Lecturas

Hechos 10, 34a. 37-43  –  Salmo 117  –  Colosenses 3, 1-4

Secuencia  –  Juan  20, 1-9

El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

Comentario:

                           PASCUA DE RESURRECCIÓN, 2022

           Hermanos, ¡Cristo ha resucitado! Es el hecho cumbre de la historia y de la vida de todos y cada uno de nosotros. Lo asombroso del acontecimiento es que, resucitando él, nos está resucitando ya también a nosotros con él.  Esta es la imagen originante y fundamental de la Iglesia: el Cristo celeste y resucitado difundiendo su vida gloriosa a los creyentes. Gracias a Jesucristo, su gloria es nuestra gloria.  ¿Cómo podremos dudar de la inmensa generosidad de Dios cuando en Cristo él nos está anticipando ya los mismos dones definitivos y eternos? Por nosotros ya se encarnó con el fin de estar para  siempre con nosotros. En su encarnación Dios y el hombre han formado para siempre una única, idéntica e indisoluble persona divina y humana. Con esa persona, divina y humana, Jesucristo, formamos ya todos y para siempre un solo cuerpo místico. Por nosotros se hizo eucaristía para ponernos anticipadamente en común-unión con él en cuanto es y tiene. Nos ha trasmitido ya su Espíritu Santo como arras y prenda anticipada y segura de salvación. Con él y en él  anticipamos el cielo. Lo afirma Pablo. “Dios, rico como es en misericordia, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivifico juntamente con Cristo, -por gracia habéis sido salvados- y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús… Habéis sido  salvados  por la gracia mediante la fe” (Ef 2,4s). Para Pablo los dones del cielo se hacen  en Cristo un presente anticipado y seguro. Su gloria es ya la nuestra.

La resurrección de Cristo es el suceso cumbre de la historia universal. Está de forma trascendente en la misma identidad del hombre. El hombre definitivo, en verdad, no nació en el Génesis, sino en el sepulcro de Jesús. Entonces surgió no ya el hombre terrenal, sino el hombre celeste y eterno. Aquel mismo que posee como sobre-alma el Espíritu de Cristo resucitado, animando su vida, comunicándole el conocimiento y el amor característicos de Dios. La resurrección de Jesús hace al hombre divino y eterno. Pero sucede que los cristianos de las últimas generaciones han vivido, están viviendo, el drama de una severa pobreza formativa y espiritual. Y esto explica la gran defección y frialdad de hoy. La causa determinante de este fenómeno viene de un ancestral empobrecimiento de la fe que redujo la imagen de Cristo a la consideración exclusiva de su presencia humana y temporal en Palestina olvidando la grandiosa visión de Juan y de Pablo que nos ofrecen la imagen del Cristo hoy glorioso y resucitado, cabeza vivificante en los cielos de la comunidad cristiana y animador de la vida divina de la comunidad eclesial que peregrina en el tiempo. Como consecuencia de este lamentable reduccionismo, el proceso de divinización del hombre queda reducido a una fría imitación moral, legal y externa, penoso esfuerzo del hombre más que don y gracia de Dios. Se trata de una mutilación espantosa en la que se desvanece la verdadera imagen de Dios y su obra, y solo cuentan el hombre, la moral, y el esfuerzo humano. El magisterio cotidiano de la Iglesia actual, de obispos, sacerdotes y catequistas, debe estar comprometido en un gigantesco esfuerzo histórico de reiniciación para curar hoy la mirada del pueblo de Dios, resituando al Cristo hoy glorioso y celeste como única cabeza y fundamento animador de la vida cristiana en su más imperiosa e impresionante integridad. Obispos y sacerdotes personalizan a Cristo, pero no le sustituyen. Él es celebrante y es también el misterio celebrado. Cristo y su vida es protagonista radical. Y esto han de poder constatarlo todos.  La sana liturgia lleva consigo la absoluta demostración del protagonismo de Cristo y el rechazo de todas las formas de dominación, de fondo y de forma, en la conducción pastoral de la Iglesia.

