1. EL TIEMPO DEL ESPÍRITU
El Espíritu Santo es el autor y motor de toda la vida cristiana. Nada sucede sin él. Cristo hoy actúa «comunicando su mismo Espíritu» (LG 7). Pero nosotros ¿contamos de igual manera con el Espíritu Santo? Para unos prácticamente es como si no existiera. Para otros cuenta, pero sólo como un dogma o una verdad. No faltan quienes pretenden hacerlo todo por ellos mismos sintiéndose protagonistas, con talante de «dueños». Sigue siendo verdad que «En medio de vosotros está Aquél a quien vosotros desconocéis» (Jn 1,26). Necesitamos un fuerte encuentro con Cristo que provoque la experiencia de los discípulos de Emaús: «Entonces se les abrieron los ojos» (Lc 24,31), o la de los discípulos después de la resurrección de Cristo: «Entonces se les abrió el entendimiento» (Lc 24,45).
2. EL ESPÍRITU ESTÁ PRESENTE Y ACTUANTE ENTRE NOSOTROS
Muchos son los que afirman que hemos entrado en una nueva era mundial del Espíritu. Suenens definió la Iglesia como «el tiempo del Espíritu Santo». Un obispo oriental dijo, en el concilio, que «la Iglesia es el misterio de la efusión del Espíritu en los últimos tiempos». Juan XXIII habló del concilio como de «un nuevo Pentecostés». Este hecho no puede ser percibido por todos aquellos cristianos que viven una fe centrada en las referencias exteriores o en el orden de los medios: instituciones, personas y cosas. El suceso cima y fuente de la vida cristiana está en la presencia misteriosa del Espíritu en el interior de los creyentes, de cada uno de ellos, iluminando y moviendo él mismo, directa e inmediatamente.
3. DESCUBRIR LOS SIGNOS DE LA PRESENCIA DEL ESPÍRITU HOY EN EL MUNDO
Es indudable que el Espíritu, para venir a los hombres, se sirve de mediaciones por él mismo establecidas: celebraciones, ministerio apostólico, etc. También es cierto, con la evidencia del evangelio y la de la experiencia de la historia, que él viene, y está viniendo, constantemente, a todos, y a algunos de forma especial, en cada tiempo y lugar, como y cuando él quiere. Estos dos «cauces» de su venida, institución y carisma, no sólo no se oponen, sino que se implican y complementan, de tal forma que cada uno autentifica al otro. Es un mal signo excluir uno u otro.
Nuestro tiempo está experimentando una fantástica mutación centrada en el hallazgo y protagonismo del pueblo. Acaso la máxima sensibilidad del concilio Vaticano II ha sido el nuevo aprecio por el pueblo de Dios. Un vigor, fuerte y nuevo, está ascendiendo desde las raíces hasta las últimas derivaciones de las ramas haciendo patente un verdadero retorno a las fuentes del evangelio. El concilio constituyó un gigantesco acto de conciencia eclesial (“Ecclesiam suam”) que contempla a la Iglesia, ante todo, como misterio y pueblo de Dios. ¡Y qué hermosa es la Iglesia cuando está suspendida de Dios! Hoy abundan los signos de la presencia del Espíritu entre nosotros. Junto a la acción de las instituciones, se hace manifiesta la fuerza y la acción de los fermentos, la de las personas y grupos, que desde dentro del pueblo, mueven e impulsan en la dirección y «soplo» del Espíritu.
a) En la Iglesia
La renovación bíblica, litúrgica y pastoral; el surgimiento de una pléyade de agentes de pastoral en la catequesis, en la liturgia, en la acción caritativa; numerosos grupos de evangelio y movimientos de oración profunda que dotan al laicado de una contemplación ayer recluida en monasterios; el nacimiento de una piedad nueva más bíblica, litúrgica y cristocéntrica, tan diferente de la piedad de ayer, de clisés cerrados y fórmulas invariables; los movimientos carismáticos y catecumenales, etc., han sido todos cualificados a porfía como signos inequívocos de la acción del Espíritu en nuestro tiempo.
Se han intensificado, por otro lado, los movimientos socio-políticos, de compromiso por la justicia, como la teología de la liberación. Obispos, teólogos, comunidades innumerables, intentan vivir el evangelio en el corazón de las injusticias y sufrimientos de grandes sectores de la humanidad, uniendo la vida real a la fe, convencidos de que el Espíritu que movió a Cristo en su acción preferencial por los pobres, les está también moviendo a ellos en esa misma opción en muchos lugares del tercer mundo.
