Lecturas
Levítico 13.1-3-44-46 – Salmo 31 – 1ªCorintios 10, 31 – 11,1
Marcos 1 40-45
Comentario
LA LEPRA SE LE QUITÓ Y QUEDÓ LIMPIO
2018, 6º Domingo ordinario
Marcos nos acaba de describir a Jesús curando a un leproso. Con este gesto inicia su vida pública y nos abre sendas de sentido y de orientación. Enseguida advertimos novedades muy importantes. Primero, la actitud decidida y prioritaria de Jesús contra el mal en todas sus formas: el pecado, la enfermedad, la pobreza, la posesión diabólica, la exclusión. No son castigo de Dios, sino males evitables en el hombre. Jesús, tocando y curando a un leproso, se opone osadamente a la mentalidad de los escribas que, en nombre de la ley, enseñan normas que no favorecen al hombre y lo dejan postrado en su miseria y sufrimiento. Jesús actúa de forma provocadora, pues al curar a un leproso le toca físicamente para curarle, en contra del complejo código de pureza de las leyes expresadas en el libro del Levítico que prohibían tocar a leprosos, a mujeres en su menstruación o a cadáveres. Jesús incumple atrevidamente también otras normas establecidas: no practica las abluciones prescritas, come con recaudadores de impuestos y con pecadores, e incluso declara puros todos los alimentos. Lucha contra una noción de pureza reducida a algo puramente externo, la cuestiona e incluso la desautoriza, y pone, por encima de todo, la fe y el amor. Es algo absolutamente distinto y nuevo. Es un nuevo modo de proceder que supone una nueva mentalidad.
LA RELECTURA DEL EVANGELIO HOY Y LOS NUEVOS LEPROSOS
Miremos a Jesús curando a un leproso y ahondemos en su significación. Este evangelio es verdadera palabra de Dios dirigida hoy a nosotros, los que participamos en esta eucaristía. La fe de la Iglesia de todos los tiempos testifica que cuando se proclama el evangelio en las asambleas, “Cristo mismo habla”. Dios no es Dios de muertos sino de vivos. La palabra de Dios no es congelable, ni está conservada en ningún depósito como el agua en grandes estancamientos. La relectura que hoy hacemos es revelación. Al sentido literal del relato histórico de aquel leproso de los tiempos de Jesús, sigue el sentido actual, pleno, espiritual y contemporáneo de la palabra de Dios que nos invita ahora a nosotros a descubrir los leprosos actuales que existen cerca de nosotros, incluso que nosotros contagiamos, y a “tocarlos” directa y amorosamente provocando la curación. No sabemos si el evangelio habla de verdadera lepra o de una enfermedad de la piel, tan frecuente en el Israel de ayer. Pero ciertamente el enfermo del evangelio padecía de una terrible lepra social y religiosa al estar cruelmente excluido de la convivencia, pues la ley le obligaba a vivir a distancia, y no podía ni tocar ni ser tocado por nadie so pena de incurrir, unos y otros, en impureza legal.
No afrontar curativamente el mal, no “tocar” a los otros en lo concreto de su sufrimiento, mantener una actitud de inhibición y de fuga, de frialdad e indiferencia ante el mal del mundo y del hombre, empobrecen nuestras comunidades y proyectos apostólicos, bloquean la evangelización y son causa importante del alejamiento de la fe de muchos de nuestros contemporáneos. La crisis de fe no la crean los que se van, sino los que ahuyentan debido a la insuficiencia de ejemplaridad y de testimonio. No saber “tocar” el mal, inhibirse, desentenderse es pecado grave y causa lamentable de exclusión y de fuga.
