OBJETIVOS
- Buscar el encuentro con Cristo principalmente no en devociones privadas o subjetivas, sino donde él ha decidido ser encontrado: en la liturgia como espacio privilegiado donde él habla y actúa, aquí y hoy.
- Saber ver las fiestas del Señor no como recuerdos del pasado, sino como acontecimientos sagrados que contienen para nosotros la realidad misma que conmemoran: el año litúrgico es la reproducción, a lo vivo, de los misterios de la vida del Señor en nosotros.
- Conocer mejor la eucaristía a través de las lecturas proclamadas, como la persona y vida del Señor. La consagración del pan como cuerpo de Cristo, y la de la asamblea como cuerpo místico del Señor, se realizan en la forma que las Escrituras proclaman. Es comulgando con las Escrituras como asimilamos fructuosamente la eucaristía, cuerpo del Señor.
1. LA RECUPERACIÓN DEL MISTERIO
El año litúrgico es el molde que graba en la comunidad cristiana, en las asambleas reunidas los días festivos para celebrar el memorial del Señor, y en cada uno de los fieles que celebran la fe, la imagen misma del Señor. La formación de Cristo, de los misterios redentores de su vida, de sus actitudes y sentimientos, en nosotros: he ahí toda la maravillosa realidad del año litúrgico. Es Cristo mismo, y los misterios de su vida, grabado a lo vivo en la vida de los creyentes. El sello metálico presionando en la materia fluida y blanda del lacre graba su imagen de tal manera que ésta queda reproducida y puede ser percibida claramente. En el año litúrgico la Iglesia se celebra ella misma como presencia viva e imagen misteriosa del Señor. Las fiestas del Señor no son meras recordaciones, simple aniversario en el calendario anual: contienen la realidad misma que conmemoran. Pero ahora no como suceso histórico y social, sino como realidad de Espíritu Santo y de gracia que renueva en nosotros, los fieles, la persona y la vida del Señor.
Este gran acontecimiento no puede ser percibido y comprendido por quienes, en la comunidad cristiana, todavía no han logrado penetrar en la admirable zona del misterio. A veces, al ver nuestras celebraciones, al oír las homilías, al leer la literatura que se produce en torno a la pastoral litúrgica, se ofrece la triste impresión de que la organización eclesial no se desenvuelve dentro de la zona del misterio. Es una realidad mucho más eclesiocéntrica que cristocéntrica. En la mentalidad imperantese piensa que el presidente es «el celebrante» en exclusiva. La asamblea de fieles permanece pasiva en exceso y, más allá de su presencia física, le entretiene en gran parte la costumbre y la rutina. Su máxima sintonía no suele ir más allá de la recitación de oraciones y la participación en cantos y gestos. La realidad fundamental de las celebraciones, la más gozosa, es la presencia del Espíritu Santo en la asamblea y en cada uno de sus componentes. Y la razón de esta presencia del Espíritu es nuestra configuración con Cristo. «El que no tiene el Espíritu de Cristo este tal no le pertenece» (R 8,9).
Es lamentable comprobar cuántas celebraciones de la fe poco o nada tienen que ver con Cristo, con nuestra identificación con él. A veces damos la impresión de que las mismas verdades y normas, en lugar de derivarse de la presencia y acción misteriosa de lo que celebramos, vienen siempre desde fuera, no desde dentro. Aquí no se hace realidad la repetida afirmación de la más pura tradición de que lo que oramos es precisamente aquello mismo que creemos. Quien no ha llegado a percibir la Iglesia como misterio, no puede percibir tampoco el contenido profundo de la liturgia y del año litúrgico. Es como si sólo se estuvieran contemplando desde fuera las vidrieras sorprendentes de una catedral gótica. Sólo percibiríamos cristales oscuros, junturas de plomo inarmónicas. Es desde dentro como podremos contemplar una increíble sinfonía de vida, de colores, de misterios de la fe, transidos por la luminosidad radiante del sol.
