LECTURAS
Lectura del santo evangelio según san Marcos (8,27-35):
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus díscípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decirselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
TÚ ERES EL MESIAS, EL HIJO DEL HOMBRE TIENE QUE PADECER MUCHO
El domingo es el día en que Cristo mismo habla a la comunidad. Es una firme y segura tradición que viene de él en persona, en el momento mismo de la resurrección, y que afecta a todas las comunidades del mundo y de la historia, y en ellas a cada uno de nosotros. La fe de la Iglesia es muy explícita: “Cristo está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura es él quien habla” (SC 7). La Iglesia, en todas las eucaristías del orbe, proclama los mismos textos. La escucha y el seguimiento de esa palabra han de constituir el hilo conductor de la vida de fe de comunidades y personas. “No os dejaré solos”, dijo el Señor. Ninguna enseñanza o magisterio, cualquiera que sea, podría ser más adecuada y provechosa. Si hiciéramos una decisión explícita de escuchar y responder con tesón, sería sin duda, la actitud más gratificante de nuestra vida.
Hoy las lecturas confluyen en la identidad de Jesús como enviado por Dios y en la forma y modo de ejercer la salvación de la humanidad. En la primera lectura Isaías presenta el tercer canto del Siervo del Señor que es un anuncio profético del destino del Mesías: será azotado y llenado de ofensas y salivazos antes de su victoria. El salmo 114 es un canto de acción de gracias a Dios que ha salvado a su siervo de un gran peligro. En la segunda lectura Santiago, en su carta, nos dice que la fe sin obras no sirve. Parecería una contradicción con la tesis central de Pablo que afirma tajantemente que lo que nos salva no es la observancia de la ley, sino la fe en Cristo. La fe viene de la palabra. Pablo quiere expresar que la salvación no nos la ofrece Moisés, sino Jesús. La afirmación de Santiago es que no se puede amar a Dios dando la espalda al hermano. El evangelio nos muestra a Jesús recorriendo las aldeas de la alta Galilea y anunciando inesperadamente y por primera vez, su pasión y muerte. Marcos, en su evangelio, presenta a Jesús como un mesías compasivo y sanador. Jesús ha dedicado mucho tiempo a sanar y enseñar. Ahora llega el tiempo de los hechos fuertes. Y revela su identidad y su misión. Estamos en el corazón del evangelio, en un texto decisivo. La gente comentaba que nadie había hablado de forma semejante a la de Jesús y que nadie había realizado sus obras. Jesús pregunta a sus discípulos: ”¿Quién dice la gente que soy yo?”. La gente lo identificaba con grandes personajes, el Bautista, Elías o alguno de los profetas. Jesús traslada la respuesta a los propios discípulos. “¿Y vosotros, quien decís que soy yo?”. Pedro toma la palabra y se expresa aparentemente bien. Para él Jesús es el Mesías, el Ungido, el consagrado de Dios. Aun siendo una afirmación verdadera, Jesús advierte insuficiencia y ambigüedad. Pedro reconoce la grandeza de Jesús, “Tú eres el Mesías”, pero la sitúa en una concepción muy humana, de liberación del pueblo de Israel y de instauración de un reinado político. De esta forma se aleja del sentido principal de la misión de Jesús. Pedro ve, pero ve mal. Marcos, al principio y fin de esta sección del evangelio, coloca unas curaciones de ciegos en Betsaida (8,22-26) y Jericó (10,46-52). Es preciso ver bien a Jesús, comprender su verdadera misión. Jesús vio en las palabras de Pedro un grave peligro de distanciación de los discípulos de su mente. La insuficiencia de Pedro aparece tan peligrosa que Jesús le riñe de manera análoga a como riñó al diablo en la escena de las tentaciones del evangelio de Mateo (4,10). Pedro y los discípulos están en el camino de Jesús, pero no han entendido todavía que su mesianidad pasa por la aceptación de la humillación y de la cruz. Quien le acepte a él ha de asumir el camino que él señala. La tentación de Pedro nos afecta a todos cuando entendemos a Jesús a nuestra manera y no según su criterio. Seguir a Jesús implica marchar con él, hacer juntos el mismo camino. Y el mesianismo de Jesús aboca decididamente a su pasión y muerte. Discípulo de Jesús es aquel que se niega a sí mismo, que toma su cruz y le sigue, y da la vida por el evangelio.
El proyecto de Jesús lleva en su entraña dar la vida por los demás. Darla en serio y del todo, convencer sin vencer. Pocos son los que entran en la verdad profunda del verdadero cristianismo. El cristianismo no es un sistema, es una persona: Cristo. Y la persona de Cristo va inexorablemente unida a un símbolo universal, la cruz. Un Cristo sin cruz deja al margen lo esencial. La imagen más universal del mundo es ciertamente Cristo en la cruz. Y la cruz es la espiritualidad más positiva imaginable. Es un amor supremo y total que supera todas las negatividades posibles. Es fortaleza y seguridad, la afirmación más rotunda y segura. Es el amor mantenido en las circunstancias más comprometedoras y adversas. Es un amor que todo lo sufre y todo lo supera. Un amor característico de Dios, tan fuerte y expresivo que se da del todo y crea, además, una respuesta efectiva absoluta. Cristo es Dios encarnado. Vence el mal por la fuerza del bien. Siendo omnipotente se hace impotente ante el hombre para experimentar lo que cuesta amar del todo. Supera el odio con la fuerza del amor. Se anonada a sí mismo ante el hombre para asumir como propios todos los males y pecados del hombre y castigarlos y matarlos sustitutivamente en su carne, no en nosotros. Cristo se hace por nosotros “pecado” y “maldición”. Y a nosotros nos hace redención y salvación. Triunfa no venciendo, sino victimándose. Vence anonadándose. Jesús realiza un camino inédito e inimaginable. Es la máxima desafirmación de sí en la máxima afirmación de los demás, el libre y gozoso anonadamiento de sí mismo en la máxima defensa de los demás. El pecado del hombre es el orgullo. La redención de Cristo es el antiorgullo, la humildad profunda, el anonadamiento de sí ante el hombre.
Los testimonios bíblicos son muchos y contundentes. “Soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia” (Hbr 12,2). “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). “Vivo en la fe de Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20). Si la intrahistoria del mundo es el egoísmo, la intrahistoria el cristianismo es el amor solidario. En realidad solo amamos en verdad cuando somos capaces de sufrir ilimitadamente por alguien. Este es el amor característico de Cristo y de los cristianos.
Francisco Martínez
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