Lecturas
Hechos 2, 1-11 – Salmo 103 – 1ª Corintios 12, 3b-7. 12-13
Secuencia – Juan 20, 19-23: Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Comentario:
PENTECOSTÉS, 2023
La fiesta de Pentecostés afecta hondamente a la misma identidad del hombre. Sin Pentecostés el hombre se reduce a cuerpo y mente. Gracias a Pentecostés el hombre es, en admirable unidad infrangible, es cuerpo, alma y Espíritu Santo. La presencia del Espíritu (con mayúscula) en el interior del hombre crea en él la impronta del espíritu (con minúscula) gracias a lo cual el hombre es ascendido en su condición humana para vivir y actuar en la esfera de lo divino. Gracias al Espíritu el hombre entra en la familia de Dios. El máximo mal del hombre es ignorar su propia identidad, lo que él mismo es por voluntad de Dios. Muchos creyentes de buena voluntad viven atascados históricamente en la creencia de que todo el orden cristiano se reduce a la observancia de la ley. Su máximo peldaño de identidad y de altura consiste en ser solo buenos cumplidores, exactos observantes, de la ley. Hay también no pocos creyentes bloqueados en la idea de que la fe y la vida cristiana no consisten en otra cosa que en el esfuerzo personal, algo que está al alcance de sus manos; no tanto en la iniciativa perenne y divinizadora de Dios. Con lo cual no es de extrañar que, ante esta reducción de la fe, el abandono y la fuga de la práctica religiosa sea un hecho tan difundido.
Jesús, en un momento determinado, dijo a sus discípulos: “Conviene que yo me vaya, de lo contrario no vendrá a vosotros el Consolador”. Estas palabras no se referían a una ausencia suya radical, pues había prometido su presencia perpetua. Y nada deseaba tanto como “permanecer” siempre con los suyos. Jesús quería sustituir su presencia terrena que le situaba en Palestina con los hombres, junto a ellos, por otra presencia misteriosa, singular, única, dentro de cada hombre, como principio y fuente de vida resucitada y divina. Esta presencia denominada mística, es muy real, aunque parezca oculta. Traslada al creyente la vida interior de Cristo, sus sentimientos y actitudes, su mensaje, el amor con el que él mismo ama, y sobre todo su conciencia filial. Vivir en él y vivir él en nosotros representa el hecho vértice del proyecto de Dios sobre el hombre. No existe otro mayor. En ello consiste nuestra verdadera divinización. Pedro habla de nuestra “participación de la Divina Naturaleza”. Juan se centra en nuestra filiación divina fundamentada en la misma filiación personal de Jesús. Somos hijos de Dios en la misma filiación divina de Jesús. En ella participamos del mismo amor que el Padre tiene a su Hijo y del mismo amor del Hijo al Padre. Pablo habla de “nuestra vida en Cristo” o de “nuestra vida en el Espíritu” de Cristo. Jesús habló de una vida homogénea con la suya, como la de los sarmientos y la cepa que producen los mismos frutos. Los Padres de la Iglesia repiten sin reparo expresiones audaces como esta: “en Cristo llegaré a ser Dios”.
Esta comunicación profunda y permanente de Cristo a la Iglesia, su cuerpo místico, tiene como base permanente la mediación siempre en acto de Cristo en favor de su Iglesia. Nada viene del cielo a la tierra, si no es por Cristo. Y nada sube de la tierra al cielo si no es por la mediación permanente de Cristo en favor nuestro. Él es nuestra reconciliación, nuestra salvación y gloria. Jesús nos advirtió “sin mí no podéis hacer nada” 15,3). Con él y en él lo tenemos. Él es nuestra capacidad y nuestra fuerza.
Vivimos una época de frialdad e indiferencia debido a la irrupción del pensamiento ilustrado que quiso trasladar la certeza de Dios al hombre. Declaró que la experiencia y la constatación científica eran la única fuente de certezas del hombre. Sustituyó a Dios por el progreso humano. Esta enorme reducción de hombre y de su destino ha sido una fuente permanente de fracaso y de insatisfacción. Nunca el pensamiento político ha podido ofrecer sentido último u horizonte trascendente. Al mundo le salvará no la filosofía sino la mística. La experiencia mística es la puerta del hombre hacia la trascendencia. Solo Dios puede conducirnos en su propio terreno. Solo él nos da el verdadero amor que da plenitud al hombre. Hasta el presente quien ha reportado más felicidad a la humanidad ha sido sin duda el Dios cristiano.
El hombre, en manos del Espíritu, es una posibilidad infinita. Solo, o por sí mismo, “no puede hacer nada” (Jn 15,5). El hombre, por sí solo, es soledad e impotencia. Su fuerza creadora le viene de un adentro profundo donde mora el Espíritu que es quien en verdad ilumina y mueve. Es su misión. La Revelación, los Padres de la Iglesia, los santos, los escritores nos ofrecen el testimonio unánime y concorde de que las más sublimes experiencias, los más acabados logros son fruto de la acción del Espíritu en el hombre. Lo hace por medio de inspiraciones e impulsos, los mejores de los cuales se realizan en el hombre, pero no por el hombre. El hombre, por sí mismo, piensa y actúa él. Con el Espíritu es iluminado y es movido por Dios con una modalidad divina. Lo esencial siempre viene de él. El Espíritu crea y recrea, renueva y transforma, eleva y diviniza. De él viene la vida y el crecimiento. Frutos suyos son el amor, la alegría, la paz. Él sitúa a Dios cercano. Hace vivo el evangelio. Convierte el pan en el cuerpo de Cristo y el vino en su sangre. Hace de la comunidad humana el cuerpo de Cristo. Él deifica el comportamiento y la convivencia, hace de la dispersión comunidad, y del tiempo vida eterna.
Abrámonos a la acción del Espíritu y pongamos ante él nuestra disposición y sintonía, nuestra capacidad y fidelidad. Digamos con sinceridad y fuerza: “ven, Espíritu Santo, ven”.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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