El pensamiento eje, vertebrador, de la comprensión de la Iglesia es, y no puede ser otro que el Cuerpo glorioso y resucitado del Cristo hoy viviente en los cielos que permanece transmitiendo una corriente de vida resucitada, de gracia y de Espíritu Santo, en favor de la comunidad eclesial animándola, divinizándola. La mayoría de los textos pascuales que hablan de la resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento no se refieren a la resucitación física de su cuerpo, sino a la vivificación espiritual del Cuerpo Místico o comunidad cristiana. Jesús mismo esconde intencionadamente el hecho de su resurrección personal contemplada como simple resucitación de un cadáver y nos dice enfáticamente “Dichosos los que sin ver creen” (Jn 20,29). No es, pues, el retorno a las condiciones de esta existencia terrenal lo que cualifica ahora la resurrección de Jesús. Jesús, al resucitar, pasa a una forma de existencia gloriosa y definitiva junto a Dios y esta nueva vida glorificada se revela ciertamente en la manifestación de acontecimientos sorprendentes en la Iglesia terrena: la irrupción de una poderosa fuerza divina que conmueve y transforma a la comunidad, una experiencia interna e intensa que estremece a todos sus discípulos en el gozo del Espíritu Santo, un nuevo y fascinante estilo de vida de los creyentes que asombra y seduce a todos, la transmisión de un admirable mensaje o revelación testificado, creído, presentado con enorme alegría y coraje.

Pedro, en su primer discurso a los judíos, relaciona la resurrección de Jesús y la venida del Espíritu Santo: ”A este Jesús Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (Hch 2,2-33). Este es precisamente el mensaje de los apóstoles que determina el nacimiento de la primera comunidad cristiana.

Ahora, lo que en realidad mueve a todos es la fe en Jesús resucitado presente en su comunidad y animador de la misma. Es observando la vida cotidiana de los creyentes como todos entienden por qué y para qué ha venido Jesús. Y entienden que Jesús es inseparable de su obra. Jesús ha ido a los cielos pero permanece en los suyos de una forma más penetrante que ayer. Lo aseguró él mismo. Ahora él mismo vive en la comunidad. Ella es ahora el Cuerpo Místico de Cristo. Cristo  vive hoy en el hombre. Cristo es el camino del hombre y el hombre es el camino hacia Cristo. Y todos entienden bien aquello de “lo que a estos hicisteis, a mí lo hicisteis” (Mt 25,40). Gracias al don del Espíritu Santo se anticipa en el hombre la resurrección de Jesús. La máxima urgencia pastoral del momento la formula ya Lucas en el camino de Emaús: “Entonces  se les abrieron los ojos y comprendieron” (Lc 24,31). Quien contemple a Jesús como objeto de la curiosidad terrena, en lugar de verle en la fe, seguirá viendo erróneamente solo al hortelano, a unos vulgares caminantes, a un fantasma. Pero no a él.

La verdad de fondo de la resurrección del Señor es que, resucitando él, nos está ya resucitando a nosotros. Y que los hombres, viéndonos a nosotros le ven a él. Debemos hacer la experiencia de su presencia en nosotros. No es suficiente un Cristo conocido, sino vivido. Una doctrina verdadera se convierte en falsa a causa de la somnolencia y la frialdad. Si no pensamos y creemos, tampoco veremos ni gozaremos. Creer es caminar en la luz. Debemos, todos, proclamar en nuestras vidas que Jesús ha resucitado. Al Cristo proclamado ha de seguir en nosotros el Cristo vivido. Esto reclama amor. Si Dios es amor, resucitar es amar. Y esto es lo que necesita comprender el hombre de todos los tiempos. Para cambiar al hombre, primero hay que amarlo. Si amamos, es que Cristo resucitó.

El Señor nos ayude a lo más maravilloso que puede tener la vida de un creyente: ser testigos luminosos de Jesús resucitado.

Francisco Martínez García

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