Isaías dice: «La Palabra de nuestro Dios permanece para siempre» (40,8). Por la Palabra creó el mundo (Gn 1,3ss). Por la Palabra fue formando constantemente a su pueblo en una grandiosa historia de salvación (profetas). El Verbo de Dios, en persona, ha venido a nosotros. Ha entrado en el tiempo. Dios ha pronunciado su Palabra eterna de un modo humano; su «Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» Un 1,14). Y ésta es la buena noticia.
El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, sigue siendo continuamente recreado por la Palabra de Dios después de que él mismo ha sido creado precisamente «por medio» de Ella. «Vino a su casa», «vino a los suyos». Recibir el Verbo quiere decir dejarse formar por él. Al hombre le hace la Palabra, la de la madre, el amigo, el maestro, el esposo. La palabra es decirse, conferir el ser, darse. Hablar es siempre una oferta de la intimidad del ser. Es hacerse presente, alojarse en el otro.
Cuando Dios habla, se da él mismo. Cristo no sólo tiene palabras. Es la Palabra. Por eso actúa hablando. Su palabra es siempre una manifestación personal. Cristo vive hoy. Por lo tanto su palabra es también viva. El Vaticano II resume la fe de la Iglesia de todos los tiempos: «Cristo está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla» (SC 7). «Pan de vida», en la tradición, se ha aplicado tanto a la eucaristía corno a la palabra. Cristo, hoy, es una presencia en la ausencia. Ausente en su forma corporal, está presente en el pan y en la Escritura. Lo que el pan y la Palabra significan ha de hacerse explícito, en el orden de la fe,
en quien come y escucha.
La Palabra es actualizada hoy mediante el poder del Espíritu Santo, nos configura con Cristo, con» el Hijo único del Padre» (Jn 1,14). Los que creen «han nacido de Dios» (Jn 1,13), son «hijos en el Hijo» (Gál 4,5-6; Rom 8,14-17). «Por el Verbo eres tú. Pero necesitas igualmente ser restaurado por él» (S. Agustín). Así el rostro de la Iglesia, del cristiano, se va perfilando acogiendo al Verbo. Recibiéndolo, somos hechos hijos (Jn 1,14).
- CONTEMPORANEIDAD DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
Nuestra relación con Cristo no puede ser comprendida hoy pensando en él como acontecimiento pasado. Sólo es posible relacionándonos hoy con el Cristo viviente y glorioso de
los cielos: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). «La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo
vivo de la Iglesia» (Juan Pablo II). Es el Espíritu Santo quien tiene la misión de recordado siempre (Jn 14,26). La Constitución Dei Verbum lo expresa con la imagen del diálogo nupcial. Es la recepción de la Palabra lo que crea la esponsalidad. «Dios … sigue conversando siempre con la esposa de su hijo amado; y el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la Palabra de Cristo» (Cf Col 3,16).
La Iglesia no vive de sí misma, sino del evangelio, y en el evangelio encuentra siempre de nuevo orientación para su camino.
2. LA PALABRA DE DIOS EN LA SAGRADA LITURGIA
Es en la liturgia, fuente y cima de la vida cristiana, donde la Palabra de Dios se manifiesta con la máxima intensidad. La Biblia fue naciendo de la actividad «litúrgica» de los centros cultuales en los que las primeras tribus se iban identificando con la memoria colectiva. El canon, o lista de tradiciones, es fruto de una selección que se fue haciendo en función de las asambleas. Los textos bíblicos han sobrevivido precisamente a causa de su utilización en la liturgia. La Biblia se fue elaborando en el proceso ininterrumpido de una lectura pública y de la escucha de la comunidad. Resultaba impensable una Biblia privada o particular. La asamblea es, pues, esencial a la Biblia.
La comunidad y el libro son inseparables. Existe el uno para el otro.
