Queremos aprovechar estos días estivales para recuperar textos para la reflexión y la meditación sobre temas nucleares de la vida de fe. En esta ocasión, rescatamos la Lección Inaugural del Curso 2014-2015 del Instituto Diocesano de Estudios Teológicos para Seglares, realizada por D. Francisco Martínez, cuyo texto se transcribe a continuación. Dicho curso coincidió con el 50 aniversario de la creación del Centro Berit (1964).
I. CRISIS, CIERTAMENTE, PERO TAMBIÉN CRISIS DE CRECIMIENTO
Quiero que el comienzo de este nuevo curso sea una encendida acción de gracias a Dios que durante cincuenta años nos ha concedido a un pequeño grupo de personas amigas la dicha de compartir preocupaciones con los inquietos y los buscadores de este mundo. Que existan inquietos demuestra que la crisis no siempre es negativa: también el crecimiento se activa en la crisis. El grano, si no estalla, no se convierte en espiga. Germina desde dentro mismo de la descomposición. Como un día, y como superación del racionalismo, surgió la sospecha de la sospecha, también hoy podemos hablar de la crisis de la crisis, que consiste en la feliz superación de uno de los grandes males del hombre, su estancamiento en la historia, la parálisis de la conciencia y del compromiso audaz. Representa una dichosa oportunidad de crecimiento y de creatividad. En esa situación, poner voz a la palabra de Dios a estas personas inquietas es de lo más dichoso que puede acontecer en la vida.
Vivimos hoy una época de transición, de cambios rápidos y profundos. En muchos se derrumbó el pasado y no todos supieron alumbrar el futuro. El Concilio Vaticano II también representó un acontecimiento transcultural de alcance planetario. Algunos han deplorado ciertos efectos posconciliares. Y pienso que, a muy corta distancia, ¡hasta podrían tener razón! Pero si el edificio se derrumbó en algunos es porque carecían de cimientos. La reforma conciliar abarcó un larguísimo pasado, aproximadamente un milenio, y se proyectó en un futuro que solo es posible apreciar en una perspectiva de largo alcance.
Ciertamente, el cristianismo impregnó la cultura de Europa, y nuestra cultura no tendría nada que ver sin el cristianismo. Pero la cultura moderna nos ha situado en un mundo poscristiano. Y nuestro problema es ahora cómo ser cristianos en un mundo poscristiano. La mutación es impresionante y, por ello, abundan hoy tantos desorientados y estancados. Ello nos sitúa ante un reto importante. Una solución apropiada nos la ha formulado acertadamente el obispo de Tánger afirmando: “Aquí evangeliza la vida, no los temas”. “La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción” (Benedicto XVI, Homilía en Aparecida, 2007). A la era de los documentos debe seguir ahora la era de los fermentos.
Nosotros hemos tratado durante 50 años hacer “Berit” (en hebreo), es decir “alianza” (en castellano), entre Iglesia y mundo, fe y cultura, trascendencia y servicialidad intramundana. Hemos pretendido sacar la teología a la calle, y ante tantos residuos del pasado y los nuevos centelleos que iluminan el horizonte, nos preguntamos “y ahora ¿qué? ¿Cómo ser cristianos y evangelizar hoy?
El origen de la crisis contemporánea no se debe solo a la crisis de fe religiosa y de su capacidad de dar sentido, sino también al abuso de sistemas invasores como la ideología, la política, el dinero y el poder, tendentes a asaltar otras esferas vitales que no les corresponden. Hasta ahora, la religión no ha podido ser sustituida ni excluida. La historia enseña que la supresión de la religión resulta siempre crisis social y humana.
Suprimir a Dios es suprimir lo mejor del hombre. Por ello, los cristianos, si pretendemos recuperar nuestra deteriorada autoestima, tenemos que vivir la audacia de hacernos presentes en los nuevos escenarios donde acontece la vida real de las sociedades avanzadas: la promoción humana, la ciencia, la política, la economía, el arte, el mundo de los afectos, los medios. La genialidad del cristianismo ha sido siempre su apertura al mundo frente a todo concentracionismo dogmático. Necesitamos un contexto abierto sin cerrazones polémicas. El futuro, o es nuevo o no será. El cristianismo es Cristo y Cristo es alfa y omega universal. Hoy nuestras Iglesias están vacías porque las personas están vacías. La formación que hoy tiene el pueblo dista mucho de estar centrada en lo axial y fundamental del evangelio y del Vaticano II. Por ello hoy hay que hablar al hombre entero, cabeza y corazón. El hombre, o camina desde dentro, o no caminará.