La liturgia es la fuente y cima de la vida cristiana. La Iglesia apostólica y de los Padres fue desplegando el misterio pascual durante el año litúrgico en una especie de gran misa que dura todo el año no sólo como pedagogía, sino como mistagogia, es decir, como iniciación vivencial a los misterios de la vida del Señor. De este modo la liturgia, como dijo Pío XI, se transforma en el órgano más importante del magisterio ordinario de la Iglesia porque no sólo enseña como luz, sino que configura profundamente la vida. La primera tarea de la pastoral es sintonizar el corazón con la fe, con el misterio del amor y gracia de Dios manifestado en Cristo. Se pueden alabar las devociones populares. Pero cuando éstas suplantan y bloquean la vivencia de Cristo y de su misterio, es preciso confesar que allí mismo se está operando una reducción ruinosa de la misma fe.
A través de la liturgia es Cristo mismo quien se hace presente en la comunidad, su cuerpo místico, con el fin de que sea ella misma la que le represente, le actualice, le visibilice. Quien construye una pastoral, una evangelización, al margen de este rasgo transcendental margina el hecho mismo de la actualidad y contemporaneidad de Cristo presente hoy en el mundo y en la historia, prolongando la redención a través de nosotros. Hoy Cristo vive, redime, salva, con nosotros y a través de nosotros, su cuerpo. Quien rebaja la comunidad, quien la desconsidera, quien la hace pasiva o marginal en las celebraciones, margina y anula la misma fe en su núcleo esencial.
2. POR QUÉ SON DIFERENTES LAS MISAS DEL CALENDARIO ANUAL
El misterio de Cristo en su unidad total y absoluta es «el paso desde este mundo al Padre», o de la muerte a la vida, o de las tinieblas a la luz. Este paso ocurrió en la Cabeza, Cristo, y ahora está ocurriendo en nosotros, sus miembros. San Pablo lo afirma refiriéndose al bautismo del cristiano: «Hemos sido sepultados con él por el bautismo en la muerte, a fin de que así como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,4). Refiriéndose a la eucaristía dice: «Cuantas veces comáis este pan y bebáis de este cáliz anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor 11,26). Toda la realidad profunda de la Iglesia es que ahora, en el tiempo, se está revistiendo de eternidad, porque ella misma, incorporada a Cristo, está muriendo de su muerte y resucitando de su misma resurrección. Ahora, unidos a Cristo, estamos pasando de la muerte a la vida. He ahí el núcleo fundamental y constituyente del misterio cristiano.
Ahora bien, parece surgir un problema: si la misa es siempre y en cada caso la presencia del misterio de Cristo en su totalidad ¿por qué tenemos tantas celebraciones diferentes en el calendario anual? ¿Por qué conmemoramos las diferentes etapas, y hechos, de la vida histórica y terrena del Señor? ¿Qué es lo que en verdad contienen estas celebraciones aquí y ahora? ¿Representan de verdad la vida y misterios del Señor? ¿En qué sentido? Y si la representan, ello ¿se ajusta al desarrollo del año litúrgico?
La importancia de estos interrogantes se acrecienta si con el Concilio afirmamos que «En la liturgia se realiza la obra de nuestra redención» (SC 2); y que las fiestas del año litúrgico no son mero recuerdo, pues, como dice el Concilio Vaticano II, «conmemorando así los misterios de la redención… en cierto modo se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos…» (SC 102).
