Lecturas
2ª Samuel 7, 1- 5.8b-12.14a-16 – Salmo 88 –
Romanos 16, 25-27 – Lucas 1. 26-38
Comentario
CONCEBIRÁS EN TU VIENTRE Y DARÁS A LUZ UN HIJO
2017 4º Domingo de Adviento
Es inminente la Navidad. Dios viene a nuestras vidas y esta venida coincide con el sentido profundo y último de nuestra existencia. Nos otorga una identidad divina. Es preciso avivar nuestra fe, porque la fe, cuando es verdadera, realiza lo que cree. Cuando un cristiano es auténtico la Navidad social no fagocita la Navidad de la fe.
En la inminencia de la Navidad, María es verdadero modelo creyente que atrae a Dios a su seno y nos enseña cómo debemos acogerlo nosotros. El evangelio de hoy constituye un relato de vocación. La de María y, también, la de cada uno de nosotros.
Dios llama siempre a cosas trascendentes. Llama a María para la realización cumbre de la historia humana. Solo el Espíritu Santo es capaz de unir a Dios y al hombre en una sola persona. El Hombre Dios es la obra perfecta de Dios en todos los tiempos. Dos verdaderas naturalezas, divina una y otra humana, fundidas en una única persona, es la máxima maravilla de Dios. Es un admirable misterio. En Cristo, los actos personales y divinos de Dios son actos verdaderamente humanos. Y sus actos humanos son verdaderamente divinos. En Cristo Dios hay una experiencia verdaderamente humana y en Cristo hombre hay una experiencia verdaderamente divina. El Espíritu Santo es capaz de unir a Dios y al hombre en una misma persona. Y si puede hacer esto ¿qué no podrá hacer con nosotros cuando nosotros somos la causa y fin de la encarnación de Dios? Se habla mucho de moral. Nos tenemos por “buenos”. Pero en la fe cristiana lo importante no es la parte del hombre, sino la iniciativa y la autoría de Dios. El destino de la encarnación de Dios es todo hombre. La encarnación de Dios no se detiene en el hombre Jesús. Nos alcanza a todos. El hombre, cada hombre, todos los hombres somos el destino de la encarnación de Dios. Dios, ya antes de la creación del mundo, nos dice Pablo, nos eligió en Cristo para que recibiéramos la filiación divina gracias a Cristo. Estamos elegidos, predestinados, amados en él y él es nuestra meta y nuestra consistencia.
El evangelio de hoy nos dice que la iniciativa es siempre de Dios. Suele haber en nosotros una actitud muy corriente según la cual nosotros, los creyentes, nos atribuimos la autoría de la vida cristiana. Se inculca tanto la necesidad de esforzarse, de comprometerse, que apenas queda espacio para considerar la parte de Dios que es fundamental. El orgulloso pretende, todavía peor, que todo es suyo. La verdad de fondo de Pablo en su carta a los romanos y a los gálatas es que lo que nos hace verdaderamente justos no son nuestras obras, sino la fe en Jesucristo. Jesús lo dijo tajantemente: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). De principio al fin de la Revelación sobresale una afirmación constante: la grandeza de la pequeñez, de la humildad evangélica. Lo que agrada y atrae de María a Dios es su pequeñez. Dice: “¿Cómo puede ser eso?”, “He aquí la esclava del Señor”, “El Poderoso ha hecho obras grandes en mi”. Esta es la confesión de María. Para María, su grandeza es Dios, el proyecto divino sobre María. María, aun siendo madre de Dios, no se apropia el poder de Dios. Nuestra grandeza son nuestros propios límites. Confesar a Dios es tener en cuenta su omnipotencia. No hay nada tan repugnante como el orgullo de los orgullosos. No tienen nada, solo su propia mentira. El humilde tiene a Dios, mientras que el orgulloso ni siquiera se tiene a sí mismo. Dios siempre elige lo pequeño para que se vea mejor su obra. La confesión humilde de la propia pequeñez es la mejor confesión de fe de la grandeza de Dios. La grandeza de los pequeños es Dios, no ellos. Dios llama siempre a obras que superan la capacidad del hombre, y ante el temor de los llamados, Dios siempre contesta de la misma manera: “No temas, yo estoy contigo”. A María le dice el ángel: “El Espíritu de Dios te cobijará bajo su sombra”. La maternidad divina supone una aportación de María verdaderamente singular. Se es madre ofreciendo las propias entrañas. Nada hay tan propio y singular en un hijo como su madre. No hay hijo sin madre. La madre es la máxima relación humana. Ser madre es ser principio de vida. María le dio a Jesús su propia carne, su misma vida, su educación, su espiritualidad. La carne de María es la de Jesús. Pero María tiene las ideas claras. La intervención de Dios en ella es fundamental. María es madre porque Dios interviene. No hay intervención del hombre. Todo viene directamente del Espíritu Santo. Lucas tiene interés en destacar que el resultado de la encarnación es obra exclusiva de Dios.
