Lecturas
Éxodo 12, 1-8.11-14 – Salmo 115 – 1 Corintios 11, 23-26
Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
Estaban cenando; ya el diablo había suscitado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de entregarlo; y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.
Llegó a Simón Pedro, y este le dice:
«Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?».
Jesús le replicó:
«Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde».
Pedro le dice:
«No me lavarás los pies jamás».
Jesús le contestó:
«Si no te lavo, no tienes parte conmigo».
Simón Pedro le dice:
«Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza».
Jesús le dice:
«Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos».
Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios».
Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo:
«¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis».
JUEVES SANTO 2022
Con la celebración de la Cena del Señor inauguramos el Triduo santo. No se trata de un simple devenir del calendario. La Pascua es el Padre convocándonos él mismo para hacernos participar del don del Hijo. Requiere en nosotros una respuesta fiel y entusiasmada. No conocemos compromiso mayor. Hemos acompañado a Jesús en los evangelios dominicales “subiendo con él a Jerusalén”. En las bienaventuranzas y en el amor fraterno nos ha enseñado el núcleo de su mensaje, que consiste en que “nos amemos unos a otros como él nos ama”. Ahora, en Jerusalén va a vivir el suceso vértice de su misión, el amor extremo, el sacrificio de su vida por todos nosotros. Este sacrificio, único y singular, ha sido hondamente reflexionado por la teología y la espiritualidad de todos los tiempos. La idea de sacrificio está fuertemente enraizada en la tradicion cultural y religiosa de la historia de la humanidad. Existe siempre allí donde se vive el pecado como frustración de la identidad del hombre y de su destino. Intenta restablecer la comunicación con la divinidad o también aplacar sus iras. Las fomas sacrificiales de destrucción mediante el fuego o la sangre han pretendido expresar la seriedad de las tendencias humanas de purificación y comunión. Sin embargo los historiadores modernos, y los estudiosos de la Biblia, sin desconsiderar la importancia que ha tenido la inmolación destructiva para restaurar el camino hacia Dios, dicen hoy que la historia de las religiones parece demostrar de manera decisiva que el sacrificio, dentro de sus expresiones variantes, se ha polarizado preferentemente en el banquete sagrado mediante el cual el hombre entra en comunión con su Dios, bien porque él invita a Dios, bien porque Dios se hace el anfitrión del hombre.
La vida de Jesús es su ida a Jerusalén, el lugar de su inmolación en la cruz. Su pasión y muerte constituyen entonces no una simple conclusión, sino su momento culminante. La vida entera de Jesús gira en torno a la cruz como expresión de una fidelidad absoluta al Padre, de una entrega incondicionada en la que él implicó todo su amor. La cruz de Cristo no es reducible a simple suplicio. La cruz no son dos astillas. Es el sufrimiento que conlleva amar asumido voluntariamente por nosotros. Es “la entrega” por nosotros, o a favor nuestro. La cruz de Jesús, bíblicamente, es nuestra historia de pecado, de violencias y egoísmos, asumida libremente por él. «Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que él soportaba… Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros» (Is 53,4.6). «Llevó sobre el madero nuestros pecados en su cuerpo» (1 Pdr 2,24), «haciéndose maldición por nosotros» (Gál 3,13). Nadie quita la vida a Jesús. La da él voluntariamente (Jn 10,18). Y esta entrega comienza en su vida al asumir la condición humana. La disponibilidad ante la voluntad del Padre y su entrega a la curación y salvación de los hombres le costó a Jesús toda una vida vivida como expropiación y anonadamiento de sí mismo. Su entrega a la cruz hace de él la revelación e imagen de un Dios que es amor sin límites. La cruz es su vida. Y nos la entrega a nosotros para que la celebremos todos y simpre como memorial suyo.