3. EL DINAMISMO DEL MISTERIO PASCUAL EN EL DESPLIEGUE DEL AÑO LITÚRGICO
La dinámica profunda de la historia de la salvación tal como está escrita en el nuevo testamento apunta a lo que es el meollo de la vida cristiana y que se refleja como en un doble movimiento que va desde el Padre, por el Hijo, en el Espíritu, a nosotros, y desde nosotros, por Cristo, en un mismo Espíritu, hasta el Padre. Es, gracias a nuestra incorporación a Cristo, una correalización de la vida íntima, trinitaria, de Dios. Jesús dice «vine del Padre» y «vuelvo al Padre». Este doble movimiento se proyecta, como una imagen en la pantalla, en los hombres de nuestro tiempo y los envuelve en ese dinamismo siguiendo los ritmos del año litúrgico. En la encarnación, Cristo asumió nuestra carne, nuestra humanidad. Nos asumió a nosotros. Haciéndose él hombre, nos hizo a nosotros partícipes de Dios. El descenso de Cristo a la tierra es nuestro ascenso a los cielos. Y ahora, en la liturgia, Cristo prolonga su encarnación en nosotros. Lo que un día hizo en el mundo, en Palestina, hoy lo está haciendo dentro de los hombres, en la liturgia. El año litúrgico es la encarnación, a lo vivo, de la vida del Señor, de sus misterios, en las asambleas celebrantes. Y al penetrar en nosotros, al grabar sus vidas en nuestras vidas, nos hace a nosotros penetrar «por Cristo, en un mismo Espíritu, junto al Padre» (Ef 2,18).
Estudiemos este hecho en las siguientes tres afirmaciones:
1. El misterio pascual es perennemente actual
El misterio pascual es un acontecimiento siempre actual. Esta actualidad no se basa en una reiteración de su realidad histórica: hecho «de una vez para siempre» (Hbr 10,14), ya no se repite. Tampoco se trata de una rememoración puramente mental o intencional. Se trata de una presencia real de Cristo y de una verdadera actualización de su obra de redención. El Concilio nos recuerda: «Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa… está presente con su fuerza en los sacramentos… está presente en su palabra… está presente cuando la Iglesia suplica y canta salmos…» (SC 7).
La predicación de los Padres, la misma teología de nuestros tiempos, han puesto su insistencia en la actualidad siempre viva de la muerteresurrección del Señor en cuanto acción y acontecimiento. O bien lo dan por supuesto o en ocasiones lo explican de diferentes maneras. Como acción temporal la muerteresurrección de Cristo fue una acción irreversible. Pero hay algo verdaderamente perenne, transhistórico, que se sacramentaliza en un acto visible de la Iglesia, a la vez que se sitúa en un tiempo determinado cuando celebramos el memorial. Esto es así porque el Hijo de Dios eterno está personalmente presente en los propios actos del hombre Jesús. Se trata de una persona, una presencia personal que se manifiesta precisamente en un acto, en una celebración concreta. En este sentido, el sacrificio de la cruz y todos los misterios de la vida de Cristo son realidades eternamente actuales, indestructibles. Y lo son porque Cristo, en su humanidad glorificada es «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hbr 13,8). Por ello, es preciso tener en cuenta que los sacramentos son concebidos más bien como un vínculo entre el Cristo celeste hoy viviente en los cielos y nuestra celebración aquí y ahora en la tierra. No como un puente entre la acción que celebramos y el pasado histórico de la muerte de Cristo en la cruz, en Jerusalén.
2. El misterio pascual es perenne para que pueda ser participado por la Iglesia de cada tiempo y lugar.
Si el misterio pascual de Cristo se hace actual y presente es para que sea participado, apropiado, por la comunidad cristiana, la Iglesia. De esta forma, la comunidad cristiana se convierte ahora en la visibilidad histórica del Cristo celeste. La Iglesia no es sólo una institución funcional y social: es un misterio, una comunidad que está siendo continuamente vivificada por el Espíritu Santo. Es «una misma cosa en Cristo» (1 Cor 10,16-17; Col 3,11; Gal 3,28); es «la plenitud de Cristo»(Ef 1,23; 2,22; 4,12-13), así como Cristo es llamado «la Plenitud de la Divinidad» (Col 2,9).