Los hechos del Antiguo Testamento no son mera crónica, puro pasado. Son semilla de futuro. Son profecía que alumbra lo que va a suceder. Apuntan a Cristo, a su muerte y resurrección, corno cumplimiento, cima y plenitud del hombre y de la historia. La Biblia cristiana no es sino una relectura de las Escrituras a la luz de la muerte y resurrección de Cristo. Por ello Cristo, al leer el libro en la sinagoga de Nazaret, dijo: «hoy» se cumple la Escritura (Le 4,21). Y nosotros, en la liturgia de cada tiempo, seguimos diciendo «hoy» señalando el misterio que celebramos. El recuerdo se convierte así en suceso memorial, y la narración en proclamación evangélica, en acontecimiento actual, en representación «de la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor 11,26). La lectura y la relectura, en todos los tiempos y lugares, es esencial al texto para seguir haciendo historia de salvación, para que puedan meterse en él y «responder», y realizarse, todos los hombres de todos los tiempos y lugares. La Escritura nació para ser continuamente leída y releída. De nada serviría un texto sin destinatarios o comunidad. A su vez, una comunidad sin libro carecería de identidad. El acogimiento perenne del texto sigue siendo revelación. Texto y comunidad son dos enamorados que se expresan mutuamente su intimidad.
Reducir la palabra viviente a simple charla sobre Dios, es incurrir en una práctica idolátrica rebajando a Dios a concepto. Es también hacer de los sujetos, meros objetos. No es lo mismo hablar sobre Dios que Dios mismo hable. No es lo mismo predicar en la misa que predicar la misa, los textos. Aquí radica el núcleo de la fe cristiana que se fundamenta en la revelación y en la respuesta de fe del hombre. Es el hecho universal y ha de ser también el suceso personal de cada individuo creyente. Cuando esto se olvida, se anula la misma fe y se pervierte la identidad profunda de la vida cristiana. Es preciso tener gran respeto a la Palabra de Dios. No podemos confundir la palabra de Dios con nuestras palabras.
La Iglesia es, pues, gracias a la liturgia, como la «casa de la Palabra». El lugar donde se fraguan el noviazgo y las nupcias. No se concibe la liturgia si no es como un diálogo de amor. Dios habla y el hombre responde. Dios ama y el hombre se deja amar y ama. Y todo ello acontece porque, en este diálogo permanente, Cristo introduce en nosotros su pascua, su entrega radical, el amor hasta el extremo, el beso de Dios a la humanidad. La actualidad de la cruz, o de la cena, es la actualidad de esa» entrega» maravillosa, la de Cristo, que se da a sí mismo a la humanidad nueva, la esposa.
Por ello, en la liturgia, la importancia de la Sagrada Escritura es máxima. Es insustituible. De ella se toman las lecturas que se explican en la homilía (Dios habla), y los salmos que se cantan (el hombre responde). De la palabra reciben su significado las acciones y los signos. Cristo mismo está en su palabra pues es él mismo quien habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura (Vaticano ll, SC 7). Por tanto, «la celebración litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta Palabra de Dios. Es Palabra viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, que anima los textos y vivifica a la comunidad manifestando el amor operante del Padre, el amor indeficiente que jamás fallará. Oír es dejarse amar.
Recordemos un modelo práctico. Jesús entra en la sinagoga de Nazaret, toma el rollo y lee: «Hoy se cumple esta Escritura». Se refería a un texto de Isaías sobre la misión del futuro Mesías. La Iglesia, siguiendo el ejemplo, cuando evoca hoy los misterios de la redención del Señor, sigue repitiendo «Hoy nos ha nacido un niño», o «Éste es el día que hace el Señor» . Efectivamente, los misterios de la redención se hacen presentes en cierto modo durante todo tiempo para que los fieles puedan participarlos, incorporarse a ellos, apropiárselos, y, de este modo, se llenen de la gracia de la redención. Las fiestas del año litúrgico contienen no el recuerdo, sino la realidad viva que conmemoran. Lo que ayer aconteció históricamente en Jesús, en Palestina, hoy acontece como realidad de gracia y de Espíritu Santo en nosotros. Y sigue siendo la palabra de Dios la que hace lo que dice y dice lo que hace. Palabra y sacramento van unidos. La palabra revela lo que el sacramento oculta. El sacramento contiene lo que la palabra revela. No hay manducación sacramental del pan donde no hay manducación espiritual de la palabra. Con la eucaristía sola, tendríamos una presencia muda. Con la Escritura sola, tendríamos las palabras de un ausente. La eucaristía vivifica la palabra y la palabra ilumina la eucaristía. La palabra tiene valor sacramental: es Cristo mismo hablando,
dando actualidad y eficacia a su presencia y a sus acciones. En este sentido, la Palabra de Cristo es Cristo mismo presente entre nosotros. Los Padres hablan por igual de la mesa del pan y de la mesa de la Palabra. Dicen que la Iglesia de siempre ha venerado con la misma veneración el pan y la palabra. Es Jesús mismo «abriendo los ojos del corazón» (Lc 24,31) para entender el misterio del pan como presencia suya.
