Lecturas

Isaías 52, 13 – 53, 12  –  Salmo 30  –  Hebreos 4,  14-16; 5, 7-9

Juan 18, 1 – 19, 72

En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos. Judas, el traidor, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando la patrulla y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo:
«¿A quién buscáis?»
Le contestaron:
«A Jesús, el Nazareno.»
Les dijo Jesús:
«Yo soy.»
Estaba también con ellos Judas, el traidor. Al decirles: «Yo soy», retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez:
«¿A quién buscáis?»
Ellos dijeron:
«A Jesús, el Nazareno.»
Jesús contestó:
«Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos»
Y así se cumplió lo que había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me diste.» Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro:
«Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?»
La patrulla, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año; era Caifás el que había dado a los judíos este consejo: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo.» Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La criada que hacía de portera dijo entonces a Pedro:
«¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?»
Él dijo:
No lo soy.»
Los criados y los guardias habían encendido un brasero, porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose. El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de la doctrina. Jesús le contestó:

«Yo he hablado abiertamente al mundo; yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han oído, de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho yo.»
Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaban allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo:
«¿Así contestas al sumo sacerdote?»
Jesús respondió:
+ «Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?»
Entonces Anás lo envió atado a Caifás, sumo sacerdote. Simón Pedro estaba en pie, calentándose, y le dijeron:
«¿No eres tú también de sus discípulos?»
Él lo negó, diciendo:
«No lo soy.»
Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja, le dijo:
«¿No te he visto yo con él en el huerto?»
Pedro volvió a negar, y enseguida cantó un gallo. Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era el amanecer, y ellos no entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua. Salió Pilato afuera, adonde estaban ellos, y dijo:
¿Qué acusación presentáis contra este hombre?»
Le contestaron:
«Si éste no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos.»
Pilato les dijo:
«Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley.»
Los judíos le dijeron:
No estamos autorizados para dar muerte a nadie.»
Y así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir. Entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo:
«¿Eres tú el rey de los judíos?»
Jesús le contestó:
«¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?»

Pilato replicó:
«¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»
Jesús le contestó

«Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.»
Pilato le dijo:
«¿tú eres rey?»
Jesús le contestó:
«Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.»
Pilato le dijo:
«Y, ¿qué es la verdad?»
Dicho esto, salió otra vez adonde estaban los judíos y les dijo:
«Yo no encuentro en él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros que por Pascua ponga a uno en libertad. ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?»
Volvieron a gritar:
«A ése no, a Barrabás.»
El tal Barrabás era un bandido. Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a él, le decían:
«¡Salve, rey de los judíos!»
Y le daban bofetadas. Pilato salió otra vez afuera y les dijo:
«Mirad, os lo saco afuera, para que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa.»
Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo:
«Aquí lo tenéis.»
Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, gritaron:
«¡Crucifícalo, crucifícalo!»
Pilato les dijo:
«Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él.»
os judíos le contestaron:
«Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios.»
Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más y, entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús:
«¿De dónde eres tú?»
Pero Jesús no le dio respuesta. Y Pilato le dijo:
«¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?»
Jesús le contestó:
«No tendrías ninguna autoridad sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor.»
Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban:
«Si sueltas a ése, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey está contra el César.»
Pilato entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el sitio que llaman «el Enlosado» (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia el mediodía. Y dijo Pilato a los judíos:
«Aquí tenéis a vuestro rey.»
Ellos gritaron:
«¡Fuera, fuera; crucifícalo!»
Pilato les dijo:
¿A vuestro rey voy a crucificar?»
Contestaron los sumos sacerdotes:
No tenemos más rey que al César.»
Entonces se lo entregó para que lo crucificaran. Tomaron a Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos.» Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús, y estaba escrito en hebreo, latín y griego. Entonces los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato:
«No, escribas: «El rey de los judíos», sino: «Éste ha dicho: Soy el rey de los judíos.»»
Pilato les contestó:
«Lo escrito, escrito está.»
Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron:
«No la rasguemos, sino echemos a suerte, a ver a quién le toca.»
Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica». Esto hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre:
+ «Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
Luego, dijo al discípulo:
“Ahí tienes a tu madre.»
Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa. Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura dijo:
«Tengo sed.»
Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo:
+ «Está cumplido.»
E inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron.» Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo clandestino de Jesús por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.

