Lecturas del Domingo:

Hechos de los Apóstoles (2,1-11)

Sal 103,1ab.24ac.29bc-30.31.34

Corintios (12,3b-7.12-13)

Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-23):

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

 

EL ESPÍRITU SANTO OS RECORDARÁ TODO LO QUE OS HE DICHO

Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, culmina el tiempo pascual. No es una celebración independiente, sino la esencia misma y el colofón de la pascua. Tampoco es propiamente hablando la fiesta del Espíritu Santo, la tercera persona de la Santa Trinidad, pues lo que celebramos es que en todo momento y siempre está viniendo a nosotros. Pentecostés es la presencia permanente y dinámica del Espíritu de Jesús iluminando, impulsando, transformando a sus seguidores para que seamos testimonio vivo del evangelio. Pentecostés es el acontecimiento originario y esencial de la Iglesia. El Espíritu vive y actúa siempre en todos respetando su libertad personal. Esta presencia constituye lo esencial de la vivencia de nuestra fe; pero el Espíritu Santo sigue siendo el gran desconocido para muchos creyentes. 

Vivimos hoy la era de las comunicaciones. Estamos todos conectados. Cuando paseamos por la calle o nos trasladamos en autobuses urbanos, son muchos los que llevan el teléfono pegado al oído, hablando a veces ruidosamente. Muchos de nuestros niños y jóvenes, hasta cuando comen, no dejan el móvil. A pesar de esta hiperconexión exagerada, el hombre actual es pertinaz en su desconexión más lamentable, la que mantiene con el Espíritu Santo. Lo tiene dentro de sí y lo ignora. Está en su casa y no se entera. Y sin embargo, el Espíritu es la gran oportunidad de la existencia del hombre, constituye su máxima dignidad y determina su destino más glorioso. El Espíritu aparece activamente presente en el hecho originario de la creación y en el momento en que nace la Iglesia. Es siempre agente de vida superior, de unidad y concordia en las situaciones de distanciamiento e incomunicación de los pueblos. Hace germinar y florecer los dones naturales y nos capacita para una existencia superior y divina. 

El Espíritu Santo aparece activo en la vida terrena de Jesús como autor de los hechos trascendentales: la encarnación, su investidura y declaración como Mesías e Hijo de Dios, su ofrenda y resurrección, el nacimiento de la Iglesia. El Espíritu es la gran promesa de Jesús. Promete enviarlo al ausentarse él. No se trata de una sustitución, sino de un nuevo modo suyo de presencia y de encarnación, más íntimo y penetrante, y, además, en todos. Al Cristo junto al hombre debía suceder Cristo dentro del hombre. La era de Cristo es la era del Espíritu. El Espíritu hace Pentecostés y es Pentecostés. Crea vocación y convocación. Lo renueva y vivifica todo. Elige apóstoles. Crea concordia, unanimidad y comunión entrañable: “la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus propios bienes, sino que lo tenían todo en común. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ninguna necesidad, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según sus necesidades” (Hch ,4,32-35). Con él Dios se hace cercano, Cristo vive en el presente, el evangelio es palabra viva de Dios, el pan se convierte en el cuerpo de Cristo y el vino en su sangre, con él la Iglesia es Cuerpo místico de Cristo y no una simple organización humana, con él la liturgia es no ya recuerdo del pasado, sino memorial y suceso contemporáneo. Gracias al Espíritu, Cristo vive ofreciéndose en nosotros y se actualizan en nosotros los misterios de su vida.  

Pentecostés es la fiesta de la nueva humanidad. El Espíritu “se une” a nuestro espíritu y “permanece” actuando en nosotros, dentro de nosotros. El creyente, mediante el Espíritu, es insertado en el mundo de Dios y es capacitado para correalizar su vida, su amor, su felicidad. Gracias al Espíritu, Dios es la vocación y el destino del hombre. El Espíritu deifica al hombre. Dios creó al hombre a su imagen, y la imagen reclama ardientemente el modelo. Dios capacita al hombre abriéndole al infinito. Le ha situado en una atmósfera invadida por la gracia, por el deseo profundo e innato de un “siempre más”, de “un más todavía”. El hombre, en su fondo más genuino, es deseo y necesidad. Y llega a ser él mismo solo cuando busca sinceramente a Dios y se orienta a él. Distanciarse de Dios es distanciarse de sí mismo. Solo con Dios y en Dios llega a ser él mismo, porque Dios es lo mejor de él, lo más suyo de lo suyo. El hombre nunca dejará de ser lo que Dios le ha hecho, imagen suya, necesidad de infinito. Y esto solo puede llegar a serlo con la gracia y el poder del Espíritu. Pentecostés es la fiesta del hombre realizado, vencedor, que tiende a su verdadera identidad.    

Pentecostés es la mayor gracia de Dios al hombre, porque la donación de su Espíritu es siempre realidad bienhechora y transformante. El Espíritu es el poder y la fuerza de Dios. Solo con él el hombre correaliza la vida y felicidad divina. Un cristiano que solo vive de referencias externas desconoce el aspecto más glorioso de la fe. Vive fuera de ella. Es una desgracia que el cristiano viva entretenido en cosas que sin Dios ni siquiera existirían. Dios mismo, mediante su Espíritu, habita y actúa en el interior de cada hombre. Le ilumina y mueve desde dentro, desde su propia intimidad. Interviene en la pura receptividad del hombre creando capacidad, fuerza, conocimiento y amor, gozo y paz. A veces siente una fuerza superior que le hace conocer y amar, una fuerza que se realiza en él pero no por él. Él no piensa, es iluminado. No obra, es movido. Siente, a pesar del ambiente de frialdad e indiferencia que domina nuestra época, un impulso de adhesión plena y dichosa para seguir a Dios. Hay en la vida de todo cristiano momentos de luz y de atracción, momentos creativos y natalicios que nos hacen sentir el vacío de una vida vulgar y pedestre, y que avivan los deseos y aspiraciones más nobles. No es algo que nos sucede, sino Alguien que llama e impulsa. 

Pentecostés es la fiesta del hombre inquieto que quiere ser y crecer y siente necesidad y anhelo. Es creador de cercanía y de intimidad, de solidaridad y comunión, de convocación y de amistad creciente, de integración y de participación, de convergencia y convivencia. Nos hace sentir más gusto y atracción por las personas que por las cosas, nos inclina más a darnos que a recibir, más a la solidaridad y responsabilidad que al individualismo y al aislamiento. Pentecostés es invitación y gracia de Dios a la superación y crecimiento, al conocimiento superior y al amor sincero y efectivo, a la convicción de que hacemos algo provechoso no cuando satisfacemos nuestro gusto, sino cuando mejoramos a los demás. 

La necesidad más apremiante de la Iglesia de hoy es la de no retener a los hombres en lo que es pura organización eclesial, sino emplazarlos ante la presencia y acción de aquel magisterio interior y directo del Espíritu que nos conduce al conocimiento de la verdad plena.   

 

Francisco Martínez

berit@centroberit.com

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