Así, pues, la Iglesia terrena visibiliza al Cristo hoy celeste, del mismo modo que el Cristo terreno de Palestina visibilizaba al Padre. Por ello la Iglesia es llamada Cuerpo Místico de Cristo. Esto es ciertamente una metáfora si se relaciona analógicamente con el cuerpo humano. Pero la realidad contenida en la metáfora desborda a la misma realidad física. El Cristo hoy viviente y glorioso en los cielos y nosotros formamos una misma realidad homogénea de gracia por la comunicación mutua del culto y de la vida divina. La razón de dicha unidad es que hemos sido incorporados a Cristo y a su muerte y resurrección por el bautismo, y que alimentados por idéntico pan, tenemos un mismo Espíritu, para formar un mismo Cuerpo.
Así, la Iglesia del tiempo aparece como sacramento terrestre del Cristo celeste. Es cuerpo de Cristo. Y por tanto, no sólo instrumento de salvación, sino la salvación misma. Es la forma corporal y social de esta salvación, o la salvación de Cristo manifestada en forma histórica. Entrar en contacto con la Iglesia es entrar en contacto con la salvación misma. De ahí que la Iglesia haya sido llamada «sacramento radical», «protosacramento», o «sacramento primordial», que significa que así como sin Cristo no tenemos al Padre, así sin la Iglesia no podemos tener a Cristo. En resumen: cada cristiano, y el conjunto de todos ellos, es sacramento de la presencia dinámica de Cristo en el mundo. Le hace visible por la fe y las buenas obras. Su testimonio es verdaderamente evangelio o evangelización. Organizar la evangelización al margen de este hecho transcendental, sería anular la misma evangelización.
En la Iglesia existen los siete sacramentos diversos. En realidad no hay sino un solo sacramento: Cristo comunicándose a la Iglesia. La Iglesia tiene una naturaleza y estructura sacramental. Los sacramentos son Cristo formando a la Iglesia, o la Iglesia formando a Cristo en la comunidad. Los sacramentos hacen a la Iglesia para que la Iglesia haga los sacramentos. Éstos son la manifestación primordial de la constitutiva sacramentalidad de la Iglesia. Son acciones visibles que verifican la presencia de la gracia de Cristo en las personas para la progresiva realización del Reino de Dios en cada uno de los hombres. No son algo distinto de la Iglesia. Son la Iglesia misma en el proceso de su existencia y su desarrollo. Son actos salvadores personales de Cristo, que adquieren la forma de actos funcionales de la Iglesia. Y son actos de Cristo, siendo a la vez acciones de la Iglesia, porque la Iglesia es Cuerpo de Cristo. Cuando una mano coge un objeto, éste es tomado por los dedos. Así, cuando Dios diviniza al hombre, en su brazo (Cristo) le tiende su mano (Iglesia) para ser tomado con los dedos (sacramentos). En los sacramentos siempre es Cristo el que hace la salvación; pero Cristo, a través de su presencia en la Iglesia, en los sacramentos.
Los sacramentos no son realidades independientes. Significan y realizan nuestra progresiva incorporación al Cristo glorioso. La diversificación de sacramentos no representa otra cosa que las diversas etapas o aspectos de un mismo proceso incorporativo a Cristo y a la Iglesia, o la santificación de las diferentes situaciones o estados fundamentales del hombre, en el matrimonio o en el ministerio del orden. Todos forman una unidad indestructible: Cristo y su formación en nosotros. «No existe otro sacramento de Dios que Cristo: lo que era visible en Cristo, pasó a los sacramentos de la Iglesia» (San Agustín).
El creyente, acogiendo constantemente la palabra de Dios, y entregándose, todo él, a la palabra, dejándose conducir por el Espíritu, va asimilando los sentimientos, criterios, valores de Cristo, se va revistiendo de él, le imita no sólo por fuera, moralmente, sino por dentro, mística y sacramentalmente, se identifica con todos los movimientos del alma de Cristo, se deja sustituir por él, de forma que el cristiano, prolongando la encarnación de Cristo, es como una irradiación de su propia vida. De esta forma el creyente reproduce la vida de Cristo y sus misterios, desde el nacimiento hasta la glorificación. El bautismo es el nacimiento a la nueva vida, el primer contacto con la muerte y resurrección de Cristo. La confirmación es el don de la madurez del Espíritu, la edad adulta en Cristo. Por la eucaristía el cristiano vive en progresiva comunión con Cristo irradiando su misma gratuidad. La penitencia es reconciliación con Dios por la recuperación de la vida en Cristo. El matrimonio hace presente entre los cónyuges la entrega total de Cristo a la Iglesia. Por el orden, los sacerdotes personalizan a Cristo Pastor. En la unción los enfermos recuperan la salud mesiánica.
