Una nueva evangelización implica necesariamente una nueva forma de ser creyente. La fe es radicalmente respuesta a la palabra de Dios, y ésta no es algo, sino Alguien. La fe se relaciona originalmente no con un depósito de verdades, sino con una Persona viviente, Cristo. La palabra de Dios no es originalmente documento, sino el suceso mismo de Dios hablando. Es necesario que nos dejemos hablar, amar, cambiar. Hablar es la forma en la que Dios expresa su amor. Dios ama hablando. Hablando se nos da él mismo. Y es acogiendo su palabra como nos identificamos con él. La comunidad, cada creyente, ha de llegar a ser como la biografía encarnada de la palabra, su manifestación y expresividad social.
La proclamación de las lecturas en el curso del año litúrgico implica la realización de la vida de Cristo en la comunidad. Es Cristo mismo diciendo su persona, su obra, para grabarla en la comunidad. Hablando se dice él mismo, nos dice su ser. Lo comunica tal cual es. Hablar es expresarse, darse. El evangelio se escribe en la comunidad que celebra. Por la proclamación de la palabra y la celebración, los misterios de la vida del Señor «en cierto modo se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación» (SC 102).
Este hecho, tan real e impresionante, reclama una nueva actitud de acogida, de fe, en los creyentes. Oír es recibirlo a él mismo. No es acoger ideas, conceptos, verdades. Es su persona, sus sentimientos, su vida concreta lo que nosotros recibimos, lo que debe cambiarnos, transformarnos. Si nos dejamos hablar, amar, tocar, necesariamente cambiaremos. Y éste es precisamente el meollo del misterio: nuestra vida es Cristo (Fil 1,21). Debemos dejarnos vivificar por él (Ef 2,5), para reproducir su imagen (R 8,29), para ser no ya nosotros, sino él en nosotros (Gal 2,20). El drama mayor de los cristianos es que hacen oración y la oración no le hace a ellos. En el fondo no hacemos oración: sólo hacemos rezos.
Cada vez que nos situamos ante la palabra viva ha de surgir en nosotros un infinito respeto y amor, una acogida existencial, una apertura de corazón ilimitada. Debemos dejarnos conducir, debemos «oír», «acoger», «recibir», «aceptar», en el pleno sentido bíblico de los términos. Nuestro ser entero, ¡el corazón!, ha de ponerse en movimiento total, en actitud de salida y de éxodo radical. Debemos salir de nosotros, del todo; ir del todo a él; estar totalmente en él; dejarnos hacer nuevos por él y en él. Se trata, ni más ni menos, de un nuevo modo de ser evangelizados, de un nuevo modo de creer, de ser y existir. No se trata de un proceso de cantidad, sino cualitativo: de profundización, de intensificación, de radicalización y plenitud, «hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gal 4,19), de modo que «Cristo es todo y en todos» (Col 3,11).
Vivir el Año Litúrgico (pág. 18)
Francisco Martínez