La cuaresma representa una intensificación de la vida cristiana. Y la vida cristiana radica esencialmente en el misterio de la cruz. La cruz preside nuestras estancias, y debe presidir también nuestro comportamiento. Pero ¿qué es la cruz, no ya en su realidad exterior de símbolo, sino como significado y contenido real concreto? ¿Qué sucede en el cristiano que vive prácticamente la cruz?
I. LA CRUZ, FUERZA DE DIOS Y CLAVE DE LA VIDA CRISTIANA
1. TODO PODER HUMANO SUELE SER GENERADOR DE VIOLENCIA
Los hombres conocemos un poder que se suele imponer venciendo por la violencia de las armas, del dinero, de la razón, de la ideología, de cualquier tipo de superioridad. Imponer algo, vencer, aun legítimamente, a alguien, siempre produce violencia, resentimiento. Implica derrota, anulación, sufrimiento. Siempre que alguien vence, algo o alguien se pierde. No suele darse una victoria tan limpia y completa que no implique detrimento de humanidad.
2. EL AMOR SUFRIDO COMO FUERZA DE DIOS
Hay otro poder o fuerza, propio de Dios, que se realiza por caminos diametralmente opuestos al ejercicio del poder de los hombres. El poder de Dios no hace víctimas ajenas. Es el amor total, el amor sufrido que se manifiesta en Cristo como más fuerte que la muerte. Vence por medio de una autovictimación de amor. Ama en el máximo desinterés propio, y en una solidaridad increíble que llega a apropiarse de los males de los otros, mediante una gratuidad exuberante, afirmando y considerando a todos sin excepción. Se necesita más fuerza para amar sufriendo, que para gritar odiando. Es más fuerte el poder que perdona amando que el poder que condena y vence. Sólo amamos cuando hemos sido capaces de sufrir por alguien. Una oración de la liturgia dice: «Oh Dios que manifiestas tu omnipotencia sobre todo perdonando y teniendo misericordia» (Domingo 26 del tiempo ordinario).
3. MIS PENSAMIENTOS NO SON VUESTROS PENSAMIENTOS
Los hombres solemos confundir casi siempre la felicidad con el placer. Por eso aborrecemos el sufrimiento. Es, para nosotros, el mayor mal. El sufrimiento, en el plan de Dios, entra en un marco distinto y superior. Dios no quiere el mal, pero sigue amando a los malos. No quiere el pecado, pero sigue amando a los pecadores. Dios ama a todos, siempre, en todo caso, incondicionalmente. El amor de Dios suele escandalizar a los que tienen medidas humanas de la justicia, o de la bondad…
Dios, amando, va más allá de lo meramente racional, o de la simple justicia, e incluso de aquellos que le representan. Todos los hombres solemos estar dominados por un fuerte instinto de defensa propia, de nuestras personas y cargos. Nos domina también un fuerte sentido de la ley del talión: ojo por ojo, a tal falta tal castigo. Reaccionar con gratuidad exuberante en un contexto de competitividad o de adversidad, o incluso de maldad, esto es propio sólo de los sentimientos característicos de Dios. «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55,8).
4. LA PROTESTA CONTRA EL SUFRIMIENTO Y EL EXCESO DE LA JUSTICIA HUMANA
Muchos hombres protestan contra un mundo donde abunda el sufrimiento. Se rebelan contra un Dios que permanece en silencio, sobre todo ante el dolor de los inocentes; que, en el milagro, se deja conmover para intervenir en la curación de una persona singular, por intercesión de un santo, y no se conmueve él para curar o salvar a millones de niños inocentes que mueren de hambre y de injusticia. Camus protagoniza la protesta de muchos en «La Peste»: Muere un niño. El sacerdote ha pedido la curación. Pero el milagro no se realiza. Y el incrédulo dice: «ya ves; y sin embargo, Dios no responde». Y añade que siempre rechazará una creación en la que los inocentes son torturados. Muchos filósofos y literatos, ante Auschwitz, y tantos otros holocaustos horrendos, han señalado que Dios, o no puede o no quiere intervenir, y en ambos casos no es Dios.
