Lecturas
1ª Samuel 3, 3b-10. 19 – Salmo 39 –
1º Corintios 6, 13c-15a. 17-20
Juan 1, 35-42:
En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: «Éste es el Cordero de Dios.»
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús.
Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: «¿Qué buscáis?»
Ellos le contestaron: «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?»
Él les dijo: «Venid y lo veréis.»
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).»
Y lo llevó a Jesús.
Jesús se le quedó mirando y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro).»
Comentario
VIERON DONDE VIVÍA Y SE QUEDARON CON ÉL
2º Domingo Ordinario
Hemos concluido el tiempo de Navidad y comenzamos el tiempo ordinario. En este domingo la lectura evangélica la tomamos de Juan, dejando para el domingo próximo la lectura de Marcos que es el evangelio propio de este año. El hecho de que los tiempos de Navidad y Pascua sean “tiempos fuertes” no significa que el tiempo llamado “ordinario” sea secundario. Durante el año proclamamos la vida pública entera de Cristo con el fin de que sea para nosotros una realidad no solo conocida, sino vivida. Pablo nos dice hoy que todos formamos el cuerpo místico de Cristo. Este hecho está en el fundamento mismo de la misma vida cristiana. Todos los días celebramos lo que siempre es el misterio central de la fe: la muerte y resurrección del Señor.
Hoy el evangelio nos cuenta la elección de los primeros discípulos por parte de Jesús. Juan Bautista le ve pasar y dice a dos de sus discípulos: “Este es el Cordero de Dios”. Ellos siguieron a Jesús y Jesús les preguntó: “¿qué buscáis?”. Ellos contestaron: “Rabí, ¿dónde vives?”. Él les dijo: “venid y veréis”. Entonces fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él aquel día. Andrés va al encuentro de Pedro y le dice: Hemos encontrado al Mesías”. “Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret”. Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo; ”Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro)”. Los discípulos anuncian a Jesús. Es el Hijo de Dios, lleno de su Espíritu. No anuncian una nueva ley o un nuevo templo, sino una persona que entrega su vida con amor al Padre y, con amor de hermano, a todos los hombres, ofreciéndoles la salvación.
En el evangelio de hoy se observa un dinamismo apasionante entre las personas. Resulta muy llamativo observar la abundancia de términos como ver, fijarse, buscar, seguir, encontrar, pasar a, cambiar, permanecer. El Bautista ve a Jesús, los discípulos de Juan ven a Jesús y le siguen. Jesús les dice. “Venid y veréis”. Ellos fueron “y vieron”. Jesús “se quedó mirando” a Pedro, y le habló. Los discípulos ven, oyen y siguen a Jesús. Las personas que ven no quedan igual, cambian. En el trasfondo de este dinamismo está la llamada y la respuesta, la búsqueda de Dios, el seguimiento de Cristo, el cambio radical de vida, convertirse en seguidor y apóstol.
El tema de fondo de este evangelio es el seguimiento de Jesús. Una vez concluidos los evangelios de la infancia de Jesús, sigue su vida pública comenzando por la elección de discípulos y la exposición del mensaje del reino. La Iglesia ha estimado mucho esta elección y misión que, en el fondo, tiene como realidad profunda que los llamados van a “personalizar” al mismo Jesús. “Quien a vosotros recibe a mí me recibe”, dirá él. Convertirse en apóstol significa, primero, ver, mirar, observar, decidir, cambiar, optar. Y todo ello en el momento, radicalmente. Los discípulos ven y cambian: El Bautista ve natural que, ante Jesús, sus discípulos le abandonen al momento y se vayan tras Jesús. Todo tiene la gracia de un ver claro, rotundo, repentino, un decidirse sin demoras, un seguimiento y un permanecer dichoso y definitivo.
Efectivamente, la vocación cristiana, y la apostólica en consecuencia, es un ver claro que no se da uno a sí mismo. Es una llamada. No es una iniciativa propia, sino una mirada y una llamada verdaderamente personal. No es llamada a una vida estandarizada, en vistas al cumplimiento de un estatuto legal, o de una función social. Alguien nos mira y nos llama. Sentirse mirado por Dios es la mayor fortuna. No haber llegado a sentirse mirado y llamado por Cristo es una desgracia, un mal profundo. Hemos sido ciertamente elegidos, por él y en él antes de la creación del mundo, como nos dice Pablo. La dicha es proporcional a la fe que mueve nuestra vida. Nuestra fe requiere una mirada continua al evangelio, leer, meditar, creer, alegrarnos, gozar. No hay amor entusiasmado donde no hay un conocimiento asiduo y convencido. No conoce bien quien solo está informado. Solo se conoce bien con el corazón. Pero amar supone convivencia, encuentro. Teresa de Jesús nos advierte: “mira que te mira”. Dejarse mirar muchas veces es la condición de un entusiasmo verdadero. Es, también nos dice Teresa, estar muchos ratos con aquel que nos ama.
En el relato evangélico de hoy llama la atención la presteza del seguimiento de los dos primeros discípulos de Jesús. Tan pronto como Juan señala la presencia de Jesús, sus dos discípulos lo dejan todo y le siguen de inmediato. Llama la atención un llamamiento tan espontaneo y radical. Ellos lo ven muy natural y Juan también, aun cuando ello supone el desprendimiento de sus propios discípulos. La vocación de Jesús lo explica todo. Él llama y esto es todo. Es una gran dicha. Quizás a nosotros nos falta descubrir que estar alejados de Dios es estar alejados de nosotros mismos.
Dice el evangelio que Jesús les mostró dónde vivía y ellos, en aquel mismo momento, se quedaron con él. Estar con él: he ahí el gran secreto de la vida cristiana. Hay un estar con él solo en momentos celebrativos en los que es difícil la intimidad y estamos siempre mirando fuera. Es un estar de paréntesis, que comienza y acaba. Un estar con él a ratos. La respuesta a su llamada ha de ser en nosotros una opción fundamental, un estado permanente y creciente de atención y de vida. En la vida eterna “estaremos siempre con él”. Hemos perdido el sentido de lo eterno, de lo fundamental e importante. Lo lamentable es que somos ambiente, no somos nosotros, no somos palabra y vocación acogida y vivida. El retorno, y el establecimiento en la verdad y el amor verdadero, nos son verdaderamente difícil. El problema es que no tenemos Amor, solo tenemos amorcillos. Que no somos Verdad, solo tenemos pequeñas verdades. No tenemos la Fuente, sino pequeños charcos de agua retenida, pero no el Manantial infinito y eterno. No se cumple en nosotros el evangelio de hoy: “ellos vieron donde vivía y se quedaron con él”. Quedarnos con él significa no conformarnos con lo que somos y tenemos. Mantenemos siempre las mismas ideas y dependemos de ellas para toda nuestra vida. Dependemos para todo de nuestra memoria. Pero la memoria no es presente ni futuro. Es pasado, lo viejo de nosotros mismos. No hemos llegado a entender que acercarnos a Dios es ser otro, ser más, ser del todo, entrar en el futuro de la vida eterna.
Somos del Señor y para el Señor. Pablo afirma que hasta nuestros cuerpos son del Señor. No vale dejarse dominar por según qué cosas. Lo esencial en la vida del cristiano es “ser cuerpo de Cristo”. Irse con falsos dioses, la idolatría, según los profetas, es fornicación porque el Señor se ha unido por alianza con su pueblo, pero el pueblo se ha ido con otros dioses. Cristo es nuestra vida. Que él reine en nosotros.
Francisco Martínez
www centroberit.com
e-mail:berit@centroberit.com
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!