Lecturas : Hechos de los Apóstoles 1, 1-11 / Sal 46, 2-3. 6-9 / Efesios 1, 17-23
Evangelio según San Lucas 24, 46-53:
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.
Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que vino de lo alto».
Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo.
Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo.
Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.
SUBIÓ A LOS CIELOS Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS
La Iglesia universal celebra hoy la Ascensión de Jesús a los cielos. Jesús, resucitando de entre los muertos, sube a los cielos, se sienta a la derecha del Padre, y vive intercediendo permanentemente por nosotros, como Mediador siempre en acto, presente en todos y cada uno de nosotros, y derramando en todos el Espíritu Santo. Hablar así comporta un lenguaje más bien simbólico. El cielo no está en un lugar, ni arriba ni abajo. El cielo es Dios y está donde está Dios. Dios es paz, amor y felicidad plena. Es el cielo. Este hecho determina la verdadera imagen de la Iglesia universal, la de todos los tiempos, que no es otra que la del Cristo resucitado, situado junto al Padre, de cuyo cuerpo resucitado y glorioso emana una corriente de vida divina que va alcanzando permanentemente a todos los hombres que, en la tierra, se van trasformando ya en él, paso a paso, conforme obra en todos y en cada uno, el Espíritu de Dios. Esta es exactamente la visión impresionante que nos ofrece hoy la segunda lectura tomada de la carta de Pablo a los Efesios (1), un himno antiquísimo de la Iglesia primitiva, que canta la eterna predestinación en Cristo de todos los creyentes que, desde la eternidad, han sido elegidos en él para alabar y dar gracias a Dios “para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál es la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos”.
Los autores sagrados que relatan la Ascensión lo hacen de distinta manera según conviene al mensaje que dirigen a sus destinatarios. Interpretan, más que narran. Mateo no menciona la Ascensión. Marcos solo la menciona. Lucas habla de la Ascensión como suceso acontecido el mismo día de la resurrección. También Juan la sitúa el mismo día de la Pascua. Lucas, en el libro de los Hechos, la sitúa 40 días después de la pascua. Durante los primeros siglos la iconografía pinta a Jesús saliendo no del sepulcro, sino de los infiernos. El significado es más real. La resurrección y ascensión de Jesús no es un suceso físico, sino la victoria contra el mal total, contra la muerte y el pecado. No se trata de un lugar, sino una situación o estado. El pecado y el mal no son solo de orden biológico, moral y humano, sino también infernal y total. Jesús, resucitando y ascendiendo a los cielos, es el vencedor del mal total del hombre. El texto de Lucas continúa la obra de su evangelio. Pero es un texto que, insisto, interpreta más que narra. No tiene una continuidad narrativa, sino catequética y teológica.
Jesús asciende a los cielos y en ese mismo instante comienza la misión de la Iglesia. Él sigue estando ahora presente en la Iglesia, pero de otro modo. No hay que mirar arriba, o fuera de nosotros, sino en nosotros, dentro de nosotros para verle y entrar en diálogo y comunión con él. Jesús, concluida su vida terrena, asciende a los cielos. Retira de los suyos su visibilidad corporal. Todos los que le siguen deben consentir en su ausencia física creyendo en su presencia misteriosa, según él afirmó: “Dichosos los que sin ver creen”. Ahora está misteriosamente presente en la comunidad, en la proclamación del evangelio y en la comunión del pan, las tres realidades juntas y unidas. Está primero en la comunidad. En el discurso de despedida Jesús pide a sus discípulos apremiantemente “permanecer unidos a él”. Habla de una presencia penetrante, muy real y de una unión y entrañamiento total, como la que existe, según él, en la viña entre el labrador, la cepa y los sarmientos. Se trata de una vida homogénea, divina, que se trasfiere comulgando con su palabra y el pan. Jesús está presente cuando la comunidad se congrega para escuchar las Escrituras santas. La proclamación hace viva y actual su presencia personal. En esa proclamación “Cristo mismo habla hoy”. Y está también presente en el pan partido y compartido. Los discípulos de Jesús deberían no solo saber leer el libro y comer el pan, como aparece obvio, sino también saber leer el pan, o “discernirlo”, como dice Pablo, y comer el libro, las Escrituras, entrañándolos en sus vidas. Pan y palabra son elementos que en tanto sirven en cuanto entran dentro del hombre y lo hacen crecer. Cuando comemos o escuchamos entran dentro y nos fortalecen. Si no entran y se quedan fuera no nos aprovechan para nada.
La celebración de la Ascensión de Cristo a los cielos cuestiona nuestra vida y nos requiere vivir una espiritualidad de ascensión. Ocurre esto cuando vivimos unidos a Cristo y ascendemos con él y hacia él en la vida cotidiana. En Dios no hay nada superior a él. El cielo es él, y, para nosotros, es nuestra cercanía a él. Dios nos ha otorgado ya las últimas realidades en la medida de nuestra transformación en él. “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti y al que enviaste, Jesucristo” (Jn 17,3). Conocer es ser. Somos en la medida en que conocemos. Los cristianos de hoy necesitan una nueva evangelización que valore mucho más la centralidad de la palabra de Dios y de la eucaristía en la vida ordinaria. Ascendemos cuando comulgamos y en la medida en que comulgamos con el pan eucarístico y nos hacemos pan compartido con los demás. Ascendemos en la medida en que amamos. Dios es amor. El cielo es amar. La carne de Cristo es la caridad. Su evangelio son palabras de amor. Amar, y amar sinceramente, es ascender a los cielos. Ascender a los cielos es estar con Dios, es orar de corazón. Quien ora en serio penetra en Dios, está con Dios y mora en él. Orar en serio es emprender el camino de la realización del sentido último de la vida. Es vencer la mediocridad, el distanciamiento, la ausencia, adquirir nuestro verdadero yo, hacernos definitivos. Orar en serio es emprender el camino de la libertad verdadera. Quien hace oración entra en contacto con lo último y decisivo, cambia y se transforma en aquello mismo que ora. Quien ora está con Dios. Y nada hay mejor que él. Ascendemos cuando oramos y amamos. Que el Señor nos ayude.
Francisco Martínez García
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