La primera protesta contra el silencio de Dios ante las aguas turbulentas del lago, símbolo de este mundo que genera tantos estremecimientos, es la de los mismos apóstoles. Jesús duerme. Y los discípulos claman angustiados: «Señor, ¿es que no ves que nos hundimos?» (Lc 8,24). Ya el profeta había encarnado este mismo clamor: «Despierta, despierta… revístete de poderío, brazo de Yahveh … ¿no eres tú el que secó el mar?» (Is 51,9-10).
Los hombres solemos condenar con naturalidad excesiva. Necesitamos condenar hasta para creemos justos, para justificarnos. Los cristianos nos condenamos mutuamente, a veces, en el mismo ejercicio de la pastoral. Para nada sirve un concilio que ha postergado definitivamente el anatema y se expresa en un clima indudablemente pastoral. El amor de Dios no condena. Condenar es un signo de debilidad. Porque todos, y no sólo unos pocos, somos pecadores. La condena, dentro de la Iglesia, es un signo de debilidad. Todos estamos invitados a convencer amando.
5. LA CRUZ, FUERZA DE DIOS EN CRISTO
La fuerza de Dios es Cristo en la cruz. El poder de Cristo es el amor sufrido. A nadie vence. Ante todos se humilla. Su éxito personal está en la aceptación del fracaso propio. Su vida somos nosotros. En Cristo, la verdad total es el amor sin límites.
Marcos, ya en el comienzo del evangelio quiere relatar el «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). Es precisamente cuando Jesús expira en la cruz el momento en que el centurión confiesa: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Evangelio, o buena noticia, era la notificación de la entronización del rey. En este sentido, el Hijo de Dios toma posesión de su señorío real en el trono de la cruz. Su especial relación con Dios esdescubierta en el momento de la mayor debilidad. Dios se revela en la humillación del Hijo. Cristo es condenado como blasfemo no sólo porque se decía Hijo de Dios, sino porque se consideraba enviado de Dios precisamente mientras era escupido, ultrajado y masacrado ante el Sanedrín. Para la mentalidad judía, Dios no podía soportar en silencio la humillación de su enviado. Jesús rompe con esta idea dominante de Dios, entre sus contemporáneos. Le dicen que baje de la cruz en nombre de Dios, pero no baja. Dios no es ya el agente superpoderoso dedicado a garantizar la eliminación de las injusticias, como los hombres de todos los tiempos se imaginan. Dios está para siempre con los humillados, en elnúcleo mismo de sus sufrimientos, en plena solidaridad con ellos.
Juan pone en boca de Jesús: «Cuando yo sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La fuerza de Cristo actúa a través de la cruz.
Pablo escribe en 1Cor: «Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (1Cor 1,22-25). «No quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1Cor 2,2).
6. CRISTO: EL AMOR DE DIOS EXPRESADO EN EL EXTREMO DEL SUFRIMIENTO
A Cristo no le pueden entender los que le buscan desde la pura razón. El amor de Dios no es la consecuencia de un proceso razonable. Dios no distribuye su amor en la proporción de la justicia humana. No hay razones que provoquen el amor gratuito de Dios. Nadie puede manipularlo. Dios ama porque ama. Ama como Dios, no como los hombres. Si hubiese amado desde la pura racionabilidad, su amor no sería como es. El amor de Dios es historia, un acontecimiento que sucede y que adviene como don.
Cristo contempla el sufrimiento en un marco superior al de la razón humana. Ve que el supremo mal del hombre es la pérdida de su propia identidad, el mal del corazón, la desfundamentación del sentido de la existencia, su condición de vagabundo, alejado de la casa del Padre. Y él, ante esta descomposición del hombre originada por el pecado o el error, ama al hombre incondicionalmente, en su misma miseria más honda. No ama la ofensa, pero sigue amando a los que le ofenden. Hace del perdón, de la curación del hombre, la razón de su misión (Cf Lc 4,18-19).