En nuestro mundo el número de excluidos reales es enorme. Y lo peor: los excluimos nosotros. Y esta exclusión es verdadera lepra psicológica, moral y social. Están los excluidos del dinero y de la riqueza material, los verdaderamente pobres que apenas pueden comer y cubrir necesidades mínimas; los excluidos de la cultura que ven impedidos o limitados sus conocimientos mínimos para vivir con suficiencia y dignidad; los excluidos sociales que carecen de la posibilidad de pensar y decidir por su cuenta porque otros piensan y deciden por ellos; los excluidos que producen los movimientos separatistas que descartan a muchos, propios y extraños, sin piedad ni consideración. Están los marginados de cualquier clase, por culpabilidad propia o sin ella, que porque obraron alguna vez con debilidad, son repudiados sin compasión y condenados para siempre, en nombre de una ambigua “tolerancia cero” que, en lugar de educar e iniciar, juzga erróneamente que los hombres, todos, han de ser impecantes, que ve solo el pecado de unos pero no los propios ni el de otros muchos, que decide que hay hombres basura a los que hay que arrojar y desechar. Abundan los que practican una exclusión radical que siempre condena y descarta, pues no cree en la sanación, en la liberación y recuperación. En la familia, en la comunidad eclesial y en la sociedad, practicamos la inhibición, la fuga y la evasión porque vemos manchas en los otros, las tengan o no, y hemos decidido que no nos gustan, los creemos siempre diferentes a nosotros, y nos negamos a “tocar” sus negatividades, reales o supuestas. Preferimos nuestra individualidad y soledad, que creemos pura y superior, a la solidaridad social, profesional o eclesial. Juzgamos y condenamos en lugar de “tocar” el mal con entrañas de amor, como Jesús. Hablamos de los que se alejan voluntariamente de la fe y no pensamos en los que nosotros expulsamos de la fe y de la misión porque no somos solidarios y sanadores. No estamos convencidos de que los alejados son los preferentes y que para cambiarlos, primero hay que amarlos, y amarlos sin restricciones ni condiciones. Dios nos sitúa ante el mal para que lo eliminemos, pone ante nosotros las manchas para que las limpiemos. Es un absoluto evangélico. Nos regimos por la ley antigua del talión, ojo por ojo, amigo de los amigos, enemigo de los enemigos, porque el evangelio no ha entrado del todo en nosotros y porque no hemos asimilado el principio de Jesús de amar a todos, de tener compasión de los que sufren, de perdonar a los enemigos, de no condicionar nuestro apostolado a las dificultades del ambiente o a los pecados y defectos de los demás. En la misma Iglesia distinguimos y separamos convocando a la confianza y a la amistad, a la responsabilidad del apostolado, a los que nos han caído en gracia, a los que nos gustan y halagan, a los que tienen mentalidad conservadora o progresista, según nuestro antojo, y etiquetamos de inservibles a muchas personas útiles y provechosas al evangelio y a los hombres de hoy. En nombre de Dios, distinguimos, separamos, excluimos.
El problema principal de la Iglesia actual es que no tocamos, como Jesús, sanadoramente el mal de los que sufren, bloqueamos en la creencia de que son ellos los que tienen la culpa, y pensamos que, además de hacer el mal, son malos. No hemos llegado a madurar la idea de que sanar el mal, eliminar el sufrimiento, el de todos, sean o no amigos, pertenece a la faz del cristianismo porque es la primera lección sobre la misión que Jesús da a sus discípulos, a los de ayer y a los de hoy. El cristianismo tiene reservas poderosas, capacidades increíbles, para atraer y convocar, para sanar y liberar, para iluminar y sorprender, para cambiar y transformar. Solo falta que los cristianos creamos en Jesús cuando nos llama a ser testigos suyos.
Que el Señor nos impulse a saber y querer tocar sanadoramente la lepra de nuestro entorno familiar, social y eclesial, y también la de nuestros propios egoísmos para transformarla en misericordia y amor. Que nos mueva a tocar la peste de la frialdad e indiferencia para transformarla en interés y compromiso, la de la distancia e inhibición para cambiarla en presencia y responsabilidad, la de la agresividad y orgullo para convertirla en solidaridad y colaboración.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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