Lecturas

Sofonías 3, 14-18  –  Salmo Isaías 12, 2-6  –  Filipenses 4, 4-7

Lucas 3, 10-18:En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan:
«¿Entonces, qué debemos hacer?»
Él contestaba:
«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron:
«Maestro, ¿qué debemos hacemos nosotros?»
Él les contestó:
«No exijáis más de lo establecido».
Unos soldados igualmente le preguntaban:
«Y nosotros, ¿qué debemos hacer nosotros?»
Él les contestó:
«No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga».
Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos:
«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga».
Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.

Comentario:

Y NOSOTROS ¿QUÉ DEBEMOS HACER?

2021-22, Domingo 3º de Adviento

            Camino de la Navidad, celebramos hoy, como preparación, el tercer domingo de Adviento. Si nos fijamos en los textos litúrgicos, veremos en ellos una apremiante invitación a una alegría explosiva. El motivo de este mensaje es que “el Señor está cerca”. A todos nos encanta la alegría. A muchos jóvenes les cuesta muy poco engancharse hoy a un grupo alegre. Pero el realismo de esta alegría depende de la veracidad y riqueza de nuestra fe. Solo las alegrías que proceden de dentro, de lo más profundo del hombre, tienen capacidad de alegrar el corazón. Una fe vulgar no encontrará motivo suficiente para alegrarse. Está sedimentada en una mentalidad pobre que reduce la fe a simple cumplimiento de observancias. Esa religión es vivida solo como un conjunto de normas. Y esto es una verdadera desgracia, porque degrada profundamente la fe y también al mismo hombre. No alcanza a ser Buena Noticia, como dice el Evangelio. Y esto hace inviable el gozo y la felicidad. Hoy, en nuestra salud no nos fiaríamos de un médico que no tenga reputación. Y para defender nuestros derechos no nos fiaríamos de un letrado que no sea experto. Juan Pablo II, y los últimos papas, afirman que la evangelización que la Iglesia debe ofrecer al hombre actual ha de ser hoy “absolutamente nueva”.

Cristo vino ayer históricamente en forma humana a Palestina. Pero la verdadera maravilla de la fe es que hoy sigue viniendo, él mismo en persona, con un realismo superior, a cada uno de los hombres que le acogen, como gracia y Espíritu Santo, transformando a cada creyente en su propia imagen. Si ayer vino al mundo con una venida histórica, biográfica, hoy viene al hombre con una venida “espiritual”, en la que todos los hombres resultan afectados de Dios, pues son divinizados. Decir “espiritual” no es decir irreal. El espíritu es la cima del hombre, lo más real de él.

Las fiestas que celebran ahora la vida del Señor, sus misterios salvadores, no son simple recuerdo del pasado. Contienen la misma realidad que conmemoran. Como pan que se come y se asimila y como palabra que se acoge y se comprende, van grabando en el corazón del hombre la vida de Cristo, sus misterios desde la encarnación hasta Pentecostés. El creyente nace en Cristo, con-muere y co-rresucita con él, recibe su mismo Espíritu, es iluminado y ambientado en las enseñanzas de Jesús, en las parábolas y bienaventuranzas, que se hacen connaturales en él. Así la vida cristiana es la vida en Cristo.

Hemos escuchado tres lecturas. La primera es de Sofonías. Escribe al pueblo que gime bajo la dominación siria invitándole a gritar de gozo porque la salvación está cerca. El profeta transmite un mensaje de esperanza en el Señor. La segunda lectura es de la carta de Pablo a los filipenses. El Apóstol escribe desde la cárcel y su carta es un gozoso clamor que canta la alegría de la fe como aquello que identifica al creyente.

En el evangelio Juan el Bautista, “voz que clama en el desierto”, se dirige a las multitudes, invitando a la conversión para el perdón de los pecados. La gente, compungida, pregunta al Bautista ¿qué hacemos? Juan responde invitando a compartir comida y vestido, dos bienes de primera necesidad de los que no hay que tener más de lo necesario, de acuerdo con la tradición de Israel sobre el amor al prójimo. Ante Juan aparecen también los cobradores de impuestos a los que requiere ser hombres honrados y justos. Seguidamente saltan a la escena los soldados que también preguntan al Bautista qué deben hacer, y a los que Juan responde que no tienen que aprovecharse del poder de las armas. La predicación del Bautista provoca en la gente la pregunta “¿será este el Mesías?”. Juan responde señalando al “que es más fuerte que yo”, y añade que mientras él bautiza en agua, el que viene va a “bautizar en el Espíritu Santo y fuego”, símbolos de conversión y eficacia. Juan recuerda la imagen del labrador que tiene en la mano el bieldo para limpiar su era, refiriéndose a la inminencia del juicio, e insistiendo en la exigencia de conversión. Porque la gran noticia es que “Dios no quiere la condena del pecador, sino que se convierta y viva”.

El Bautista anuncia a la gente que el Mesías viene y que bautizará en el Espíritu Santo. Su mensaje responde a la Buena Nueva anunciada por los profetas y realizada en la venida de Jesús al mundo. Jesús llega y proclama que Dios es su Padre y que él viene a transmitir la paternidad divina a todos los hombres. Dios, enseña Jesús, nos ama como verdadero Padre y nos invita a participar y compartir su vida íntima. Quiere hacer de todos los hombres verdaderos participantes de la Naturaleza divina. Jesús, para convencer seriamente a los hombres de este proyecto de Dios, utiliza explicaciones atrevidas y audaces. Él mismo se pone como causa y modelo de filiación divina comunicada. El Padre, dándonos al Hijo, nos regala la misma filiación divina del Hijo. Somos hijos de Dios en la misma filiación divina del Hijo porque el Hijo nos comunica su misma vida personal, su misma filiación divina. Ahondando este mismo hecho central, Jesús, haciéndose eco de toda la tradición profética del Antiguo Testamento, afirma también que él viene al mundo como el esposo de la nueva humanidad. Viene al mundo a realizar una como unión esponsal en la que él mismo es el esposo y la comunidad reunida por él va a llegar a ser esposa de amores divinos y eternos. Dios hace una alianza nueva y eterna con su pueblo elegido y el Cantar de los Cantares, y después el Apocalipsis, llegarán a describir este amor de Dios al hombre como fuego vehemente, ternura, compasión, entrega total. El pueblo no siempre va a portarse como esposa fiel. Pero Dios ha establecido un plan, la encarnación de su propio Hijo en el mundo, en el que, además de amar “hasta el extremo”, va a asegurar la irreversibilidad de sus designios y la invencibilidad de su amor. El Nuevo Testamento es la comprobación no solo del amor que Dios ofrece y regala, sino también del amor que acepta y responde, el del pueblo elegido. Cristo encarnado, viviendo siempre en nosotros,  es certeza y garantía de que Dios amará eternamente al hombre, pues para siempre seremos su esposa, el mismo cuerpo místico de Cristo. Y es también la certeza de que Dios, en Cristo, será siempre correspondido. Dios se da al mundo, y en Cristo recibe amor eterno. Esto, creído y vivido, es el verdadero motivo de nuestra alegría. Cristo viene y estará para siempre con nosotros, dándonos su vida y su felicidad. Y no solo Dios nos hará felices: nosotros haremos felices a Dios, pues viviremos siendo en Cristo, eternamente alabanza de su gloria. Dios nos dé conocimiento  dichoso y nos dé también amor alegre por las maravillas que hace y hará con nosotros.

Francisco Martínez

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