Protesta como nadie contra el dolor y el sufrimiento de todos los hombres, sin excepción: de los que lo soportan, como es evidente, y de los que lo causan, porque ellos mismos revelan más que nadie su mal de humanidad. Protesta desde la suma solidaridad, asumiendo en su propia carne todas las consecuencias del egoísmo humano. Dios, en Cristo, no sólo no es causa del sufrimiento: es víctima del mal del mundo. Y lo asume libremente no para denunciarlo, sólo, sino para vencerlo. Es la protesta más radical y noble. Dios no se limita a protestar ni pretende intervenir en el mundo para castigar a éstos o aquéllos. Hay quienes tienen las manos puras sencillamente porque no tienen manos. No conocen sino la aparente solidaridad de las palabras, pero no la de los hechos. Dios, en cambio, ha metido la mano en la masa. Y se ha hecho, por nosotros, «pecado», «maldición», «cargado con nuestras iniquidades». Su compromiso está lleno de desinterés de sí: un desinterés que le hace descender de su condición divina, y hasta de su condición de hombre normal, para apropiarse, libremente, de todos los males, físicos, morales y de identidad transcendente, de todos los hombres. Dios ama solidarizándose con los que sufren y asumiendo como propios sus males. Sólo los que son sumamente solidarios se pueden encontrar con Cristo. Sólo los que tienen amor sincero pueden converger en él. Sólo le entienden los que aman a fondo perdido. Sería una desgracia que Dios oyera la protesta de los que claman contra su silencio ante el sufrimiento.
El silencio de Dios no es la última palabra. El no intervencionismo de Dios significa sólo que Dios rechaza las soluciones fáciles y parciales. Dios ama a todos. Nadie puede coaccionar a Dios a enviar fuego sobre algunos, porque también los que protestan son pecadores y necesitan misericordia. Es mayor milagro la misericordia universal de Dios que la venganza justiciera que algunos reclaman. Dios no quiere el mal ni el sufrimiento del hombre. La muerte de Jesús no fue directamente querida ni por él el masoquismo no salva, ni por el Padre que no es un verdugo. El sufrimiento de Cristo es un amor superabundante. Y lo soporta por todos los hombres. Porque en este mundo no hay inocentes y culpables. Todos somos pecadores. Su comprensión y perdón del hombre tiene un marco más real y universal. Es amor de padre, de madre, de amigo, de esposo, de Dios… Su última palabra no es la justicia, ni la protesta, ni la condenación: es la reconciliación suprema y el amor sin límite.
II. ORIENTACIONES PARA DAR MARCO ADECUADO A LA ORACIÓN
La cuaresma es el camino de la pascua. La liturgia nos va a recordar con insistencia que «éste es el tiempo de la salvación» ¿Qué podemos hacer?
1. SOBREPASAR EL ESTANCAMIENTO EN LA RUTINA
La mayor insistencia de las recomendaciones para este tiempo santo es la conversión y mortificación. A pesar del evidente proceso de secularización, todavía podemos advertir cuán profundamente caló este espíritu de penitencia en el pueblo creyente, ya desde los orígenes, consagrando costumbres milenarias en la misma sociedad civil de los pueblos de Europa. Mayor sobriedad de vida, una caridad solidaria más exigente, prácticas piadosas penitenciales, etc., constituían el espíritu con el que era vivido este tiempo santo.
Nosotros, para resituar el sentido de la conversión en su raíz, centramos nuestra atención en la persona de Cristo, en el misterio de nuestra incorporación a él.
2. LA VIDA EN CRISTO
La fe nos dice que no sólo somos cristianos, sino que somos Cristo, Cuerpo Místico de Cristo. Él ascendió a los cielos, y sin embargo, permanece vivo para siempre con nosotros. Retiró su visibilidad biológica, corporal, histórica, pero permanece misteriosamente presente a través de los signos sagrados de la escritura, de los sacramentos, de la comunidad creyente.