San Pablo describe la vida cristiana como un estar injertados en Cristo Jesús, reproduciendo su vida. Estamos vivificados con Cristo (Col 2,13), padecemos con él (Rom 8,17), vivimos concrucificados con Cristo (Gal 2,19), se reproduce en nosotros su pasión (Col 1,24), conmorimos con él (2 Cor 7,3), somos sepultados con él (Rom 6,4), resucitamos con él (Col 2,12), nos ha hecho ya estar sentados con él en los cielos (Ef 2,6), reinamos ya juntamente con él (2 Tim 2,12). Cada cristiano reproduce unos rasgos de Cristo, y toda la Iglesia constituye su Cuerpo. Los santos representan el misterio pascual ya cumplido en ellos (SC 104).
Las asambleas dominicales constituyen un momento importante en el proceso de nuestra identificación con Cristo. El pueblo se reúne para escuchar y acoger la palabra de Dios. Somos el pueblo de la revelación, de la Escritura. Es ella propiamente la que configura nuestra identidad creyente. La palabra de Dios hizo el mundo y originó la identidad del pueblo elegido haciendo de una masa caótica una unidad espiritual, el pueblo de Dios. Ahora la palabra de Dios nos hace salir de las tinieblas y nos engendra a la luz, Cristo. La vida cristiana es la respuesta a la palabra de Dios que llama. Lo que la palabra proclama, el sacramento, unido a ella, lo realiza y consagra. La asamblea dominical es el crisol donde la comunidad creyente, nosotros, «nos vamos transformando en la imagen del Señor, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18).
3. El misterio pascual es participado por la Iglesia con los ritmos del año litúrgico
Llegados al núcleo del tema, lo desarrollamos en los siguientes tres apartados:
a) el cristiano vive inmerso en el tiempo natural, o de evolución, y en el tiempo eclesial o de recapitulación en Cristo.
b) El tiempo eclesial lo funda la Pascua de Cristo.
c) El misterio pascual, desplegado por la Iglesia, para su mejor asimilación, en el curso de un año, constituye el año litúrgico.
a) Tiempo natural, o de evolución, y tiempo eclesial, o de recapitulación en Cristo
Nuestra noción del tiempo está tomada del helenismo. Es algo esencialmente cuantitativo. Se representa por una línea recta, uniforme, en la que el presente se proyecta, bien hacia atrás (pasado), bien hacia adelante (futuro). En la Biblia, en cambio, predomina el concepto cualitativo del tiempo. Se expresa en la intensidad de la luz.
Cuando Cristo se encarnó en nuestra historia, introdujo en el tiempo una dimensión nueva. El Señor reconoce en el tiempo una dimensión histórica y natural, de pasado y futuro. Habla de la primera creación como un punto inicial. Y habla de «la última hora»: «vigilad, porque no sabéis el tiempo ni la hora» (Mc 13,33). Entre el principio (creación) y el fin (parusía) se sitúa la encarnación, llamada «la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4). «Se ha cumplido el tiempo» (Mc 1,15). Más todavía: en la vida de Cristo hay un tiempo que es «mi tiempo», «mi hora» por excelencia (Jn 13,1). Es su paso al Padre, por la muerte y resurrección. Ese momento quedaría cristalizado en él como cabeza, y nos lo ofrece por medio de los sacramentos a nosotros, sus miembros, para que pudiésemos participar también de «su paso». Es el momento privilegiado en que participamos de la vida eterna.
