Lecturas
Deuteronomio 30, 10-14 – Salmo 68 – Colosenses 1, 15-20
Lucas 110, 25-37 : En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». El respondió: «“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza” y con toda tu mente. Y “a tu prójimo como a ti mismo”». Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?». Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».
Comentario
¿QUIÉN ES MI PRÓJIMO?
2019, 15º Domingo ordinario
Es muy afortunado aquel cristiano que ha madurado el hábito de la acogida atenta del evangelio de la misa, cada domingo, en la convicción de fe de que es Dios mismo quien le habla. Es este un suceso dichoso que se advierte. Un axioma explícito y constante en la enseñanza unánime del magisterio y en la vivencia de fe de las comunidades, es que en la asamblea dominical “Cristo mismo habla hoy”. Jesús aseguró “Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”. La proclamación del evangelio dominical es, seguro, lo más específico y denso de la fe cristiana. En el evangelio de hoy un maestro de la Ley pregunta a Jesús qué debe hacer para “heredar la vida eterna”. Pregunta fundamental. Pues a ello se ordena la proclamación del evangelio que solemos hacer en nuestras asambleas. Convendría que, nos habituemos al pensamiento de que es rumiando en profundidad los evangelios dominicales, cómo nos encaminamos más certeramente a la salvación. No podemos escucharnos solo a nosotros mismos. Escuchar permanentemente a Jesús es la forma más segura de seguirle y de realizarnos. Jesús señala frecuentemente el contraste existente entre la gente sencilla, que le escucha, y los que se tienen por sabios y entendidos, que le rechazan. La gente sencilla le entiende, pero los sabios andan en polémica con él porque les hace ver las sombras en el desarrollo de su función. Cuenta Lucas que un jurista quiere poner a prueba ante la gente a Jesús y le pregunta qué tiene que hacer para heredar la vida eterna. Dada la intención polémica del erudito, Jesús pasa al contraataque y le devuelve la pregunta diciendo “¿qué lees en la ley?”. El jurista responde señalando los dos mandamientos fundamentales judíos: el que se refiere a Dios, de amarle sobre todas las cosas, según el Deuteronomio, y el que se refiere al prójimo, del Código de la Santidad, en el Levítico, que inculca el amor al prójimo, es decir, al compatriota, a sus paisanos, los israelitas. La conclusión es que los dos amores son lo más importante y van unidos. Pero lo que flota en el ambiente de la discusión es que para los judíos, el prójimo son solo los compatriotas, sus paisanos, no los paganos. De ninguna forma los enemigos. Es un pensamiento unánime. El jurista, queriendo justificarse, sigue preguntando a Jesús: “¿quién es mi prójimo?”. Jesús responde con una narración, una de sus parábolas más bellas, que provoca escalofrío en los oyentes, en el pueblo sencillo que le escucha, y también en los juristas porque les rompe el esquema de la opinión general. Jesús deja manifiesta la inmensa diferencia con sus rivales y la singularidad única de su mensaje personal. Habla de un hombre que cae en manos de unos bandidos cuando se dirige de Jericó a Jerusalén. Entre las dos poblaciones había veintiocho kilómetros de pasajes desérticos y pedregosos. Le arrancaron la ropa y lo dejaron con aspecto de muerto. Un sacerdote y un levita, representantes de la elite religiosa judía, pasaron de largo junto a él para no contaminase, según la ley, al tratarse de un muerto aparente. Pasó también un samaritano, un miembro vulgar del pueblo enemigo, le entró lástima, y al contrario, lo atendió, lo cargó en su cabalgadura y lo llevó a la posada pagando dos denarios de plata por el buen trato y diciendo que a su regreso pagaría lo necesario. Metámonos dentro de la escena, de la intención de Jesús hablando, y de la reacción del pueblo escuchando. Circunstancias singulares condicionaban la buena inteligencia de la parábola. Jesús se sitúa en el punto candente de su mensaje personal y provoca en sus oyentes la vivencia de un choque dramático, insólito. Sacerdotes y levitas representaban entonces el vértice de consideración social en la sociedad judía de Palestina. Vivían