Un fuerte e intenso «soplo» de gratuidad, de fuerza «espiritual», muy diferente de las imposiciones y modos violentos humanos, hace nacer un nuevo estilo pastoral: en concilios que no condenan; en la superación del viejo espíritu de autodefensa y autoconservación; en claras renuncias a estilos de poder, de signos, de tratamientos y privilegios que provienen más de formas culturales superadas que del estilo evangélico de Jesús; en un mayor respeto y valoración de los carismas que mejor sirven al provecho común, abandonando los valimientos personales; en la renuncia a obligar e imponer por la fuerza de la ley, optando más bien por la capacidad de persuadir y testificar en humildad y ejemplaridad; en la tendencia a superar el individualismo totalitario en aras de un nuevo estilo de corresponsabilidad y complementariedad.
Un soplo cálidamente comunitario hace proliferar concilios, sínodos, congresos, consejos mundiales, nacionales, diocesanos y parroquiales, hace crecer espectacularmente el apostolado seglar en formas hasta ahora inéditas, suscita nuevas expresiones de espiritualidad, de vivencia cristocéntrica y pascual, de participación sacramental, de retiro y ascesis espiritual de laicos, de nuevas opciones por Dios y por el hombre, de nuevas actitudes preferenciales por los pobres y de compromiso social, de creyentes comprometidos que quieren vivir no sólo con los hombres sino como ellos, no sólo junto a los hombres y sus problemas, sino dentro de los mismos, en plena comunión y solidaridad prolongando el principio de la encarnación. Proliferan personas gracia, como Juan XXIII; acontecimientos gracia, como el concilio Vaticano II; nuevas instituciones y fundaciones apostólicas, religiosas y misioneras con figuras como el P. Kolbe, Teresa de Calcuta y otros muchos, rompiendo la rutina, la inercia, la mediocridad.
b) En el mundo
Nuestro mundo, agobiado por el espíritu matemático, materialista, de calculadora, está también experimentando necesidades profundas de libertad y de gratuidad. Busca afanosamente la apertura a una nueva cultura en la que el ser preceda al tener, la gratuidad sustituya al interés, y en la que la dignidad del hombre y de lo humano vuelva a ser tenida como valor supremo. Crece el movimiento mundial del reconocimiento de los derechos humanos y el de la fundamental igualdad de las personas. Muchas actividades de promoción del tercer mundo, de pacificación de zonas en conflicto, de intensificación del espíritu comunitario, de promoción y desarrollo en favor del bien común, de superación de las condiciones penosas de la vida, son signos manifiestos de la presencia del Espíritu en el mundo. «El Espíritu del Señor, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución» (GS 26).
4. DEJARNOS CONDUCIR POR EL ESPÍRITU
Dios nos da su Espíritu porque, al querer ponernos en comunión con él, sólo él puede conducirnos en su propio terreno, en su propia vida, en su luz y amor. El Espíritu es la fuerza, el «soplo» de Dios. Mediante este «soplo» Dios mueve al hombre desde el interior mismo de su identidad y libertad humanas con una modalidad divina que sobrepasa las capacidades de la razón y de la voluntad. No violentamente, sino de forma gozosa. Por el Espíritu somos actuados y movidos mucho más de lo que nosotros podemos actuar o movernos. Algo se realiza en nosotros, pero no por nosotros. Nosotros no pensamos: somos iluminados. No obramos: somos movidos. Él no sólo es don, sino que también crea nuestra respuesta, suscitando ilusión, seguimiento, atracción para superar dificultades externas e internas y crear amistad, nupcialidad, encuentro dichoso.
El Espíritu crea y recrea, renueva y transforma, eleva y diviniza. Suyo es el crecimiento, la madurez y la perfección. Suya es la fuerza con la que podemos, el conocimiento con el que conocemos, el amor con el que amamos. Frutos suyos exclusivos son el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la afabilidad, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre, la templanza. Él pone en nuestra oración gemidos inenarrables. Él sitúa a Dios cercano. Hace vivo y actual el evangelio. Transforma la institución de la Iglesia en el misterio del amor del Padre. Él convierte el pan en el cuerpo de Cristo y el vino en su sangre, actualizando la muerte y resurrección del Señor. Él nos incorpora al misterio pascual, alianza siempre nueva y eterna, haciéndonos comensales y concorpóreos de Cristo. Hace de la misión Pentecostés. Él deifica el comportamiento y la convivencia, y transforma el egoísmo en gratuidad. Él hace de la dispersión comunidad, de la divergencia concordia y de la tierra cielo.
5. ORACIÓN TRANSFORMANTE
Pide el «soplo» del Espíritu en tus zonas dormidas o erróneas. Déjate hablar, amar, iluminar, conducir por él. Sal de ti. Ve a él. Establécete en él. Déjate hacer nuevo por él. Piensa en las cualidades y habilidades que Dios te ha dado y si las tienes al servicio gratuito de los demás. Piensa si lo haces con amor y espíritu de servicio. Y di muchas veces, despacio, desde lo profundo de tus fallos y vacíos:
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra en las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén
SALGO DE MÍ. VOY A TI. TODO EN TI. NUEVO POR TI
Francisco Martínez, «Dejarnos hablar por Dios», Herder 2006.
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