Lecturas

Isaías 56, 1.6-7 – Salmo 66 – Romanos 11, 13-15.29-32

Mateo 15, 21-28:
En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.

Comentario:

MUJER, QUÉ GRANDE ES TU FE

2020º, 20º Domingo Ordinario

            Mateo, en su evangelio, aborda un tema de primer orden, la integración de los gentiles en la salvación mesiánica por parte de Jesús. En el ambiente del relato flota la presión de la falta de fe de los congregados en la sinagoga de Nazaret y la de los oyentes del discurso sobre el pan de vida. En un inmenso contraste, Jesús, en una región extranjera, se encuentra con una mujer que irradia una fe verdaderamente modélica. Jesús reconoce la primogenitura de Israel. Primero, los judíos. Luego, y por igual, los gentiles. Si la Transfiguración anticipó la pascua, así  una mujer del pueblo pagano anticipó la fe del pueblo gentil.

            Jesús salió a una tierra de paganos, Tiro y Sidón. Mateo habla de marchar en sentido de retirarse de, connotando un clima de persecución. Y es precisamente en el pueblo gentil donde Jesús halla una mujer de fe extraordinaria. La mujer llama a Jesús “Señor” e “Hijo de David. No es inverosímil que una persona limítrofe a Israel llamase a Jesús Hijo de David  y Señor. La mujer expresa su dolor que es la enfermedad de su hija. La pausa entre la petición y la gracia concedida resultó dramática. Jesús no respondió al principio a pesar de que la mujer gritaba. De tal manera que los discípulos, sintiéndose molestos, dijeron al Señor: “Despídela que viene detrás de nosotros gritando”. Cuando hoy hacemos un viaje a Oriente y nos sentimos acompañados de un pobre pedigüeño, entonado la misma cantinela, entendemos el deseo de los discípulos de que les dejara en paz. Pero Jesús, respondiendo, les dijo “no he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la Casa de Israel”.

            Mateo, describiendo la gran fe de la mujer, dice que ella se postró ante Jesús gritando “Señor, socórreme”. La frase repetida ponía de manifiesto la patética insistencia con que esta fe, hecha oración, estaba dispuesta a abrir brecha en la muralla del silencio de Jesús. “Pero él, respondiendo, dijo: “No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros”. Con esta respuesta tan desabrida la mujer ha conseguido lo principal: que el Señor rompiese su duro silencio para con ella, abriéndole el camino al diálogo. Los judíos llamaban perros a los paganos. Pero la mujer, sin inmutarse dijo: “Sí, Señor,  pero también los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores”. Elegante y femenina, la respuesta deshace cualquier presión dialéctica. Da la razón al Señor sin protestar, aceptando antes ser una más entre los perros y reconociendo a los hijos de la casa, a los judíos, como amos y señores. Pero simultáneamente la mujer retuerce la lógica de la imagen a favor suyo: también los señores, sin menoscabo de los hijos, echan trozos de pan a los perros.

            El final de la escena se centra en el poder y la misericordia del Señor que aparece sobremanera admirado por el comportamiento de la mujer. Muchos, aun recibiendo maravillas, no creen. En cambio la mujer, aun encontrando reparos serios, cree profundamente. Jesús dice a la mujer: “Mujer, grande es tu fe. Hágase como tú quieres”. Ella aparece como modelo de insistencia humilde y confiada. No pide nada para ella, sino para su hija. Su fe es grande porque es desinteresada. Ella nos muestra la oración tenaz y la persistencia confiada como camino de salvación. Puede hoy llamarnos la atención la actitud de Jesús, aparentemente desabrido y enérgico. Pero su expresión hay que entenderá a la luz de la mentalidad oriental en aquel tiempo, no como un insulto o menosprecio hacia la cananea. Para Jesús la fe no estriba en la adscripción rutinaria a un pueblo, sino en la actitud de las personas, en este caso concreto en la perseverancia de una mujer sencilla pidiendo la salud en favor de su hija enferma.  

            La fe es la apertura y acogida confiada a un Dios que se revela y habla tomando la iniciativa. Lo contrario no es solo increencia, sino orgullo y pecado, y hasta desprecio, al organizar la vida por propia cuenta y no bajo la influencia de Dios que ha tomado y sigue tomando la iniciativa en la historia y en la vida de cada uno. Por propia iniciativa, liberó a su pueblo de la esclavitud y nos libera ahora a nosotros del pecado y de la muerte mediante la muerte y resurrección de su Hijo. Solo él nos guía por el buen camino y nos ilumina e impulsa para encontrarle. Quien se aleja de él se aleja de sí mismo e incurre en el sinsentido y la soledad. Nada tan absurdo como un hombre cerrado en sí mismo. Jesús resucitado nos abre la inteligencia (Lc 24,45), y nos ayuda a “conocer no según la carne” (2 Cor 5,16), sino con la inteligencia que proviene de la fe (Fil 3,8). Nosotros hemos reducido la fe a la acción y capacidad del hombre. Cuando hablamos o pensamos en la fe, solo tenemos en cuenta el esfuerzo e iniciativa del hombre, como si fuera cosa nuestra. Y sin embargo, solo Dios puede introducirnos en el misterio de su propia vida. La fe es don y gracia de Dios. Es entrar en el misterio de Dios. La fe es la dimensión absoluta de lo relativo. Al que le falta fe, le falta el Infinito para el cual hemos sido hechos. La fe es lo más determinante del hombre que debe apoyarse, confiar, caminar juntos en la vida, y sobre todo, contar con Dios que es su “Tú” personal Absoluto. Porque el hombre es imagen dinámica de Dios. La fe no es solo facilidad humana, sino capacidad divina. La fe crea la realidad.

            Vivimos en un mundo que ha abdicado prácticamente de la fe. Cree que cree, pero no cree. Lo más determinante de la fe es hacer de Cristo una opción radical y determinante. Es tener no a un Cristo conocido, sino vivido. Es hacer una organización evangélica del corazón, de los sentimientos, de la vida. Ser cristianos es ser Cristo, comer el Pan comiendo la Palabra, asimilando el evangelio cada vez que recibimos la eucaristía.

            Somos y existimos en la medida en que creemos. Pidamos al Señor la fe en él. 

Francisco Martínez

www.centroberit.com

e-mail:berit@centroberit.com

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