Tal es la paradoja que ha establecido en el mundo la resurrección de Cristo. Mientras que por una parte la duración del tiempo continúa su curso incambiable en la indefinida sucesión lineal de los años, Cristo resucitado ha introducido ya, por el bautismo y la eucaristía, en «el Reino de los cielos», «en la vida eterna», a la humanidad a él incorporada. Cristo ha querido divinizar ya en este mundo la naturaleza humana. Pero la naturaleza humana está tan ligada al tiempo que es inseparable de él. Al trasvasar lo humano a lo divino, Dios ha creado en el tiempo un nuevo movimiento de involución hacia un centro que es Cristo «Principio y Fin», «Alfa y Omega». Él hace pasar a los hombres de la corrupción a la incorrupción. El cristiano, estando inmerso en una dimensión histórica que conoce el fluir de los años, está también sumergido en una dimensión escatológica porque está ya participando de las últimas realidades.
La Pascua es la vida eterna de Cristo que se va comunicando a la Iglesia. Él es la Cabeza y nosotros somos su cuerpo. La Pascua es la introducción de los creyentes, que viven inmersos en el tiempo, en la vida eterna. Al celebrar los cristianos la eucaristía cada día en la misa cotidiana, o cada semana en el domingo, o en la vigilia pascual anual, se van incorporando al Cristo celeste y glorioso. De esta manera, la pascua es la redención del tiempo que pasa, que fluye y se desvanece. El día, la semana o el año son puestos en contacto vivo con el «Hoy» eterno de Dios y de este modo, permanecemos insertos no sólo en la historia de los hombres, sino en la entraña misma de Dios. Cristo es el Viviente, el Eterno, el principio y fin, el alfa y la omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. Él mismo es la eternidad. Por lo cual, y gracias a él, el día ya no es sólo el paso de las tinieblas nocturnas a la luz solar: es el tránsito de la pura temporalidad a la claridad divina, el paso de las tinieblas del egoísmo y del pecado a la luz de la gracia de Cristo. Y la semana ya no es sólo un ciclo de la naturaleza pura, sino imagen real del tiempo de la creación nueva, la gloria, el descanso del Señor en el séptimo día, el día de su resurrección gloriosa, pues en ese día Dios, en Cristo, descansó de su obra, y en ese día nos introduce a nosotros en su descanso. Y en la pascua anual, el año solar se transforma en el año litúrgico o eclesial, cuando su centro no es el sol natural sino Jesucristo, sol imperecedero. De esta manera, los hombres del tiempo, al celebrar los misterios cristianos, vamos pasando, por la incorporación a Cristo, del tiempo natural de evolución al tiempo eclesial de recapitulación en Cristo y su Gloria.
b) El tiempo eclesial lo funda la Pascua de Cristo
La más íntima esencia del misterio cristiano, donde se realiza el sentido de la vida de los hombres, es «el paso» o «Pascua» de la muerte a la vida. En Cristo es paso de su condición humana y sufriente, «hecho pecado» por nosotros (2 Cor 5,21), a la vida gloriosa. En nosotros es paso del estado de pecado al estado de hijos de Dios, y paso de la gracia a la gloria. Dentro de la gran unidad universal del misterio, podemos distinguir dos momentos:
El primero en la Cabeza: Cristo muerto y resucitado. Sucedido una vez, ya no se repite.
-El segundo en los miembros: se está realizando desde Pentecostés hasta la última manifestación.
