Lecturas
Isaías 32, 7-10 – Salmo 97 – Hebreos 1, 1-6
Juan 1, 1-18
Comentario
Y EL VERBO SE HIZO CARNE
Navidad 2017
Hoy es Navidad. Hermanos, ¡felicidades!, porque la Navidad representa una cima y techo de la dignidad del hombre, muy por encima de lo que se podría soñar e imaginar. La Navidad, en su fondo, es el más impresionante descenso de Dios hasta el hombre y en favor del hombre. Si Dios viene y desciende, es para elevar al hombre a la misma condición divina. Dios se hace hombre para hacer al hombre Dios y partícipe de la divina naturaleza. La navidad de Jesús ha impactado fuertemente a la humanidad. En la piedad y la mística, en la literatura, en el arte y en la reflexión teológica es un hecho que funde el cielo y la tierra. Afecta profundamente sobre todo a la identidad del hombre que, gracias a la encarnación de Cristo, ha de ser siempre valorado en su vinculación a Dios. “Dios se ha hecho hombre, dice san Ireneo, para que el hombre llegue a ser Dios”. El Hombre-Dios es la obra cumbre y perfecta, un sueño ideal cumplido, la realidad vértice de la historia del universo. Ya no habrá suceso más grande. Fue en Asís donde los belenes, gracias a la piadosa inspiración de san Francisco, adquirieron una belleza y una generalización extraordinaria.
En la primera Navidad un niño fue constituido Dios. Un Dios con nosotros y para nosotros. Nada tan seductor como un niño. La lección es evidente. Es presencia y promesa, presente y futuro. Dios ama al hombre y quiere vivir familiarmente con él y como él. Se ha hecho hombre para siempre con los hombres y para los hombres. Dios ha querido estar cercano al hombre. Y ha querido verse él mismo, amarse él mismo, en los hombres. En medio de tanta fiesta y alegría, hoy la liturgia pone ante nuestros ojos la verdadera dimensión del hecho de Navidad recordándonos el prólogo solemne y trascendente del evangelio de san Juan. Ese niño que ha nacido entre nosotros y para nosotros es el mismo Hijo de Dios. Juan proclama que el Verbo Eterno, sin dejar de ser él mismo, se hace carne por nosotros.
San Juan nos dice que “En el principio era el Verbo… y el Verbo era Dios”. El Verbo es igual al Padre. “El Padre y yo somos una misma cosa” (Jn 10,30). Depende del Padre en virtud de la generación. No tiene el ser causado o creado, sino comunicado por el Padre. Cuando el Verbo se encarna, su humanidad es asociada a la persona del Verbo eterno y sigue siendo el “Unigénito del Padre”. Esto es admirable. En Cristo, un hombre es personalmente Dios. Y el Verbo es personalmente hombre. Viene del Padre y, en su vida, se siente atraído y ocupado por el Padre. Nunca cumple su voluntad, sino la del Padre. Al nacer, se apropió del mal de todos los hombres, de todos sus pecados. Asumió del todo nuestra condición pecadora. Donde había pecado puso amor. Donde había maldición puso bendición. La cruz, en su significado y realización profunda, representa el gran retorno al Padre, el de Jesús y el nuestro, puesto que él murió por nosotros. Jesús vivió la cruz como experiencia de la suprema afirmación de Dios por encima de las dificultades de la vida. Aprendió sufriendo a obedecer, a ser fiel. Soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia. Su opción radical y absoluta fue el Padre. La vida y muerte de Jesús fue la afirmación absoluta del Padre desde todas las situaciones posibles de la vida. Donde el hombre cae y peca Jesús obedeció y se sometió. Y nos enseñó el camino. La cruz fue la máxima afirmación del Padre, el retorno radical a él. Se anonadó a sí mismo y el amor al Padre fue superior a todas las situaciones y sentimientos humanos. Su resurrección fue la nuestra. Resucitó por nosotros y para nosotros. Él se constituyó tipo y cabeza de la nueva humanidad. Resucitado él, sopló sobre sus discípulos su vida nueva, su Espíritu, y se constituyó cabeza gloriosa de los hombres. La Pascua de Cristo es la vida de la Iglesia. El Cristo celeste y resucitado vive animando y vivificando la Iglesia. La Iglesia terrena no es sino la prolongación del Cristo viviente en los cielos. Es “una cosa en Cristo”, “la plenitud de Cristo”, “el Cuerpo de Cristo”.