Comentario:

VIERNES SANTO 2022

Celebramos el Viernes Santo. Hemos venido aquí a pedir al Padre que la imagen de su Hijo crucificado nos sobrecoja y nos interpele y sea para nosotros sabiduría, reconocimiento entusiasmado, realización y crecimiento.

La cruz de Cristo no es reducible a objeto o instrumento, aun sublime. Es la dimensión fundamental de toda su vida. Consiste en la máxima afirmación de los hombres en el propio anonadamiento. Es un amor sorprendente, maravilloso, radical, incondicionado. Nadie amó así. Es continuar amando donde normalmente el amor se quiebra en todos. Es una locura de amor. Un amor sin límites. Que nunca falla, nunca se amortigua, nunca se desvanece. Lo que los hombres jamás llegaron ni siguiera a imaginar.

Jesús nos enseña que la cruz verdadera no es un madero, sino él en persona, su entrega voluntaria de amor. Es algo que no perciben los ojos, sino solo el corazón. No es un saber sobre Dios, sino la misma sabiduría de Dios. Llegar a comprenderlo así representa la gracia más determinante en la vida. La cruz solo puede entenderla quien ha entrado en una dimensión entusiasmada del evangelio y es rico en Dios. No es una espiritualidad negativa, sino radicalmente positiva. Es optar por el otro, pase lo que pase, siempre y del todo. Es no posicionarse nunca contra, frente, por encima del otro, sino con él y a favor de él. La cruz no son las cruces, sino amar en las situaciones difíciles. Es ser capaces de amar hasta el sufrimiento. La cruz no es algo inhumano, sino sobrehumano,  es sabiduría y fortaleza. Nunca la humanidad pudo sospechar que el máximo signo de terror y de muerte podría llegar a ser signo universal y dichoso de solidaridad, de gloria y de alegría.

La celebración de este viernes santo está totalmente centrada en el significado de la cruz. Consta de cuatro momentos: la cruz proclamada o lecturas; la cruz adorada o veneración de la cruz; la cruz orada o las grandes plegarias universales ante la cruz; y finalmente, la cruz comulgada o comunión con la eucaristía.

Hoy el centro de la celebración la ocupa la proclamación de la pasión del Señor según el evangelio de Juan, el evangelista de la intimidad con Jesús.  Contempla el drama desde el corazón del Padre y desde los sentimientos más hondos del mismo Jesús. Quien no parte de esto no entiende, no puede entender. Debemos escuchar con fe y con el corazón abierto dejándonos evangelizar la afectividad. En la cruz concurrieron dos historias contrarias y contradictorias: la primera representa el triunfo del mal, de nuestro mal; la otra la victoria del bien. Una fue la horrenda ejecución del Hombre-Dios; la otra, su triunfo y exaltación. Jesús vence el mal victimándose. Triunfa asumiendo el fracaso como expresión de amor. Jamás había acontecido nada semejante en la historia de la humanidad. Es vencedor haciéndose víctima. Siendo omnipotente se reviste de impotencia para vivir el sacrificio que cuesta amar siempre y del todo, para experimentar  la radical resistencia a todas las fuerzas del mal. La muerte de Jesús es “su hora” deseada. Es el gran drama de la lucha entre la muerte y la vida, entre las tinieblas y la luz, entre el amor y el desamor. Es Jesús asumiendo en su carne todas nuestras negatividades y aniquilándolas en sí mismo. El amor solo es auténtico cuando vivirlo duele y cuesta. Porque es hacer unidad e integración de la disparidad y desintegración. La muerte de Dios en Cristo representa un amor muy serio, la garantía absoluta de que Dios estará para siempre comprometido con el hombre, con cada uno de nosotros.