La primera lectura, del Libro segundo de Samuel, confirma la primacía de la intervención de Dios. David quiere dedicar al Señor un templo. Ha conseguido un reino extenso, ha pacificado las fronteras, el arca viajaba con el pueblo, pero el pueblo carecía de templo. Y David quiere construirlo. Pero el profeta Datán interviene en nombre de Dios: Dios le promete una gran dinastía, pero no construir un templo. Lo hará Salomón. La gran profecía es que Dios enviará un descendiente de la casa de David. Será Cristo. Pablo nos dice en la carta a los Romanos que “este es el gran misterio mantenido en secreto durante los siglos y manifestado ahora en la encarnación del Hijo de Dios.
El gran don de María fue el Hijo, Jesús. Y es también nuestro gran don. La verdadera Navidad no es el ambiente social de la Navidad, o su reflejo cultural entre nosotros. Dios, por Cristo, entra en la historia de cada día, viene cada día a nosotros. Y entra en nosotros en la medida de nuestra fe, de nuestra receptividad honesta y sincera.
Cristo vino históricamente a Palestina, ayer, nacido de las entrañas de María. Vivió históricamente, anunció su mensaje, fue visto, palpado y acompañado por sus discípulos, murió, resucitó y ascendió a los cielos. Pero hay otra venida muy real, más íntima, de Cristo, no como historia, sino como misterio, que nos afecta hoy a nosotros, mediante la cual el Cristo glorioso y viviente hoy en los cielos está viniendo ahora a nosotros, cada día, en todo lugar, mediante su propio Espíritu. La gran desventura es la consideración exclusiva de su venida histórica en detrimento de esta venida suya misteriosa hoy y permanentemente, a cada uno de nosotros. Cristo no es pasado, sino un presente vivo y perenne. No es Dios de muertos, sino de vivos. Viene no en su carnosidad temporal visible, sino como Espíritu vivificante. La visión pobre de muchos, la mayoría, es ver solo al Cristo de ayer en Palestina como pagador moral de nuestra deuda y pecado y relacionarse ahora solo moralmente con él. Es ver solo los efectos y resultados de aquella redención de ayer. Sin embargo, los Sinópticos no se proponen hacer simplemente una historia biográfica de aquel Jesús de Palestina: hablan del Padre común que ahora nos está asociando a todos a su mismo Hijo y a sus mismos sentimientos de forma tan estrecha que estamos ya estrechamente identificados con él: “lo que a estos hicisteis a mí lo hicisteis” (Mt 25,40). Pablo habla de nosotros como del cuerpo místico de Cristo. El bautismo (1 Cor 12,13) y la Eucaristía (1 Cor 10,17-18) nos hacen su mismo y verdadero cuerpo. Somos él. Juan habla de la permanencia de Cristo dentro de nosotros, como la cepa y los pámpanos, en la que somos amados en el mismo amor con el que el Padre ama a su Hijo (Jn 17,23.26). Este es el mensaje cristiano de estos días. La Navidad no es puro recuerdo del ayer. Contiene la realidad que conmemora. Cristo que vino ayer al mundo sigue viniendo él mismo a cada uno de nosotros en el realismo del pan comido y de la palabra asumida. Preparemos la venida del Señor. Y que él permanezca en nuestras vidas.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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