Son no pocos los cristianos que todavía tienen la atención retenida en «aquel» cuerpo físico de Jesús, representado en imágenes artísticas o imaginarias. En la medida en que se hallan fijados en «esa» imagen exterior de Cristo, hacen inviables los caminos de la fe, pues se relacionan con un cuerpo ahora inexistente, al que quieren seguir viendo, tocando, probando y comprobando. Ante esta actitud habría que preguntarse ¿qué significa creer hoy? La respuesta nos diría que creer no es encontrar «aquel» cuerpo, sino su presencia «real», hoy, en la forma que el mismo Señor determinó para encontrarnos con él. Él, ausente de nosotros en su forma física, quiso quedarse presente de modo misterioso en la escritura, en el pan, en la comunidad que los acoge y comulga.
Una visión maravillosa de la fe contempla en unidad indisociable el cuerpo escriturístico de Cristo (CristoPalabra, las escrituras), su cuerpo eucarístico (eucaristía) y su cuerpo místico (la Iglesia, las asambleas celebrantes). No son tres, sino una misma realidad. El cuerpo místico, nosotros, no somos otra cosa que el resultado de la Escritura y del pan compartidos, comulgados, asimilados. Cristo está verdaderamente presente en la palabra (SC 7). La Iglesia ha venerado siempre la escritura al igual que el cuerpo eucarístico del Señor. El «pan de vida» ha significado siempre tanto el evangelio como la eucaristía. Más todavía: no hay manducación sacramental del pan allí donde no hay manducación espiritual de la palabra. Pues comemos el pan en la fe y mediante la fe. La palabra revela lo que el sacramento hace, de la misma manera que el sacramento realiza lo que la palabra anuncia. Palabra y sacramento son inseparables. Cristo, siempre el mismo e indivisible, se nos da en el pan a nosotros en la forma que la palabra proclama, para que nosotros nos unamos a él progresivamente.
La vida cristiana consiste en «que Cristo tome forma en vosotros» (Gal 4,19).El cristiano, la comunidad reunida, se congregan para realizarse como cuerpo de Cristo: «formamos un mismo cuerpo los que nos alimentamos de un mismo pan» (1Cor10,17), y para expresarlo en nuestras vidas como «carta de Cristo escrita no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo, no en tablas de piedra sino en las tablas de carne del corazón» (2 Cor 3,3). La comunidad auténtica no es sólo «observante» o «comprometida», sino «cristiana».
Aquí radica toda la teología de San Pablo cuando describe la vida cristiana como el proceso de reproducción, a lo vivo, de la persona y vida del Señor en nosotros. «Estamos vivificados en Cristo» (Col 2,13), crucificados con él (Gal 2,19), muertos en él (2Cor 4,10), sepultados con él (Col 2,12), resucitados con él (Col 3,1), sentados en los cielos con él (Ef 2,5-6). El Vaticano II dice: «Conmemorando así los misterios de la redención… en cierto modo se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación» (SC 102).
3. PASIÓN DE CRISTO HOY EN EL MUNDO
Es tan real nuestra incorporación a Cristo que la celebración de los misterios de la vida del Señor, en nosotros, nos hace contemporáneos de Cristo, sujetos activos de su pasión. Nuestro sufrimiento tiene la calidad de ser pasión de Cristo. Cristo prolonga su misterio redentor en nosotros. Una Iglesia que sólo proclamase la muerte del Señor en los medios, en las doctrinas y verdades, pero no en su propia vida, no tiene nada que decir al mundo. Los textos paulinos son sorprendentes.
«Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
«¿Es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en su muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él…» (Rm 6,3ss).
«Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4,10).
Jesús había dicho terminantemente a Pedro, que no comprendía la locura de la cruz: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga» (Mt 16,24).