La cruz  es la máxima afirmación del hombre en el increíble anonadamiento de Dios en Cristo. Donde los hombres fallan, él asume en sí todos los pecados del mundo, los destruye en su cuerpo, y rehace la historia del bien. En la cruz Dios se retira, se autolimita, deja a los hombres la posibilidad de ignorarle y ofenderle, porque un amor sin libertad no es amor.  “Nos rescató de la maldición haciéndose él mismo maldito por nosotros” (Gal 3,13). “A quien no conoció el pecado Dios le hizo por nosotros pecado para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21). La cruz es el máximo acto del amor de Dios: “es el abrazo de Dios a los verdugos de su Ungido” (Liturgia del Viernes). La cruz habla de la magnitud del amor de Dios. “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros pecadores, murió por nosotros” (R 5,8). “Nadie tiene mayor amor que este de dar la vida por los amigos” (Jn 15,13).

La cruz es una entrega total que tiene su raíz y fundamento en el modo mismo de ser y de actuar de Dios en su vida íntima y personal. Dios, por dentro, es entrega. La entrega total que el Padre hace al Hijo, engendrándole en la eternidad, se prolonga en la entrega temporal del Hijo a los hombres para redimirlos. En la cruz está el Padre engendrando a su Hijo, y está el Hijo entregándose a sí mismo a los hombres para salvarlos porque esta es la voluntad del Padre. En la cruz Dios se anonada ante el hombre. Este anonadamiento de Dios comporta una auténtica revolución de la imagen de Dios basada no en su omnipotencia, sino en la impotencia y el sufrimiento libremente asumidos. Lo que pasa en la cruz es lo más entrañable que hay en Dios, y hace externa y visible su entrega más íntima e invisible. Esto nos asegura de que Dios no ha querido, no quiere amarse a sí mismo jamás sin el hombre. “El Padre me ama porque yo doy mi vida” (Jn 10,14s); “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo para que todo el que crea en él no perezca” (Jn 3,16). “El que no se reservó a su propio Hijo, sino que por amor lo entregó por nosotros…” (R 8,32). Dios ama tanto que jamás se retractará.

El Viernes santo nos enseña a saber mirar a Cristo crucificado, o mejor, a saber dejarnos mirar por él, de manera que nos sintamos verdaderamente afectados por su generosidad. Lo más dichoso que ha podido ocurrir en nuestra vida es la cruz de Cristo, que él haya muerto de amor por nosotros. La cruz no es una ejecución, sino una entrega libre: «Nadie me quita la vida; yo por mí mismo la doy» (Jn 10,18).  En la cruz Dios renunció a presentarse ante nosotros en la imagen acostumbrada de Dios. La cruz es «el abrazo de Dios con los verdugos de su Ungido» (Viernes Santo). Jesús vivió y preceptuó la cruz como estilo de vida. Nosotros hemos sustituido la cruz por los crucifijos. ¡Peligrosa y cómoda sustitución! Deformada la cruz, falseamos también nuestras celebraciones eucarísticas, derivadas más al pietismo y a la ceremonia que al ofrecimiento personal y social de la vida real diaria.

Ser capaces de amar hasta el sufrimiento es un signo de que estamos místicamente poseídos por Cristo. Sólo en él, en su fuerza, podemos aceptar el sufrimiento que cuesta amar.           El sufrimiento es signo de que uno ha alcanzado la divina receptividad. El sufrimiento sólo es posible cuando alguien se ha dejado amar por Dios y está emocionado por ello. En esa situación no es algo inhumano, sino superhumano.

Ni un solo místico ha dejado de ser purificado por Dios. Nosotros no tenemos capacidad para purificarnos a fondo. Sólo el fuego transforma el leño en fuego.    La capacidad y alegría por el sufrimiento supone la rebeldía convertida en receptividad. Es prueba de que en nosotros está resuelto, o en vías de solución, el dilema egoísmo-gratuidad. El amor sufrido no es algo inhumano, sino sobrehumano. Elimina nuestra dificultad de madurar. Rompe el techo de nuestra incapacidad de crecer en el amor y gratuidad. Es Dios obrando en nosotros sin nosotros. Sólo él puede ayudarnos a superar nuestras resistencias conscientes y subconscientes, externas e internas. Es la suprema victoria del amor de Dios en nosotros: «Todo esto viene de Dios. Pues a vosotros se os ha concedido la gracia de que por Cristo… no sólo creáis en él, sino que también padezcáis por él» (Flp 1,28ss).

Francisco Martínez García

 

 

 

 

 

 

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