Estos dos momentos no forman sino una sola realidad: el tránsito o paso de los miembros de la muerte a la vida, sólo se hace actual en la actualidad y presencia sacramental del tránsito o paso de la Cabeza. Así, el misterio de Cristo se hace el misterio de todos porque nos hace morir de su muerte y resucitar de su propia resurrección. Cristo es nuestra pascua.
c) El misterio pascual, desplegado por la Iglesia en el curso de un año, para su mejor asimilación, constituye el año litúrgico
La Iglesia no es una administradora, sin más, de la gracia de Cristo. No sucede a Cristo. No lo sustituye. Ella es su propio cuerpo, que ejerce su sacerdocio. Y es precisamente la Iglesia la que, partiendo de la eucaristía, ha organizado el año litúrgico. En él Cristo existe no como una idea para ser aprendida, sino como una fuerza viva que se graba en los hombres y que forma en ellos la imagen del Hijo. El despliegue de las fiestas durante el año no es sólo una expresión del misterio. Es, además, la realidad misma del misterio. No es una estudiada pedagogía práctica para mejor ayudarnos al conocimiento de la vida histórica de Cristo o para mejor lograr en nosotros los sentimientos correlativos a los diferentes acontecimientos de su vida humana. La Iglesia ha enseñado, ya desde los comienzos, que las fiestas contienen la realidad misma que conmemoran. La liturgia adopta un lenguaje que hace referencia a un acontecimiento que posee una actualidad presente: «Hoy nos ha nacido un niño» (Navidad), «Hoy la Iglesia se une a su celestial esposo» (Epifanía), «Este es el día que ha hecho el Señor» (Pascua). El hecho más grandioso de la liturgia cristiana es que ella nos hace contemporáneos de Cristo y de los misterios de su vida. Los Padres, en sus homilías se preguntan ante cada fiesta del Señor: «¿memoria o misterio?», «¿aniversario o actualización en sacramento?». Y afirman que las fiestas poseen de hecho la realidad viva que celebran. Recordemos el Concilio: «Conmemorando así los misterios de la redención… en cierto modo se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos…» (SC 102).
Los actos históricos de la vida terrena del Señor participan inevitablemente de la irreversibilidad de las cosas temporales. Ya no volverán a realizarse históricamente. Por lo tanto, en el año litúrgico los misterios del Señor no se reproducen ni siquiera sacramentalmente como fases separadas unas de otras. Objetivamente, los misterios del Señor se actualizan en la unidad infrangible de la Misa. Pero, subjetivamente, la fuerza salvadora del misterio de Cristo se aplica con los ritmos del año litúrgico. La Navidad, la Pascua, Pentecostés, a través de la palabra concreta, de las lecturas sagradas, proclamadas y comulgadas, irán depositando en el cristiano toda la riqueza del alma de Cristo, sus sentimientos, sus actitudes, su modo de pensar y de amar, su Espíritu. Lo que en Cristo fue historia, en la liturgia se hace, para el hombre, sacramento, realidad de gracia y de salvación. El cristiano nace, muere y resucita en Cristo. Cada año comenzará en una nueva Navidad y culminará en un nuevo Pentecostés. Pero no será un perenne comenzar de nuevo. Como los anillos de una espiral que en su progresión ascendente no coinciden, sino que cada vuelta realiza una nueva ascensión, así cada año litúrgico irá grabando en el alma del cristiano el alma de Cristo, sus sentimientos y disposiciones, de forma que el año siguiente la irá profundizando más «hasta que Cristo cobre talla en vosotros» (Gal 4,19). Y esta progresión subjetiva en el misterio de Cristo no será sólo de carácter psicológico, sentimental, ni sólo moral por la renovación de nuestro comportamiento. Será real, efectiva, espiritual, por la apropiación del contenido de cada fiesta. Será un contenido de gracia y de Espíritu Santo, en el que el futuro, el mismo Cristo glorioso, se hará presente, en comunión viva con el cristiano, bajo la base del pasado: la vida histórica del Señor.
En esta identificación con Cristo, la Escritura santa juega un papel transcendental. Es, junto con el pan consagrado, el molde de Cristo que forma la comunidad. La consagración del pan no es una realidad mecánica, siempre idéntica para los fieles. Acontece en la forma que la palabra proclama en las lecturas de cada fiesta.
