Lecturas:

Apocalipsis 7, 2-4, 9-14  –  Salmo 23  –  1ª Juan 3, 1-3  –

Mateo 5, 1-12a

 

Mateo 5, 1-12a

Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»
notificación de algún tipo.

 

Comentario

TODOS LOS SANTOS, 2016

               Caminando hacia el fin del año litúrgico, nos sale al encuentro en el calendario la fiesta de Todos los Santos. No se trata de cosas diferentes. Lo que la liturgia pretende hacer durante el año en nosotros es grabar en  nosotros la vida de Cristo. Y él es nuestra santidad. La verdadera santidad es él en nosotros. La santidad es Dio or. Durante el año litúrgico vamos celebrando la vida y los misterios de la vida, su modo de ser infinito. Dios es amor y, por consiguiente, la santidad es el am de Cristo en nosotros. Pero no como simple recuerdo  del ayer, como mera crónica de sucesos pasados. Ahora los celebramos en nosotros. Son nuestra vida en Cristo, es decir, nosotros naciendo, conmuriendo y  resucitando con él. Lo que ayer sucedió en la geografía e historia de Israel, hoy acontece espiritualmente dentro de cada uno de nosotros. Son fiestas de la comunidad cristiana y de cada uno de nosotros que nos vamos transformando en él. Y esta es precisamente la santidad: él en nosotros, o nuestra vida en Cristo. Él nos va comunicando su propia y personal filiación divina. Santidad es, pues, madurez, realización y plenitud. Muchos reducen la santidad a la moral. Para ellos santidad es portarse bien, ser buenos. Pero así se  elimina el verdadero fundamento que es nuestra transformación en Dios. La santidad es Dios en nosotros, la vida de Dios en nosotros. Esta santidad es común a todos los creyentes que viven su fe en Dios. Hay santos que han ejercido la caridad de forma heroica y que, además, han sido canonizados por la Iglesia. Este reconocimiento no añade nada en sus vidas. La Iglesia los declara santos para nuestro estímulo y ejemplo. Hay santos, no reconocidos oficialmente como tales por la Iglesia, que, sin duda, poseerán mayor gloria en el cielo. Hoy nos alegramos en esta fiesta porque es la exaltación de muchas personas que hemos conocido, que, algunas de ellas, están muy vinculadas a nosotros, y que ahora están con Dios, nuestros abuelos, padres, hermanos.

               San Juan, en su primera carta nos ha dicho dos cosas sumamente importantes: “Ahora somos hijos de Dios”. La encarnación de Cristo no terminó en la tierra, sino que alcanzó a cada hombre. Los que  reciben su palabra son hechos hijos de Dios. La palabra es poderosa y nos engendra en Dios. No hace solo conocedores, sino hijos. Si acogemos la palabra no ya con la cabeza, sino en el corazón, podemos llegar a ser hijos de Dios, hijos en la misma filiación del Hijo. Esto todavía no se ha manifestado. “Cuando se manifieste, dice san Juan, seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es”. Es esta una expresión muy audaz. Verle tal cual es supone en nosotros una nueva capacidad divina. Crea en nosotros cierta semejanza  con él. Ser capaz de conocerle a él en su verdadera intimidad lleva consigo una fuerza divina que nos habilita para correalizar su misma vida y felicidad. Es él quien nos adentra en su intimidad. “Ver a Dios” es una expresión muy audaz que supone una verdadera transformación del hombre. Son los limpios de corazón, los que no se han manchado con la limitación de este mundo y son libres ante Dios.

               La verdadera santidad consiste en el espíritu de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas son la riqueza del alma de Cristo, su conciencia  y sentimientos entrando en el corazón del hombre y tomándolo por completo. Son la mirada de Jesús entrando en nosotros para que veamos y amemos con él. No se reducen a la simple evitación del mal, ni consisten en la correcta ejecución externa de la ley externa. Jesús, en lugar de publicar leyes, habla del resultado del don de Dios. Habla de lo que le pasa al hombre cuando es tomado por Dios.

               Jesús, al exponer las bienaventuranzas, no aparece como un maestro, sino como un testigo de las mismas. Son su propia experiencia personal. Revelan su intimidad, su forma de ser y de actuar. Son su biografía espiritual y psicológica, la filiación divina vivida en su condición terrena. Jesús es un hombre que actúa divinamente porque es Dios.

               La santidad cristiana tiene una vertiente divina y otra humana. Nos diviniza y nos humaniza a la vez. En las manos de Dios el hombre es creado como imagen de Dios. Dios ha querido crear en él un ser finito, pero llamado a la infinitud. Lo que el hombre es por creación no le basta para llegar a ser lo que debe ser según el proyecto del Creador. Dios quiere colmar infinitamente al hombre. Y a ello obedece la encarnación de Cristo. En el orden histórico concreto la humanidad entera está modelada cristológicamente desde su mismo origen. El motivo y  destino de su encarnación es “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”. Nadie como Juan habla tan bien de la trascendencia de Cristo. Y si lo hace así es para poder resaltar su  inmanencia en nosotros. Cristo prolonga en nosotros al Padre y su acción engendradora y prolonga el Espíritu Santo como principio de santificación. De esta forma nos hace partícipes de la divina naturaleza. El Hijo en nosotros significa la garantía de que, al estar para siempre con nosotros, Dios siempre estará a nuestro lado, y jamás nos abandonará. Pero Cristo, además, nos humaniza. Nos enseña a ser hombres. Cristo representa en maravilloso misterio de un Dios encarnado en el hombre Jesús. Jesús es un Dios humano, un hombre verdaderamente divino. Quienes estuvieron con él quedaron deslumbrados y le siguieron a vida y muerte. Seguidor de Jesús es aquel que humaniza la vida y las circunstancias importantes de la vida. Jesús vivió dos acontecimientos clave que son de vital importancia para la vida de los cristianos, para lograr la meta de la santidad. Son la Cruz y la Cena. La cruz significa que amó hasta el límite en el contexto de la dificultad. Llevó el amor al extremo donde los hombres solemos dejar de amar. Y la Cena significa la actitud de hacer a cuantos nos rodean comensales de nuestra vida, de nuestros valores, de nuestro amor y entrega ilimitados. Cristo nos enseñó y nos mandó amar siempre e ilimitadamente. Y en esto radica la verdadera santidad.

               Que los santos de Dios, en especial quienes estuvieron ligados a nuestras vidas,  nuestros padres, abuelos, hermanos, intercedan por nosotros para que un día, como ellos, también nosotros constituyamos la verdadera familia de Dios.

 

                                                                            Francisco Martínez

 

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