Lecturas

Isaías 62, 1-5  –  Salmo 95  –  1ª Corintios 12, 4-11

Juan 2, 1-11: En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice:
«No tienen vino».
Jesús le dice:
«Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora».
Su madre dice a los sirvientes:
«Haced lo que él os diga».
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dice:
«Llenad las tinajas de agua».
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les dice:
«Sacad ahora y llevadlo al mayordomo».
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice:
«Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora».
Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.

Comentario:

ESTE FUE EL PRIMERO DE LOS SIGNOS

QUE JESÚS REALIZÓ EN CANÁ DE GALILEA

2022, 2º Domingo Ordinario

            Ha concluido el tiempo de la Navidad y nos adentramos en el tiempo Ordinario. El próximo marzo comenzaremos la nueva cuaresma camino de la Pascua. En este segundo domingo ordinario leemos un texto de Juan que continúa el tema de la manifestación de Jesús al mundo. Ahora lo hace a sus propios discípulos en una boda en Caná de Galilea, a la que están invitados.

Esta boda rebosa simbolismo en relación con el nuevo horizonte que Jesús trae. Se trata de una boda anónima donde novio y novia no tienen nombre, ni rostro, ni voz. Sus numerosos detalles apuntan a la imagen de la antigua alianza del Sinaí. Jesús, el nuevo esposo, se hace presente en la antigua boda y en ella anuncia el cambio a la nueva, manifestando que “ha llegado su hora”. Ni María, al dirigirse a Jesús le llama “hijo”, ni Jesús al dirigirse a María le llama “madre”, sino “mujer”, pues también ella, por su origen,  pertenece todavía a la antigua alianza. En María termina lo antiguo y comienza lo nuevo. María señala a Jesús la carencia de vino, símbolo del amor, según el Cantar de los Cantares. Israel permanece aún en la condición antigua, la de la ley, no la del amor. Todavía no hay boda. María expone a Jesús lo intolerable de la situación, esperando que él ponga remedio. No puede saber lo que Jesús hará, pero sabe muy bien lo que a Israel le falta. María espera que Jesús dé una solución. Pero Jesús le hace ver que la antigua alianza ha caducado y no ha de ser revitalizada. Lo que ahora viene representa una novedad radical. María anticipa las cosas y dice a los sirvientes que hagan lo que Jesús indique. Allí estaban colocadas seis tinajas de piedra destinadas a la purificación de los judíos, cada una de unos cien litros de agua. La finalidad del agua era la purificación de los judíos, un concepto ritual que dominaba la Ley antigua. Pero la ley esclaviza, hace observantes, pero no amantes. Jesús trasforma el agua en vino, la vieja alianza en la nueva, basada ahora en una relación filial del pueblo con Dios como Padre. Jesús convierte el agua en vino, la ley de piedras en amor. El amor lo va a dar ahora el Espíritu y ello representa una purificación superior que alcanza los corazones. Moisés dio la ley, pero Jesús da la gracia y la verdad (Jn 1,17).