3. LA PALABRA DE DIOS Y LA COMUNIDAD
Nuestra costumbre y privilegio de leer individualmente la Biblia, ha desdibujado el sentido esencialmente eclesial de la misma. Hemos llegado a creer que la proclamación de la Escritura en las asambleas es un modo, entre otros, de abordarla y escucharla. No es así cómo lo entendieron los antiguos. Mientras nosotros abundamos en ejemplares de la Biblia, ellos carecían personalmente de ella. La proclamación pública en la asamblea vinculando la interioridad del texto a la exterioridad de la voz, ponía al descubierto la esencia irreductiblemente comunitaria del texto. Ello pone en evidencia la eclesialidad esencial de la Biblia. Hay quienes piensan que el autor, cuando escribió, fijó todo el sentido del texto. Ahora no podemos hacer otra cosa que descifrar «aquel sentido» que quedó como cristalizado, congelado para siempre. Un autor escribe y después muere. El texto queda ya fijado, inalterable. Otros piensan más bien que toda re lectura posterior es esencial al mismo texto, no para cambiarlo, sino para darle historia. Los evangelios no nacieron corno crónica muerta o corno simples recuerdos de un difunto. El autor de la Escritura es Dios, y Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Los textos bíblicos se fueron remodelando lentamente en función de una proclamación y de una audición comunitaria. Canónico es aquello que recibe autoridad de una lectura pública. Unos hechos bíblicos originales fueron encontrando un despliegue de ellos mismos más allá de lo que fue su realidad inicial. Dejan de ser mera crónica del pasado, meros hechos antiguos, para ser promovidos a arquetipos, o modelos perennes, universales, de identidad de Israel, de Cristo, de la Iglesia. Tal acontece, por ejemplo, con la pascua. La pequeña historia original, la protohistoria, se convierte en metahistoria originaria, es decir, siempre contemporánea. Leer, entonces, no es reflejar un hecho neutro, meramente pasado, sino sumergirse en un hoy pleno, gracias a la institución memorial por la que el pasado se hace presente anticipando el futuro. Entonces, la relectura del libro en todos los tiempos y lugares es parte constitutiva del texto.
y su acogida es siempre revelación. Libro y comunidad se reconocen corno inseparables. El libro no es nada sin la comunidad y ésta encuentra en el libro su propia identidad. La fidelidad a la Biblia consiste en repetir, en situaciones siempre cambiantes, el proceso que la hizo posible. La relectura forma parte de la misma Escritura. La recepción forma parte de la Revelación.
El cuerpo eucarístico y el cuerpo de las Escrituras transforman la comunidad como cuerpo místico de Cristo. Somos el resultado de la comunión con la palabra y el pan. La comunidad, comulgando, es la encarnación, la biografía y expresividad del pan y del libro. El libro pasa a la asamblea y la configura. La asamblea es la página donde el texto se escribe no en papel, sino en el corazón, no con tinta, sino con Espíritu Santo. En él Cristo resucitado torna cuerpo y se da a conocer a los hombres. La comunidad es el lugar de la revelación de Dios adaptada a la sociedad de cada tiempo y condición.
