerce un nuevo modo de presencia y conduce los pasos del grupo apostólico promoviendo su actividad misionera. Los discípulos han salido de la vivienda donde habían permanecido encerrados y han reanudado la pesca, la actividad de tiempos anteriores. Salta a la vista el hecho de que a pesar de que se trata de los discípulos más cercanos a Jesús, sin embargo, inicialmente no le reconocen. El evangelio remarca este inciso importante. Jesús vive ahora glorificado y desde los cielos conduce a su Iglesia. Vive y es cabeza y fundamento de toda la actividad misionera. No se desentiende de los suyos. En esta escena revela su nueva forma de conducir la comunidad. De su cuerpo glorioso hace brotar una corriente permanente de Espíritu Santo que anima y fortalece a todos y a cada uno en la actividad eclesial. Esta mediación perdurará siempre. Jesús glorificado es mediador siempre en acto en su Iglesia. Nadie puede ejercer un protagonismo autónomo. A Jesús nadie le sucede ni le sustituye. Él es cabeza y fuente viva y permanente. Lo dijo él: “Estaré con vosotros hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). Y “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). En el inicio de la aparición los discípulos no reconocen a Jesús. Es Juan quien grita “¡es el Señor!”. Y Pedro se lanza al agua hacia él. Este desconocimiento o falta de fe en el Señor vivo y operante hoy en su Iglesia es también un grave fenómeno actual. Y muy en parte es consecuencia de una cierta presentación parcial del mensaje cristiano. Muchos creyentes, incluso evangelizadores, en la estructura mental de su fe, se conducen por la imagen pretérita de “aquel” Jesús histórico de Palestina y lo manifiestan claramente. Para vivir su fe y para evangelizar, se salen mentalmente de nuestro tiempo y se trasladan imaginariamente al ayer, a la geografía y época de la Palestina antigua. Es este un error gravísimo que distorsiona y desencaja la vida cristiana. Y esto es sin duda causa de superficialidad y de insignificancia pues desvanece por completo la realidad del misterio. Cristo vive siempre y actúa permanentemente. El Cristo siempre viviente y operante en la historia es el presupuesto esencial de la fe cristiana. En la escena evangélica de este domingo, y en la vida ordinaria de la Iglesia de todos los tiempos, vemos al Cristo viviente ejerciendo su misión de animar y transformar, hoy y siempre, a los creyentes. El relato de hoy tiene una significación simbólica sumamente importante. Es la presencia viva de Jesús la causa evidente de una pesca sobreabundante que solo se produce tomando él la iniciativa, mediante su intervención personal. El gran número de peces habla de la totalidad de la humanidad, convocada al reino de Dios. La red no se rompe a pesar del peso: refleja la unidad de la Iglesia. La presencia del Señor es vivida como confianza y seguridad absolutas. Es preciso reconocerlo siempre, a cada paso, y contar con él. En el diálogo con Pedro siete veces se habla del verbo “amar”, de amar “más”. La misión sin amor no es misión cristiana. No es solo que haya que amar para ejercer la misión encomendada. Es que la misión misma es amar. Anunciamos el amor. Quien no ama no tiene nada que anunciar. Hay que amar con él y como él. La escena tiene una referencia importante a la eucaristía. Dice que Jesús “toma el pan y se les da”. Se repite el acontecimiento de Emaús. La perfecta comunión con el Resucitado es un distintivo esencial. En el gesto repetido de Jesús se destaca claramente que lo que él quiere evidenciar no es tanto legarnos “una cosa sagrada”, como universalizar la acción de compartir, de darnos en comida, de ponernos en comunión y de compartirnos. La eucaristía es el amor. La carne de Cristo es la caridad, repiten los Padres de la Iglesia en sus comentarios. Esto es tanto más evidente si vemos la esencial referencia de la eucaristía a la cruz. En la cruz Cristo se entrega a la muerte por nosotros, por todos los hombres. Y la eucaristía es lo mismo, decir con él “mi cuerpo entregado por vosotros” y “mi sangre derramada por vosotros”. Cristo se encarnó y se metió “en el pecado del mundo” apropiándoselo. “Por nosotros se hizo pecado” (2 Cor 5,21) y “maldición” (Gal 3,13). Es evidente que quien lea detenidamente los textos del Nuevo Testamento sobre la eucaristía comprobará que las comunidades cristianas de hoy viven un cierto estancamiento de la fe eucarística que afecta sobremanera a la vida de las mismas y a la calidad del testimonio evangélico que reflejan en la convivencia social. La eucaristía de los cristianos debería evidenciar mucho más la extensión y actualización de la cruz de Cristo en todo el mundo y en cada uno de los sucesos que configuran la convivencia y la historia. El cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia universal, debería ser hoy en el mundo la actualización del acontecimiento de la cruz en favor del hombre, en especial de los que sufren. No hacemos la eucaristía de Jesús mientras no seamos espléndidamente solidarios. No nos apropiamos del mal del mundo para sanarlo. No nos hacemos presentes en la turbulencia de la lucha entre el egoísmo y la solidaridad mundial tomando partido en favor de los que sufren, manifestándonos responsables y generosos en la defensa de la verdad y del amor. La eucaristía es para nosotros una devoción blanda, egoísta, individualista, desconectada, que no nos compromete a asumir el mal para redimirlo, a poner amor donde hay odio, a apostar solidaridad donde hay indiferencia, a emplazar entusiasmo donde abunda la indiferencia. Generamos muchas discordias y diferencias y no las matamos en nuestra carne cuando celebramos la cena del Señor. Celebramos el rito, pero no tanto su significado fundamental que es la paz, la concordia y la solidaridad. La eucaristía del evangelio representa, y no puede dejar de serlo, una comunidad celebrando la comunión. En la eucaristía recibimos la comunión para ser comunión. Somos pan que se da y que se ofrece realmente, sinceramente. Hacer el rito y no su significado es contribuir al estancamiento de la fe y de la misión. Evangelizaremos mucho más con el testimonio que con la palabra y la enseñanza. Es preciso que recuperemos la presencia viva y vivificante de Cristo, del mismo Cristo en persona, para poder expresar una eclesialidad atrayente, amable, atractiva. Ser cristianos no es solo cumplir unas reglas, unas prácticas. Es reflejarle, ser testigos suyos, entusiasmarnos y entusiasmar a los demás. Solo nos salvamos salvando. O somos apóstoles o somos apóstatas. Tener la luz es comunicarla, de lo contrario no la tenemos. El Señor nos ayude a hacerle visible y presente entre los hombres.

Francisco Martínez

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