4. LA CRUZ DE LA VIDA REAL
El realismo de la pasión de Cristo en sus miembros es impresionante. Estamos en el acontecimiento central de la fe. No caben reduccionismos. Sólo la cruz salva y redime. Resulta ridícula, acaso escandalosa, una representación puramente ornamental, o puramente ritual de la pasión del Señor que no conlleva el realismo de su actualización sacramental, psicológica y social en nosotros su cuerpo. He ahí un drama trágico en los cristianos de hoy. Celebramos celebraciones. Pero no celebramos la pasión de Cristo en nuestras vidas poniendo amor en el corazón de las violencias de este mundo. Veamos algunos espacios donde la pasión de Cristo nos reclama:
a) En la comunidad creyente
No permanecer instalados placenteramente en las devociones populares, aun cuando sean sin duda recomendables. Madurar y hacer madurar la fe en una piedad más netamente cristiana y cristocéntrica (basada en la Biblia y en la liturgia).
Saber encarnar una Iglesia más evangelizada y más evangelizadora, más sanante y misionera, más presente en los grandes problemas de los hombres (culturales, políticos, sociales, económicos), en la que los alejados y marginados reciban continuamente de nosotros, los creyentes, «buenas noticias».
Una comunidad que, aun sabiéndose unida a Cristo, segura y firme en él y en la asistencia del Espíritu, no se juzga impecable, irreformable, sino que reconoce justamente la infinita unión y, a la vez, la infinita distancia con Cristo, y que sabe sacrificar sus seguridades, su propio cuerpo y prestigio (Fil 2,58), el templo y el sábado (Mc 2,27) y la ley (Gal 5,18), en favor de los hombres.
Una comunidad con amor y respeto infinitos a la auténtica tradición originante y continuada del evangelio, de los sacramentos, del magisterio, pero también con fidelidad absoluta a una expresividad hodierna e inteligible para los alejados de nuestro tiempo, siendo reconciliación, sanación, solidaridad, amor gratuito, en las situaciones de egoísmo, de violencia, de pecado social y personal, de nuestro mundo.
Una Iglesia que aparece como ofertadora de la libertad verdadera y no como amenaza de la misma; proclamadora de salvación, de alegría, de paz, y no de defensa propia y de condenación.
Una Iglesia que no se detiene en los aspectos disciplinares y rituales, sino que, respetándolos con cariño, se centra más bien en el significado y contenido evangélicos y originales de las celebraciones de la fe.
Una Iglesia en la que el carisma ministerial o servicial de los sacerdotes impulsa con decisión y gozo el protagonismo celebrativo, espiritual, de la comunidad entera, que hace presente y actual en el mundo la persona y el sacrificio de Cristo en favor de la comunidad mundial de los hombres, ofreciendo y ofreciéndose ella misma con Cristo.
b) En la sociedad civil
– No a la irresponsabilidad social, a la inacción y el escapismo.
– No a los que suplantan y no representan.
– No a la corrupción, al amiguismo, al favoritismo partidista.
– No a la mentira, al engaño, a la demagogia.
– No al dinero fácil, a los derechos sin deberes, a la pretensión de recibir sin dar.
– No a la defensa de lo propio, con detrimento de la comunión universal, de los más pobres.
– No al capital salvaje, sin visión humanizadora y personalizadora.
– No a la demagogia sindical cuando no tiene en cuenta la salvación de la empresa.
– No a los sistemas que matan la idea en favor del interés.
– No a la ideología que suplanta la verdad, o al partidismo que ignora el bien común.
– No a cualquier tipo de ambición, de poder, que no da prioridad de atención a los más pobres.
– No a los regionalismos excluyentes que desequilibran, crispan, y ofenden, porque ignoran siempre la solidaridad, la universalidad, la razón y la fe.
(extracto del Libro «Vivir el Año Litúrgico», de Francisco Martínez, Ed. Herder, 2002).
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