NAVIDAD
DIOS SE HACE HOMBRE PARA QUE EL HOMBRE SE HAGA DIOS
La oración nos introduce en el fondo más profundo del misterio cristiano. Es Dios quien ha querido abrirse y revelarse. Es iniciativa y gracia suya. Pero él desea que entres dentro de ese misterio inefable, más adentro de donde te encuentras, hasta donde nunca has llegado a penetrar.
Dios ha llegado a hacerse hombre real con el fin de que el hombre llegue a ser Dios por participación. Entra en el corazón de Cristo. Es un Dios hecho hombre que quiere hacerse más cercano, y que nada anhela tanto como que tú le conozcas mejor. Y entra dentro de ti, en tu propio corazón, donde él ha querido realizar su presencia, para que te dejes divinizar por él… Una de las antífonas del día uno de enero, fiesta de María Madre de Dios, dice: «¡Qué admirable intercambio! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y, hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad».
1. DIOS SE HACE HOMBRE
Lo dice con realismo San Juan: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). San Pablo dice,
asombrado, de Cristo: «A pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos» (Flp 2,5-7). «Tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser misericordioso» (Hbr 2,17).
El Verbo encarnado es el vértice de las maravillas de Dios. Manantial del ser, de la historia y del hombre. Fuente de espíritu y de vida. Un hombre a lo divino y un Dios a lo humano. Proximidad, cercanía, amor, gozo, alabanza y gloria. Él tiene palabras de vida eterna. Todo lo hizo bien. Polarizó su existencia hacia los enfermos, los pobres, los pecadores. Sus encuentros con los apóstoles, los pecadores, con todas las personas, son momentos inefables, llenos de una humanidad sin límites. Se hizo máxima «entrega», máxima afirmación de los otros en el más absoluto anonadamiento propio. San Juan condensó así la experiencia del encuentro de los apóstoles con Cristo: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de Vida…» (1 Jn 1,1).
Hazte presente a Cristo. Encuéntrate con él. Mírale cara a cara. Acógelo. Siente su amor, su entrega. Déjate asombrar. Cree. Gózate. Adora. Ama.
2. EL HOMBRE SE HACE DIOS
La divinización del hombre es una consecuencia lógica de la seriedad de la encarnación. Es
lo directamente intentado por Dios, por medio de Cristo. Él no se quedó en Palestina. Apostó por el hombre. El hombre es el objetivo y la intención expresa de Dios, la cima de su misión. Está diseñado únicamente en Cristo, como prolongación de su misma encarnación. La revelación da testimonio, con términos sorprendentes, del resultado de la encarnación de Cristo: «A los que le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios» (Jn 1,12). «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamamos hijos de Dios ¡pues lo somos!» (1 Jn 3,1). El simbolismo de la comida lo dice todo. La comida llega a ser nuestra persona e identidad. Cristo se hace nuestra verdadera comida y bebida: «El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él» (Jn 6,56). San Pedro escribe con inaudita audacia: «Nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina» (2 Pdr 1,4). Como «dos llamas se hacen una sola llama» (Santa Teresa), así «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8,16). El mismo impacto y penetración que el Verbo eterno hizo en el Hombre Jesús, es el que hace en nosotros también. Somos su Cuerpo. Si él, incluso como hombre, es hijo natural de Dios, nosotros lo somos por participación,
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por gracia. Él nos extiende su personal filiación divina. De tal manera que el Padre, en nosotros, ve a su Hijo, ama a su propio Hijo, pues estamos alcanzados por Cristo en nuestra propia identidad. Por medio del Espíritu Santo, el Padre y el Hijo están presentes en nosotros con una presencia dinámica, engendradora, configuradora, transformante. El gran problema de nuestra vida es descubrir la presencia de Dios en nuestra vida y hacer de ella una experiencia profunda.
Quien acepta a Cristo en su vida, quien acoge su encarnación y se deja conducir y animar por su Espíritu, adquiere, en su comportamiento, una modalidad divina, unos sentimientos superiores, característicos del Padre de los Cielos. No se trata de un simple talante o esfuerzo moral, de la puesta en práctica de unos ideales humanos. Es un don de Dios, una corriente divina, que crea en nosotros una connaturalidad gozosa, mística, con él, porque es expresión de un influjo que procede directa e inmediatamente de él y que él está sustentando en nosotros. Son los mismos sentimientos de Cristo trasladados a nuestra vida: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5). Todas las recomendaciones morales de San Pablo a los cristianos de las comunidades por él evangelizadas son una consecuencia de esa inserción vital en Cristo. Estamos unidos a él y él nos transfiere su mismo Espíritu, sus sentimientos, sus actitudes. El cristiano ha de reproducirle, revestirse de él, dejarse sustituir por él, enterrar al hombre viejo y revestirse del nuevo, que es él.
3. PARA LA MEDITACION PROFUNDA
Siente a Cristo en tu vida. Déjate amar por él. Acógelo. Haz fidelidad donde hay distancia y frialdad. Suplícale que entre en el fondo de tus problemas, tensiones, dificultades. Piensa con su pensamiento. Ama con su mismo amor.
Lee los textos. Déjate impregnar por ellos como la esponja en el agua. Elige un texto, el que más te impresione. Elige un sentimiento, o mejor, una sola palabra. Es Cristo hablándote, amándote. Déjate hablar, amar. El texto es él mismo, su intimidad personal… Ante él intenta
SALIR DE TI, IR HACIA ÉL, TODO EN ÉL, NUEVO POR ÉL.
Extracto «Vivir el Año litúrgico», de Francisco Martínez, Herder, 2002
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