Caná es la parábola de la elección del hombre por Dios para establecer con él una lianza nueva, esponsal. Habla de nosotros. Significa una prodigiosa vinculación de Dios al hombre que da nuevo sentido a su existencia. La Biblia entera es un testimonio clamoroso y fehaciente de esta nueva relación de Dios con el hombre. Dios quiere ser “el tú” del hombre y decide que el hombre sea “el tú” de Dios. Dios, en Adán, no creó una naturaleza humana, sino personas, seres correspondientes, capaces de responder libremente. La historia no es una realidad sin proceso, sin sujetos ni fines. Creer es hacer la experiencia de la libertad y saber y querer darla y comprometerla lealmente. En la boda dos se hacen una sola carne. Esto pide un cambio profundo, transformación y conversión de uno en otro. Y este es el mensaje de Caná. Jesús transforma el agua en vino, la ley en amor, la distancia y frialdad en entusiasmo. Dios se acerca al hombre y lo deifica. La dimensión divinizadora de la humanidad es el capítulo más estremecedor de la Revelación. El hombre es verdaderamente transformado, convertido, divinizado. Y debe responder con el mismo amor que recibe. La insuficiencia crónica de la fe y del entusiasmo de los creyentes de todas las épocas ha estado, y está, en resaltar casi siempre lo que el hombre hace, la ley, el esfuerzo, no tanto la iniciativa divinizadora y transformante de Dios y de su acción. Dios diviniza al hombre, lo lleva a su terreno, lo transforma en él mismo. No quiere que el agua permanezca siempre como agua, sino que se convierta en vino, en amor esponsal. El hombre debe consentir gozosamente este cambio. Pedro lo describe diciendo que con Cristo “nos han sido concedidas preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina” (2 Pdr 1,4). Participar de la divina naturaleza es lo mismo que  divinización, comunión de vida con el Padre y con el Hijo. Es no ya vivir una vida espiritual cualquiera, sino la vida “en el Espíritu Santo de Dios”. La abundante y honda teología de Pablo y Juan habla de esta fuerte impronta divina en el hombre. Las expresiones más audaces acontecen al describir el proyecto divino sobre el hombre como “vida en Cristo”, como “filiación divina” apoyada en la misma filiación divina de Jesús. Si en el Antiguo Testamento se habla en seis ocasiones de Dios como Padre, en el Nuevo Testamento se enumeran no menos de 258 ocasiones. Es el mismísimo testimonio de Jesús en persona lo que revela y determina esta ascensión. Se trata de la misma vida del Padre en cuanto Padre, de la vida del Hijo en cuanto Hijo, y de la donación del mismo Espíritu que se une a nuestro espíritu para deificarle. Es Cristo dándonos su vida, conformándonos con él, haciéndonos “hijos en el Hijo”, capacitándonos para vivir, sentir y actuar como él. Esta divinización no es autopromoción humana. El hombre puede endiosarse, pero no divinizarse. Solo Dios diviniza. Esta divinización no es alienación, sino humanización plena y madura del hombre.

Cristiano es aquel que ha llegado a vivir contexto personal de bodas. En la fe, Caná es él y cada uno de nosotros. Es aquel que se siente afectado, interesado, dichosamente aludido, pues es el elegido como el “tú” de Dios, para vivir eternamente en unión y comunión personal con él. “Semejante es el Reino de Dios a unas bodas”, así define Jesús lo medular de su mensaje. Dios ama al hombre y lo ama esponsalmente. Todo cristiano debe dejarse amar y amar. El amor es el reflejo del ser de Dios en nosotros, el eco de su esencia en la nuestra. Sin amor no hay boda, ni tampoco fe. Todo el amor que hay en el mundo es señal de la presencia de Dios en la historia. Los griegos pensaron que la razón era siempre divina. Pero lo verdaderamente divino en el hombre es el amor, porque “Dios es amor”. El “agapé” es superior al “logos”. El amor va más allá de la razón. El “mirad cómo se aman” ha hecho más por la difusión del cristianismo que todos los discursos de sus apologetas. Para afectar y convencer al hombre hay que amarlo. Para que el hombre se mueva desde dentro hay que conmoverlo. Para ello no se pueden sustituir en la catequesis las personas y las relaciones por los temas, por las cosas, por objetos o lugares, ni siquiera celestes o divinos. El cielo es Dios en persona. Dios no está en los cielos. Es el cielo. Los sacramentos son Cristo en persona en el suceso actualizado de su entrega de amor en la cruz y en la resurrección. No  vivimos de efectos causados, o de productos destinados a la posesión más que a la relación. El cristianismo no es un banco de haberes, ni tampoco un comercio ventajoso, sino un tálamo esponsal. La gracia no es un tesoro, sino el hecho de caerse en gracia personal, de vivir una relación candente, no “algo” sino “Alguien” en mi vida. El cristianismo no es un pueblo observante bajo una ley que sujeta, frena y prohíbe. Sino un suceso dichoso y una situación que hace feliz.

Recuperar la fe requiere recuperar el amor. No podemos vivir restando y disminuyendo al otro, en las relaciones personales y sociales, siendo negativos, atacando, crispando, denunciando, convirtiendo la comunicación en un basurero, recordando eternamente los pecados de los otros, hablando pertinazmente de “tolerancia cero”, de la no prescripción de los pecados, de la pública divulgación de intimidades personales. El Señor nos conceda la gracia de amar, y de amar con el amor de la cruz, que todo lo supera y todo lo vence amando. El amor es la palabra definitiva de Dios, es su última palabra. Y debería ser también la nuestra.

Francisco Martínez

www.centroberit.com

e-mail:berit@centroberit.com

 

                                                                      

 

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