La encarnación y nacimiento humano de Cristo es la renovación del cosmos y de la humanidad entera. El Verbo, al unirse a una carne, asume las profundidades de la creación entera e inaugura un universo nuevo. Es el nuevo Adán. Su nacimiento es el comienzo de la novedad última y decisiva. “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Él es plenitud y renovación definitiva. En él, dice Pablo, “nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos, hacer que todas las cosas tengan a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,9-10).
La venida de Cristo al mundo y a nuestra vida personal es el suceso más grande de la historia. Pero se malogra toda su eficacia y realismo cuando solo tenemos de él un cocimiento meramente informativo, o lo reducimos a su resonancia meramente cultural. La encarnación de Cristo es la gran corazonada del Padre y es preciso llegar a conocerla con el corazón. Conocer solo informativamente a Cristo no es conocerle. Hay un conocimiento que afecta a la totalidad de la persona, a la mente y al corazón. Sale de lo íntimo de la persona y penetra en lo íntimo de la persona de Cristo. Se trata de una sabiduría o penetración afectiva en el evangelio como biografía y presencia viva de Jesús, asumiendo como propios su mensaje, sus valores, sus preocupaciones. Este conocimiento afectivo llega a ser una experiencia gozosa cuando Dios ilumina y mueve en directo creando connaturalidad, fidelidad, sintonía, emoción. Es la obra propia del Espíritu Santo con personas que tienen hambre de Dios y buscan caminos de formación y de oración. Hay un conocimiento de Dios que es obra directa de Dios, que obra iluminando frecuentemente al hombre, bien con él, bien sin él, por pura graciosidad. Es iluminación de Dios, toque divino, o también impulso dado al corazón. Jesús se estremeció de gozo ante el hecho de este conocimiento superior que el Padre otorga a lo sencillos. Es un conocimiento que tiene mucho más de afecto y entusiasmo que de noticia. Es una experiencia y vivencia intensa y motivadora, que genera un interés sincero, una oración veraz, una influencia divina acogida y sentida. La encarnación y nacimiento de Jesús son portadores de luz y de entusiasmo cuando estos hechos llegan a ser conocidos en su pureza y radicalidad original, en su significado profundo. Quien llega a amar entiende mejor la obra de Dios. Entiende y comprende muchas cosas con el corazón. Que Dios mismo se ha hecho misericordiosamente presente en la historia. Que se hace carne por nosotros y con nosotros. Que nos ama en serio y que se entrega él mismo hasta el extremo. Que quiere revelarnos y darnos su intimidad profunda. Que Dios, en Cristo, se hace solidario de nuestro mal, y nos redime haciéndose víctima por nosotros. Que Dios en Cristo ha dignificado la condición humana elevándola al rango de Dios. Que todo hombre, en Cristo, tiene dignidad divina. Que con la Navidad se han roto todas las fronteras y todos somos hermanos de todos, aun de los alejados y enemigos. Que Dios es nuestra Luz, toda nuestra Luz. Que es nuestra paz y nuestra reconciliación universal. Que viene a darnos la alegría absoluta y radical. Cuando vemos que Dios, en Cristo, ha consagrado la vida humana entera, y se ha hecho cercanía y luz para que veamos la luz en su propia Luz. Que debemos caminar en la novedad de vida y trabajar siempre por la paz, con sentido preferencial por los más pobres.
Hermanos: santa y dichosa Navidad. Que Jesús haga su Navidad en nosotros y que nosotros seamos navidad de Jesús para los demás.
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
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