Lecturas:
Jeremías 17, 5-8 – Salmo 1 – 1ª Corintios 15, 12. 16-20
Lucas 6, 17. 20-26: En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: «Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacian vuestros padres con los falsos profetas.»
Comentario:
BIENAVENTURADOS LOS POBRES
¡AY DE VOSOTROS, LOS RICOS!
2022, Domingo 6º ordinario
En el domingo anterior Lucas nos habló de la vocación de los primeros discípulos que siguieron a Jesús después de haberle escuchado y de haber confiado en su palabra. Jesús subió al monte, pasó toda la noche orando y, al llegar el día, entre los discípulos que le seguían, escogió a doce a los que llamó apóstoles. Con ese grupo desciende del monte y se detiene en una llanura donde se habían reunido muchos seguidores y gente de toda clase que habían llegado para escucharle y algunos para hacerse curar por él. Él les dirige la palabra y expone las bienaventuranzas.
Las bienaventuranzas representan el vértice y el meollo del mensaje de Jesús. Más que un tema o contenido entre otros, constituyen el núcleo fundamental de toda su predicación. Son como una sinfonía divina jamás escuchada en la historia de la humanidad. El hombre actual ha perdido el sentido de lo eterno y es ya incapaz de percibir la belleza de Dios. Y esto es tanto más crucial cuanto que se trata de la felicidad para la que el hombre ha sido cabalmente creado. Nunca se escuchó en el mundo, y jamás el hombre volverá a escuchar, un mensaje tan singular y admirable.
Las bienaventuranzas no son un tema, ni un código, ni un capítulo de la constitución del nuevo reino del que Jesús habla. Jesús no es un maestro de las bienaventuranzas. Es un testigo de ellas. Son su propia vivencia personal. Jesús no habla como nosotros de cosas que se saben, sino de lo que él es y vive. Las bienaventuranzas son su biografía personal, la filiación divina en la condición humana. Él no anuncia el reino. El reino es él en persona.
La felicidad que Jesús ofrece no es un dato de experiencia sensible, ni una dulce resignación a la suerte que le ha tocado al hombre. Es algo que procede de Dios. Es la experiencia interior y profunda de la vida nueva, divina, que ya está presente en Jesús y que él comunica a los que le acogen con fe. Es difícil, imposible describirla. Se experimenta. Pero es una dicha paradójica. Con la venida de Jesús el destino del mundo ha experimentado un cambio dramático y se realiza entre los hombres una separación inesperada. Dichosos son aquellos a quienes es concedido conocer la suprema intervención de Dios y tomar parte en ella. Malditos son aquellos que pasan de largo, rechazan o se inhiben. El seguimiento de Cristo es la declaración fundamental sobre la pertenencia al reino de los cielos. Jesús adopta la posición contraria a los deseos terrenos del hombre. Desde ahora dichosos no son los ricos de este mundo, los satisfechos, aquellos a quienes se halaga, los influyentes… sino aquellos que tienen hambre, sed, lloran, son pobres, están perseguidos. Jesús bendice las situaciones contrarias a los deseos del hombre terreno. Es algo nuevo, inaudito, inesperado. Y aun hoy algo inconcebible. Es una radical inversión de valores. En adelante él es el todo valor.