Una contemplación de la espiritualidad en los veintiún siglos de la Iglesia, nos hará comprobar un movimiento excéntrico que va de dentro hacia fuera, desde el martirio, en los comienzos, hasta la práctica de una seglaridad humanizadora hoy. La vida cristiana ha conocido sucesivos formatos en el correr de los siglos. El seguimiento de Cristo ha sido polarizado sucesivamente en el martirio, la virginidad consagrada, la vida eremítica, la vida cenobítica, las grandes Órdenes religiosas, las Órdenes clericales, los Institutos seculares. Y al fin, con el Vaticano II, ha nacido el laicado que “tiene como propia vocación tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios” (LG 31). Al principio, la dependencia de la vida cristina del monacato fue prácticamente total. Y siguió siendo así durante mucho tiempo. Las Terceras Órdenes dan testimonio de ello. Pero hay algo muy evidente: la espiritualidad va ligada muy ligada a la vida. Y si la oración es orar la vida real, no podemos orar correctamente dejando fuera lo esencial de la vida misma. ¿De qué nos sirve pedir una cosa cuando Dios quiere otra? Los cristianos tenemos que expresar nuestra fe teniendo en cuenta los valores positivos de nuestra época. Lo dijo Juan Pablo II hasta la saciedad: “El desafío es tan radical que se necesita plantear la evangelización en términos totalmente nuevos”. Esta es la causa de que el Papa Francisco insista en salir a evangelizar las periferias. No inculturar la fe es condenar su eficacia. Sabemos que la cultura hace al hombre y el hombre hace la cultura. Cuando los cristianos no recreamos una cultura creyente, es la cultura agnóstica la que hará de los cristianos ateos. Es imprescindible que, además de las enseñanzas del magisterio, nuestros laicos vivan una seglaridad servicial, humanizadora y confesante. O evangeliza la vida, o no evangelizaremos en serio.
II. INTEGRAR ARMÓNICAMENTE PERSONA, SOCIEDAD, IGLESIA
Debemos asumir indudablemente las experiencias de los siglos de cristianismo. Sin tradición no tendríamos el original. Pero el tiempo es voz de Dios. Dios sigue haciendo historia en nosotros. Y nosotros debemos estar en la historia y hacer historia. La vida no es repetición mecánica y aburrida, sino crecimiento y desarrollo. Tiene un nacimiento y una consumación, un Génesis y un Apocalipsis. Un camino acertado y seguro es saber situar lo nuclear de la fe en lo medular de los escenarios de nuestro mundo contemporáneo. Y hoy hay algo evidente que cuenta con el interés unánime de la humanidad contemporánea y que tiene la magia de la fascinación y del atractivo universal. Lo esboza magistralmente el Catecismo de la Iglesia Católica cuando, al referirse a la comunidad humana, pone en vinculación profunda la persona, la sociedad y la comunidad eclesial. En el p. 1877 dice: “La vocación de la humanidad es manifestar la imagen de Dios y ser transformada a imagen del Hijo único del Padre. Esta vocación reviste una forma personal, puesto que cada uno está llamado a entrar en la bienaventuranza divina; pero concierne también al conjunto de la comunidad humana”. Y sigue en el p. 1878: “Todos los hombres son llamados al mismo fin: Dios. Existe cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y el amor (Cf GS 24,3). El amor al prójimo es inseparable del amor a Dios”. (Cf GS 25,1). El hombre es persona y, como persona, se integra en la sociedad. Los hombres constituyen la sociedad y como miembros de la comunidad humana, forman parte de la comunidad eclesial. Es decir: somos verdad cuando somos, en profunda unidad, personas, sociedad e Iglesia. Las tres en una y cada una en las tres.
Dicho esto, afirmamos que Cristo representa la máxima aportación en la historia de la humanidad a la comprensión de la persona, de la comunidad social y de la comunidad eclesial. Nadie, como Cristo, les ha conferido tanta dignidad. Él mismo en persona entra en la definición del hombre y el Espíritu de Dios es vínculo supremo de todos en una nueva humanidad.