4. AUTOR, TEXTO, LECTOR
Es la acogida de la palabra la que la hace viva. El conjunto de las verdades de la fe y de la teología cristiana no puede ser entendido como un depósito cerrado o como un congelado de conceptos. Constituye un manantial que emana siempre novedad de vida. La verdadera teología es aquella que todavía no está escrita. Que es obediencia de fe a la comprensión de los signos de los tiempos, las voces de Dios, a través de los cuales él habla. Es la reflexión del «hoy» vivo de Dios y de los hombres. La Iglesia, como el mundo, no es un orden, sino una génesis, una historia. Y nuestra tarea tiene que ser una permanente y saludable manía de reconocimiento de la contemporaneidad del evangelio. Es romper la pétrea sedimentación de la verdad en la costumbre, o el estancamiento de la voluntad que tiende a identificarse con el ambiente. Es reemplazar el orden por el crecimiento. Es saber reconocer a Cristo como fundamento de la convivencia y de la misma historia, activando para ello al máximum el protagonismo responsable de todos los seglares creyentes comprometidos profética y sacerdotalmente en el ejercicio de una seglaridad atractiva, solidaria, humanizadora, cristificante. Esto, más que un proyecto del hombre, es gracia de Dios para el hombre. Es Cristo mismo identificándonos con él. Y todo ello sería imposible si Cristo no fuera nuestro contemporáneo.
Decir que Cristo es contemporáneo nuestro es hablar de la verdad más fascinante de la fe que no todos llegan a conocer. Muchos, cuando se dirigen a Cristo, lo siguen enmarcando todavía en Palestina y se trasladan al pasado. No ven al Cristo hoy viviente en los cielos y presente en el interior del hombre. Contribuye a ello la poco sugerente introducción al evangelio en la misa: «En aquel tiempo dijo Jesús …». Un autor escribe y después muere. Y el texto queda fijado, inamovible. Pero Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Y la Tradición de la Iglesia, y el Vaticano II nos recuerdan que «hoy Cristo mismo habla». Es impensable que nadie haya podido encontrarse con Cristo si su corazón todavía no haya ardido escuchándole a él mismo actualizando las Escrituras. Hay que iniciar a oír a Dios en directo, no sólo en diferido. Fosilizar la palabra de Dios en una pura objetividad histórica pasada, reducir los evangelios a crónica pretérita, es algo inadecuado a la misma fe. Insistamos: la relectura en todos los tiempos y lugares es parte constitutiva del texto. La acción del Espíritu no se agota en los autores, alcanza a los lectores. Al proclamar hoy, el texto
adquiere un «sentido pleno» y actual para cada uno de nosotros. Así lo testifican la Revelación, la liturgia, el propio magisterio de la Iglesia. El Maestro está aquí y nos habla. El significado profundo ya no queda recluido en los autores, ni siquiera en el texto en sí, sino que se actualiza en el presente cuando el lector lee. Una sinfonía no alcanza toda su realidad cuando está en la mente de su autor, ni mientras el Director ensaya la orquesta, sino cuando el auditorio la escucha. Una palabra sin oyente, es voz, pero no palabra. Dios contextualiza su palabra ante cada comunidad y ante cada creyente. La palabra de Dios es siempre diálogo vivo y permanente. No es un espejo en el que mirarse, sino una ventana abierta a la vida real. Hay que saber pasar de lo que hay detrás del texto a leer lo que el texto pone por delante. Se trata de colocar a cada cristiano ante el Dios viviente que habla siempre. Y éste es hoy un gran reto eclesial: dejar respetuosamente a Dios hacer de Dios y ayudar al hombre a caminar no sólo desde su razón o desde el ambiente social, sino desde su escucha de la fe, desde dentro, desde su libertad personal. Porque el hombre, o camina desde dentro, o no camina.
Esto es lo que nos mueve y apasiona, hacer explícito el suceso más original, conectar al hombre con Dios, ponerle en camino de la patria de la identidad, entusiasmar y motivar con una propuesta nueva de la fe más en consonancia con los evangelios, generar unas minorías que sean ellas fermento de vida cristiana, poner al hombre en contacto las aspiraciones y necesidades del corazón humano con el Dios vivo y no con una representación o interpretación mental de él.
Francisco Martínez
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