Ya en los primeros momentos de la Iglesia apostólica la misma Escritura nació de la actividad litúrgica de las comunidades. En ellas la palabra se hacía proclamación y comunión. La relectura de la Escritura en las asambleas reunidas en la celebración del memorial del Señor, en el correr de los siglos, era como un molde que configuraba a los creyentes en Cristo. Por la proclamación de la palabra, acogida y comulgada, la misma vida, y los misterios de Cristo se prolongan en la comunidad creyente. La asamblea, acogiendo la palabra e identificándose con ella, revive en su entraña el itinerario de la vida de Cristo y se convierte ella misma, en la página viva donde se escribe la Escritura santa, en la letra viviente del texto escrito ahora no en papel, sino en el corazón, no con tinta, sino con el Espíritu Santo.
La palabra proclamada de este modo en las diferentes fiestas de Señor, graba la imagen del Señor en la comunidad y en cada uno de los fieles. De este modo son hechos testigos y evangelización viviente, pues el Señor vive y está con ellos, en sus corazones, por la comunión con el sacramento y con la palabra.
De este modo el año litúrgico, por la asimilación espiritual del pan y de las lecturas sagradas que proclaman la vida y sentimientos del Señor, no es otra cosa que la misma persona y vida del Señor grabadas a lo vivo en la comunidad creyente de la Iglesia.
PREGUNTAS PARA LA ANIMACIÓN DEL DIÁLOGO EN GRUPO
¿En qué está basada mi fe y espiritualidad, en devociones populares, o más bien en la vivencia del misterio pascua:l evangelio, eucaristía, año litúrgico, como proceso de incorporación e identificación con Cristo?
¿Mi observancia y cumplimiento de los mandamientos están fundamentados en la vivencia prioritaria de la iniciativa constante de Dios, de su absoluta bondad y gratuidad?
¿Vivo la Pascua como el centro de mi fe, como una participación de la muerteresurrección de Cristo, como un morir, en verdad, de su misma muerte y un resucitar de su misma resurrección?
¿He llegado a comprender que mi Pascua, o paso al Padre, sólo es posible en la pascua o paso de Cristo al Padre? ¿Su pascua es mi pascua, mi salvación y gloria?
¿Sé prolongar mi vivencia litúrgica de la Pascua en una irradiación humana, psicológica, social, siendo siempre positivo y constructivo en la familia, en el grupo, en la sociedad, en la comunidad cristiana?
Al celebrar las fiestas del Señor, en el año litúrgico, ¿qué sentimiento prevalece en mí: el recuerdo o aniversario de unos sucesos pasados, del Jesús de Nazaret, o la vivencia espiritual y actual del significado y contenido de los grandes acontecimientos de la vida del Señor, que misteriosamente se hacen presentes y contemporáneos para que pueda participarlos y llenarme de la gracia de la salvación?
¿Las fiestas del Señor contienen para mí la realidad viva que conmemoran? En las mismas, ¿siento a lo vivo la presencia de Cristo, la actualidad de los misterios de su vida, que se representan y actualizan para que pueda yo revivir su persona, sus sentimientos y valores, para revestirme y transformarme en él?
¿Están vivencialmente unidas en mí las Escrituras y el pan consagrado, el evangelio y la eucaristía, formando los dos, en unidad, la presencia de Cristo como Espíritu vivificante de la Iglesia? ¿Me habitúo a contemplar la consagración del pan, de la eucaristía, no como una presencia abstracta del Cristo histórico, sino como la presencia del Cristo hoy viviente en los cielos, de su misterio y mensaje, que en la eucaristía se hace presente en la forma que las Escrituras proclaman?
¿Veo las Escrituras como la revelación de lo que el pan contiene, y veo el pan consagrado como la realización de lo que las Escrituras anuncian?
¿Comulgo con las lecturas aplicándome yo todo al texto y todo el texto a mí? ¿Comulgo y me identifico con la palabra, y me dejo yo mismo comulgar por la palabra?
¿Es mi vida de fe una organización evangélica del corazón?
Al vivir el año litúrgico ¿me considero a mí mismo como una reproducción progresiva, a lo vivo, de la imagen del Señor?