Bajo la influencia de los profetas el sacrificio se espiritualizó y se transformó en el reconocimiento de Dios y de sus obras en la historia santa, y la respuesta de fe del pueblo. Esdras sustituye la inmolacion cruenta de animales por una bendición a Dios por sus obras magníficas. Es una solemnne acción de gracias. Jesús, dando gracias al Padre, ofrece su propia vida como servicio a los demás. No es solo un morir por, sino un vivir en favor de. Juan lo escenifica grandiosamente sustituyendo el relato de la misma cena por el lavado de pies, una tarea de siervos. Siendo el gran íntimo de Jesús y el teólogo de la trascendencia, no siente reparo al sustituir un rito relioso por una humilde tarea doméstica, la cena por el lavado de pies, queriendo expresar con ello que la cena incluye y conlleva radicalmente el servicio real al hombre. De ahí viene la insistencia ineludible de los textos sagrados y de la comunidad apostólica en identificar la cena con el hecho de compartir los bienes, como invitación y banquete, como amor real y efectivo hasta el extremo. La cruz no es solo un instrumento de muerte. Es expresión de la máxima y más concreta generosidad. Jesús siempre defiende la verdad del hombre como proyecto de Dios. La cruz no es un percance cualquiera En ella Jesús asume las tensiones, dificultades, violencias y egoísmos de su ambiente y de la historia entera, se las apropia y las hace morir en su cuerpo. Son el mal del hombre, la pérdida de su verdadera identidad. Por ello Jesús terminó crucificado. En nuestro mundo, decir la verdad supone hacerse odiar. La verdad suele estar siempre sobre el patíbulo, y la mentira siempre en un trono. La cruz de Cristo es un amor sobrehumano, divino. Solo un Dios puede amar así. Es el amor total que nunca termina, nunca disminuye, todo lo sufre, todo lo soporta. Es la máxima afirmación de los otros en la máxima desafirmación de sí mismo. Es entrega ilimitada de sí. Jesús dijo a los suyos: “Comprendéis lo que he hecho por vosotros. Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 133,15). Los sinópticos llaman a esto «llevar la cruz» (Mt 16,24 y paralelos).
Jesús ritualizó la cruz en la cena para que los creyentes de todos los tiempos y lugares pudieran compartirla. Es el único camino de salvación. La eucaristía es “mi cuerpo entregado” y “mi sangre derramada por vosotros”. Nuestra eucaristía es la misma cruz de Cristo hecha posible en nosotros gracias a la institución de la cena. Cristo nos enseñó hacer de nuestra vida, con él y como él, pan compartido y entregado sacrificialmente por los otros y sangre derramada por todos. El sujeto activo de la eucaristía, el celebrante esencial, es la comunidad entera que debe participar reunida, como pide el concilio, consciente, activa y responsablemente. Un componente esencial de la eucaristía de los primeros siglos era el ofrecimiento de dones para los pobres. Participaban todos. De entre ellos se entresacaban el pan y el vino para la consagración. El resto se entregaba a los pobres. Esto creaba cierto barullo. Y ya en el siglo VIII se suprimió la procesión solemne de ofrendas. Se solucionó un problema de orden externo y secundario, pero se demolió un dato evangélico esencial. Porque sin los pobres no hay eucaristía. En tiempos de Pablo la cena tenía dos partes en la misma reunión, una social, la comida, con la aportación de todos, y la otra ritual y litúrgica en la que se bendecían el pan y el vino. Pablo llama “cena del Señor” a las dos partes unidas, la comida social y la parte ritual. Pero en Corinto ocurre algo grave. Los comensales ricos no esperan a los pobres. Y devoran las mejores viandas. Pablo denuncia: “He oído que al reuniros en asamblea hay entre vosotros divisiones: mientras unos se emborrachan, otros no tienen que comer” (1 Cor 11,21). Y Pablo sentencia: “Esto no es la cena del Señor” (1 Cor 11,20), “Es avergonzar a los que no tienen” (1 Cor 11,23). Es comer el pan y beber el cáliz indignamente” (1 Cor 11,27), “ser reo del cuerpo y de la sangre del Señor” (1 Cor 11,27) ). Sin caridad ni fraternidad, sin humildad y solidaridad no hay eucaristía. El descenso de los cristianos de la práctica dominical está conociendo un descenso atroz. Tendremos que analizar sus causas. Una de ellas es la desidia e ignorancia del pueblo. Otra, su expulsión del puesto que le corresponde. Ya en la Edad Media se valló el altar, la vía sacra y el coro en favor del clero, y aún hoy muchos siguen cercados y reservados con el pretexto de no demoler el arte. En numerosas catedrales la denominada “Sede” o “Cátedra” es el mismo baldaquino concebido y reservado a los reyes. El Papa Francisco, en los últimos pontificales en el Vaticano utiliza una modesta silla. Si la liturgia es “personalizar a Cristo”, dejarle obrar a él, es evidente que las cosas deben cambiar. Mucho deben cambiar para que la eucaristía del pueblo sea caridad, humildad, solidad, compartirse y darse en infinita solidaridad.
Francisco Martínez García
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