1. Cristo y la persona humana
Primero, la comprensión cristiana de la persona es radicalmente superior al pensamiento filosófico de las culturas de todos los tiempos. Para los creyentes, el hombre es imagen de Dios destinado a correalizar con él su propia vida. Las sucesivas filosofías de la historia han reducido la identidad de la persona a un fragmento de sí misma elevado a la categoría de absoluto. El pensamiento moderno ha pretendido encerrar la validez de la razón en la certeza de la experiencia y, de este modo, ha querido suprimir la fe. Con el racionalismo moderno la certeza de Dios se trasladó al hombre, y el antropocentrismo sustituyó al teocentrismo. Mientras antes el ser condicionaba el pensamiento, ahora es el pensamiento lo que condiciona al ser. La Ilustración nació primero con intenciones armonizadoras de la fe y de la razón, después con intenciones tolerantes y, finalmente, furiosamente anticreyentes. La separación de la fe y de la cultura es acaso la mayor de las catástrofes. Para unos, la idea de Dios, no es más que una proyección del hombre. La religión es la realización fantástica de la esencia humana (Feuerbach). El hombre es el resultado de una explotación inicua. Es pura coyuntura económica, añadió Marx. Nietzsche llamó al abandono del sentido único y totalizante para la vida. Exaltó la vida en su finitud, en sus valores múltiples y parciales, desconfiando de la fe y de la misma cultura. Para Camus la vida es un absurdo vital, no tiene sentido. Sartre añade que el
hombre es un absurdo, una pasión inútil. El estructuralismo subrayó que el lenguaje no es unívoco, sino equívoco. Nacemos sedimentados en interpretaciones parciales y equívocas en las que no cabe un criterio universal para determinar el sentido del lenguaje. Monod llevó a la conclusión de que el hombre es puro azar. La biología tiene la primera y la última palabra. El alma no es sino la mente y la mente se reduce al cerebro. Resultado: el hombre moderno es un ser sin hogar. Ha olvidado su origen y su meta. En él la persona, centrada en sí misma y descentrada de Dios, ha quedado en manos de su propio destino, en la desolación de la nada, ante el fatalismo de una naturaleza mecánica, fría e inmisericorde. Y lo malo del hecho es que el pensamiento moderno pervive en la calle, más o menos generalizado, en el desencanto de la fe y de la razón. Permanece como una sensibilidad, y hasta como una actitud vital. Muchos pasan de todo. Han arribado a la frialdad e indiferencia. Han huido de la realidad y se han cobijado en lo privado e individual.
En la visión cristiana de la persona, el hombre no tiene en sí la medida de sí: el hombre sobrepasa infinitamente al hombre. Dios es la fuente de su divinización, lo más suyo de lo suyo, lo mejor de él mismo. Dios es la trascendencia del hombre. El Espíritu de Dios se funde con espíritu del hombre testimoniando que es verdaderamente hijo de Dios.
2. Cristo y la sociedad
La aportación de Jesús y de su evangelio a la comprensión de la sociedad civil es también trascendental. Lo describe bellamente la Carta a Diogneto, uno de los documentos más sorprendentes de la historia de la humanidad. La sociedad nace con la aparición del hombre y de las culturas. De las necesidades fueron surgiendo las agrupaciones. Los individuos se fueron agrupando intensificando sus niveles de comunicación y de cooperación, y logrando progresivamente, gracias al aprendizaje, la transmisión de conocimientos y de comportamientos. Se fueron transmitiendo de generación en generación, a lo largo de la historia, por medio de costumbres, lenguas, creencias y religiones, el arte y la ciencia.
Perfeccionaron progresivamente los instrumentos de producción que se fueron ofreciendo unos a otros. Se consolidaron la agrupación y el trabajo. Al principio la asociación dependía del hombre más fuerte, más sabio del grupo, que ocupaba el poder. En la época griega esta tendencia absolutista cambia a un sistema social en el que los distintos elementos de la sociedad, con excepción de los esclavos, podían ocupar el poder. Así nace la política. En 1789, con la Revolución francesa, cualquier persona puede acceder al poder. El movimiento progresivo de la historia de la humanidad ha ido de la rudimentaria formación de la comunidad primitiva a la formación esclavista, feudal, capitalista, socialista, y hoy al fenómeno de la globalización del poder tendente, sobre todo, a producir más, tener más, dominar más. Se produce más, pero en favor de unas minorías privilegiadas. Se eliminan viejas formas de pobreza y de dependencia, pero aparecen otras más alienantes y más generalizadas. El progreso en la cultura y la técnica, el aumento de los medios de producción, el crecimiento fabuloso de la riqueza en el mundo, no humaniza la convivencia. Los umbrales de miseria aumentan. Las luchas regionales e internacionales son numerosas. La humanidad tiene la amenaza que brota de la misma abundancia de medios y del aumento de la riqueza. Nace el derecho internacional. Se crean Organismos Internacionales que velan ante los problemas más acuciantes de la humanidad. Pero la geografía del hambre crece. La amenaza de la guerra aumenta. Cunden la depresión y la desilusión de grandes sectores. Frente a todo esto, Jesús y el cristianismo nos ofrecen la posibilidad de una nueva humanidad, de un hombre nuevo que tiene como vínculo social el mismo amor con el que Dios ama y que pone en comunión a todos con Dios y no solo como comunidad, sino como familia divina.
