Lecturas
Hechos 9, 26-31 – Salmo 21 – 1ª Juan 3, 18-24
Juan 15, 1-8: En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»
Comentario
EL QUE PERMANECE EN MÍ Y YO EN ÉL,
ESE DA FRUTO ABUNDANTE
2021, 5º domingo de Pascua
Acabamos de escuchar el evangelio de Juan. Pertenece al discurso en el cual Jesús se despide de sus discípulos. Les anuncia que se va. Pero les dice también que va a permanecer con ellos para que, unidos a él, den fruto abundante. La insistencia de que permanezcan unidos es intensa. En sus palabras repite siete veces el verbo “permanecer”, y seis la expresión “dad fruto”. Jesús irradia un entrañable sentimiento de unión y comunión con los suyos. Unión que Jesús recalca de muchas formas para dar a entender claramente que su misión personal, encomendada por el Padre, va a tener su continuación en sus discípulos. Jesús y sus discípulos son ya una misma cosa, como lo es el sol y el reflejo de su luz. Ello es así porque, como afirma Jesús cada vez de forma insistente, su Padre es también el Padre de los discípulos. Discípulos y maestro tienen un mismo origen y una misma vida. En ellos hay unidad profunda. Tienen un mismo origen y un mismo destino. Según Jesús el Padre es el Labrador, Él es la vid o cepa y los discípulos son los pámpanos o sarmientos. La savia o vida de Dios es el amor. El amor viene siempre de Dios y por medio de los discípulos se difunde en el mundo y asciende y retorna a Dios.
Este es el gran misterio: que el amor que viene de Dios es divino por su origen y también por naturaleza. Cuando el cristiano ama, es Dios mismo quien ama en él. Los cristianos, cuando amamos, hacemos posible que Dios ame en nosotros. Dios nos capacita a nosotros para amar con su mismo amor. La vida cristiana es homogeneidad de vida con Dios. Esto es lo que expresamos cuando nos dice que somos hijos de Dios. Esta gran verdad debería impulsarnos a amar siempre y a todos. Es tan sublime la misión de los discípulos de Jesús que deberíamos vivir apasionados por el evangelio. Para garantizarlo, Jesús nos asegura que permanecerá siempre con nosotros.
El hombre que no ama hace inútil su vida. La misión del cristiano es la misma de Jesús: hacer presente en el mundo el amor que él nos confió. Jesús vino al mundo a extender entre los hombres la familia de Dios. Somos familiares de Dios. La misión de Jesús es también la misma del cristiano: “Seréis mis testigos”, dice el Señor en el momento en que envía. El máximo valor del cristiano es ser fiel a su misión. Somos lo que amamos y valemos por lo que amamos. Lo que amamos nos dice exactamente quiénes somos. Hay hoy un notorio abandono de la fe. El hombre no sabe lo que hace. Abandonar la fe es abandonase a sí mismo porque quien se aleja de Dios se aleja de sí. Pierde su propia identidad.
La verdadera dignidad le viene al hombre de su unión a Cristo. Lo más dichoso que ha acontecido en nuestra vida es que Cristo haya hecho su encarnación en el mundo por nosotros y que por nosotros haya muerto de amor. Juan, en la segunda lectura que hemos escuchado, tomada de su primera carta, nos dice que este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó. No nos mandó una cosa costosa y odiosa. Nos manda aceptar nuestra semejanza con Dios, hacer la obra de Dios, ser lo que él es y hacer lo que él hace. Se nos han enseñado muchas verdades, pero no hemos sido iniciados a amar. La maduración de la fe es amar, amar en serio. Es lo especifico y propio del cristiano.
Hoy es en el mundo el tiempo de la misión, el tiempo de los discípulos de Jesús. No es suficiente que hagamos cosas buenas. Ser cristianos no es solo ser buenos. Esto representaría una insuficiencia radical. Tenemos que personalizarle a él y hacer su misma obra en el mundo. Nuestra obra es la de Jesús. Jesús representa la nueva y máxima cima de la historia y del sentido de la historia cuando nos dice que su Padre es nuestro Padre, el Padre de todos los hombres. Lo que más sorprendió a los discípulos en la vida de Jesús fueron sus momentos de oración. En ella Jesús quedaba totalmente transcendido. Su vida era la de Dios. Su ser humano reflejaba el mundo de lo divino. Jesús fue experiencia humana de la filiación divina. Para él el Padre era el todo valor. Jesús, cuando ora, inaugura una nueva época en el mundo. Vive en el mundo de Dios como en el suyo propio. Dios era la respiración de su alma, el secreto de su vida. En la oración se implicaba del todo. No solo decía expresiones divinas, reflejaba el ser divino. Aparecía como persona total. Estaba donde hablaba y hablaba con integridad asombrosa. Llamó a Dios “Padre” y nunca nadie antes habló así. Su respiración, su comida era hacer la voluntad de Dios. No solo era referencia absoluta a lo infinito. Lo absoluto e infinito le salía con naturalidad por la boca y los poros de su carme. Los discípulos quedaron fuertemente impresionados cuando Jesús llamaba “Padre” a Dios. Era el alumbramiento de una tierra nueva y de unos cielos nuevos, de un hombre nuevo. Los primeros cristianos cuando rezaban el padrenuestro se introducían en la oración diciendo “nos atrevemos a decir”. Durante siglos no se atrevieron a omitir la invocación “Abba “, Padre, pronunciada en arameo, para utilizar el mismísimo vocablo que utilizó Jesús al dirigirse a Dios. No salían de sus asombro ante lo que ellos mismos decían adoctrinados por Jesús.
Llamar a Dios “Padre”, y sentirlo en serio, y en verdad, es entrar ya y arraigar en la vida eterna. Orar es actualizar a Cristo en nuestra vida. Es seguirle a él hasta hacernos uno con él. Orar es existir en él. Es vernos elegidos en él, pensados en él, amados en él. Hay energías, capacidades, valores, actitudes que trasforman cuando se dicen o hacen en serio, cuando se habla o actúa con la totalidad del ser. No vivir decisiones fuertes en la vida, rezar a medias, no implicarse del todo en lo que decimos, orar con los labios y no con el corazón y la vida, es una especie de suicidio. El supremo suicidio es vivir a medias, no ser lo que decimos. No vivir lo que oramos.Hay que saber orar del todo, diciendo, sintiendo y siendo. Que el Señor nos ayude.
Francisco Martínez
Email: berit@centroberit.com
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