El fundamento de la verdadera bienaventuranza es Cristo. Él es el conocimiento del Padre. Toda su Luz. Su gloria y resplandor. Si los sentidos corporales del hombre tienen su deleite ¿dejarán de tenerlos las facultades del alma? ¿Y si los hombres tienen capacidad de atracción ¿dejará de tenerla Cristo que es toda la verdad, todo el amor, la vida dichosa sin fin? Él es la fuente de la vida eterna. El meollo de las bienaventuranzas consiste en la iniciativa de Dios de darse, consentida y acogida con gozo extremo en el hombre. Es un amor exuberante y entusiasmado al prójimo, tan grande que quien lo posee no tiene en cuenta las ofensas de los otros e irradia siempre misericordia ilimitada. Las bienaventuranzas no son un simple comportamiento, sino una llenura de Dios, un henchimiento de Dios que colma y sacia. Generan “el cumplimiento o perfección de la ley”. Pero ¡qué perfección! Son la nueva ley formulada no en forma negativa: “no matarás”, sino positiva, a la manera de una efusiva felicitación: “¡dichosos!”. No se limitan a la simple abstención del acto negativo externo, ni tampoco a la mera observancia exterior, pues son el don de un amor vivido en radicalidad, interioridad, totalidad. Este amor es el mismo con el que Dios ama y que ahora derrama en el corazón de hombre. Las bienaventuranzas son la consecuencia de que Cristo ya ha intervenido en nosotros y nos ha liberado no solo del mal, sino también de la misma ley, y nos ha impulsado a un amor total. Antes matar era matar. Ahora, en la nueva situación, matar es ya tener malos sentimientos en el corazón. Antes el adulterio era adulterar. Ahora es ya mirar con malos ojos. Ahora la ley es amar y el pecado es no amar. “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”: he ahí la raíz honda de las bienaventuranzas.
Las bienaventuranzas comportan la presencia y la acción del Espíritu Santo en el hombre, creando en él impulsos fuertes y eficaces mediante los cuales el creyente no solo piensa, es iluminado; no solo obra, es movido, creando una situación existencial de adhesión plena y fidelidad exultante.
Las bienaventuranzas representan un espíritu unificado, impulsado siempre por un gozoso espíritu de gratuidad y de disponibilidad. Se refieren a cómo reaccionamos ante las privaciones, las dificultades, las desconsideraciones, los sufrimientos. Bienaventurados son aquellos que confían siempre en Dios. Los que viven el júbilo de cada día, no el ansia de cada día. Los que valoran más la relación que la posesión; más las personas que las cosas. Los que prefieren crecer en solidaridad antes que aumentar la cuenta corriente, o llenar su corazón de nombres a llenarlo de tesoros. Los que optan por amar y no por ser ricos. Los que no se dejan dominar por la indisponibilidad, los caprichos o las vanidades. Los que no se reservan su tiempo porque dan todo el que tienen.
Ignoran el espíritu de las bienaventuranzas los que siempre están indisponibles al trabajo fecundo y solidario. Los que creen que hay una vida que vivir y no un mundo que cambiar. Los que viven a su aire y no en función de las necesidades materiales y espirituales de los demás. Los que buscan el bienestar, la diversión, la rutina de cada día al margen de las alegrías del espíritu. Los que carecen de iniciativa, de alegría, los descontentos, los pesimistas, los que viven en angustia y temor, los que se aíslan en su instinto de conservación y comodidad, los que se dejan llevar de la avaricia, confort insultante, consumismo, o se dejan arrastrar por la envidia, la ambición, la vanidad, la frivolidad, el impulso a dominar, el instinto de superioridad, el afán de agradar, el populismo y la dependencia del aplauso, los que reaccionan violentamente contra las dificultades y sufrimientos, o se dejan llevar por el tedio vital, el materialismo y la inacción.
Las bienaventuranzas son irreductibles a fórmulas concretas. Solo son comprensibles partiendo de la magnitud del don de Cristo. No son esfuerzo del hombre, sino gracia de Dios. Son evangelio, más que moral. Son misericordia y compasión hasta el límite mismo de la cruz. Nuestra época, crispada y acusadora, que hace de la detracción y de la denuncia espectáculo público con pretexto de la justicia y de la compensación, que ama mucho más la acusación que la corrección y sanación, y que encuentra un perverso placer hablando mal de los otros, es especialmente ajena al espíritu de las bienaventuranzas. Leamos y releamos las bienaventuranzas para que hagamos de nuestra fe un anticipo de convivencia fraterna y dichosa.
Francisco Martínez
e-mail.berit@centroberit.com
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