dedicados al culto del templo. El viajante herido, en su apariencia de muerto, no podía ser tocado por nadie, y menos por personas sagradas dedicadas al culto puesto que incurrían en impureza ritual. Judíos y samaritanos no se trataban. Eran enemigos. Estos detalles golpeaban la sensibilidad de los oyentes. El contraste entre el sacerdote y el levita, cerrados al buen amor, por un lado, y el samaritano, solidario y caritativo, por otro, provocaba una fuerte disonancia sentimental en los oyentes. Un judío corriente no podría poner en parangón a estos personajes tan opuestos, ni siquiera para mencionar el nombre de samaritano. Por eso el mismo jurista no alude al samaritano en su plausible ejemplaridad, sino que cuando Jesús pregunta quién hizo de prójimo, contesta de modo indeterminado “el que tuvo compasión de él”. Para Jesús, y ante el asombro de sus oyentes, quienes representan lo mejor del judaísmo, no cumplen la ley, y sin embargo, el enemigo la cumple ejemplarmente. El hombre herido fue prójimo para el buen samaritano, pero no para el sacerdote ni el levita que pasaron ajenos y desentendidos. Para Jesús, la caridad solidaria nos obliga en relación con todos, enemigos incluidos. Prójimo no son solo los míos, los parientes y compatriotas, sino también aquel que tiene necesidad, sea amigo o enemigo. Y estamos obligados a ello, pues quien tiene a Dios y el amor de Dios, no hace distinción entre buenos y malos. Tener a Dios, tener el amor de Dios, significa dar ese mismo amor a todos sin distinción. No darlo es señal de que no se tiene. Es imposible tener a Dios y no amar a los demás Y es imposible no tener a Dios y amar. Este evangelio afecta sobremanera a nuestra sociedad actual. Hoy se habla más que nunca de “tolerancia cero”. Sin embargo, y sobre todo en la Iglesia, si queremos leer bien el evangelio, habría que hablar mucho más, y más en alto, de Misericordia diez. La sociedad actual, y los mismos responsables morales, hablan hoy con tono apocalíptico, de justicia, de restaurar y reparar el orden, de castigos e inhabilitaciones perpetuas. Y ciertamente la sociedad actual, en especial quienes administran justicia, debe observar una justicia proporcional ante los delitos cometidos. La misma Iglesia debe cooperar con el orden civil, denunciando, condenando, sobre todo cuando se trata de delitos horribles contra inocentes. Pero la Iglesia y los cristianos deben manifestar bastante más preocupación por la reeducación y sanación de muchos sujetos, enfermos por culpa de la misma sociedad que hoy castiga y condena. Y, ante todo, en este momento concreto, la Iglesia tiene el deber evangélico de proclamar sin complejos sociales que la última palabra de Dios, y por lo tanto la de los cristianos, es siempre la misericordia y el perdón, incluso en el caso de los ofendidos. La justa reparación obliga a todos. Y la misericordia, la no eternización del pecado y de la miseria, también. No hay pecado que no haya sido redimido por Cristo. El evangelio del perdón de los enemigos, del respeto y misericordia ante los que tenemos por rivales, nos afecta a todos. Nuestra sociedad actual es una auténtica charanga de insulto y crispación, de calumnia, de detracción y chismorreo, de exclusión social de los otros, de expresiones negativas y destructivas en el mundo de la política, de los Medios, de injusticia social en el terreno laboral y económico, de oposición por sistema, de descalificación de los que detentan la responsabilidad. Hoy se practica de forma generalizada un continuo atentado xenófobo contra el sangrante mundo de la emigración, del paro y de los sin techo. Nuestras mismas relaciones personales están plagadas de frialdad, de distancia, de omisión del amor y de la consideración. Nuestro mundo es un amplio campo donde podemos y debemos practicar la misericordia. Dar amor es tener amor. La misericordia nos da mucho más de lo que nosotros damos. El supremo mal del mundo no es solo la carencia de bienes materiales, sino la carencia de amor. Lo dice Jesús. Dar y darse es ganar y poseer. Dios nos dé su buen amor.
Francisco Martínez
www.centroberit.com – E-mail:berit@centroberit.com
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