3. Cristo y la Iglesia
Una sociedad que entra de pleno en el diseño de Dios, según el mensaje de Jesús, ya no es solo la asociación de los hombres para obtener los recursos de subsistencia y bienestar humanos. En ella ya no es posible ni el individualismo rígido ni el colectivismo sin dignidad personal. Ni el individualismo fagocita la colectividad, ni la colectividad suprime la singularidad personal. La Iglesia no es solo su estructura social. Es el misterio de la presencia vivificante de Dios mediante la cual todos llegamos a ser “miembros de miembros” y tendemos a vivir un mismo pensar y unos mismos sentimientos. La vida íntima de un Dios Trinidad, tal como es en sí, se extiende y se graba en la comunidad humana debido a las misiones divinas y a la inhabitación estable y permanente de Dios Trinidad en cada uno de los creyentes. Si en Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu están cada uno en los otros, formando una misma cosa como Amante, Amado y Amor, en la comunidad eclesial todos somos amados y el amor nos hace a todos amantes, y gracias al amor, formamos una humanidad verdaderamente nueva.
III. UN HECHO: LA RELIGIÓN CIVIL O LA EMIGRACIÓN DE LO SAGRADO A LO PROFANO
He dicho que los cristianos debemos recuperar nuestra autoestima. A pesar de la crisis de fe, los hombres nos necesitan. Hay quienes afirman que la religión ni está desapareciendo ni siquiera disminuye. Ha emigrado a formas profanas de expresión. Y ahora hay hambre de autenticidad. Ya no sirve el dato clásico de ser social y culturalmente creyentes. Hay que serlo de verdad bebiendo intensamente en la fuente de nuestros orígenes. El mundo tiene hambre de verdad y de amor. Es decir, de evangelio. Dejamos ahora a un lado la intensificación del ocultismo, de la magia y superstición, la práctica de la meditación trascendental de oriente, y otras múltiples expresiones pararreligiosas similares. Grandes multitudes viven sedimentadas fríamente en la trascendencia de lo efímero, de la levedad de la rutina y del automatismo. A pesar de lo cual, conforme la religión institucional va desapareciendo del centro de la sociedad, en muchos una intensa y masiva vibración emocional se adueña de los deportes, los nacionalismos, la política, los espectáculos, el turismo, las realidades económicas. Y son muchos los que experimentan que estas emociones tocan los lindes de lo trascendente. A pesar de todo, las necesidades religiosas fundamentales de los hombres no han cambiado desde el tiempo del neolítico. El hombre sigue necesitando de la fe, sobre todo en momentos importantes. El hombre arreligioso en estado puro es un fenómeno raro. En todo hombre hay un “plus” que solo la fe cristiana sabe tratar y llenar. La mayoría de los hombres sin religión siguen comportándose religiosamente sin saberlo. Si la concepción tradicional de la religión ligaba lo religioso a lo institucional, ahora las grandes trascendencias dan paso a trascendencias intermedias de carácter nacionalista, deportista, político, económico, artístico, o a minitrascendencias que proporcionan una sacralización trivial en la cultura moderna. Hay también una trascendencia por vía negativa que se manifiesta en experiencias de gran vacío, de gran ausencia, como si el hombre no acabase de existir del todo. Porque el vacío de Dios sigue siendo vacío profundo ya que está esencialmente vinculado al sentido último de la vida.
IV. CLAVES FUNDAMENTALES PARA UNA ESPIRITUALIDAD ACTUAL
Es preciso organizar nuestra fe con un vivo sentido de proporción que puede quedar ensombrecido, como dice Francisco I, cuando hablamos más de lo menos importante que de lo más importante, por ejemplo, dice él: “cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios” (EG 38). Una vivencia actual deberá priorizar los siguientes puntos:
1. La santificación del día, de la semana y del año litúrgico
La entrada de Dios en el tiempo, lo eterniza. La presencia divina convierte la duración cósmica y natural en perduración divina, en involución y recapitulación en Cristo resucitado. El día, el sol, la luz, son el símbolo originario de la Pascua, del acontecimiento fundamental cristiano. Pero el sol cósmico no es sino la noche de la luz pascual. Dios es Luz y en su Luz nosotros veremos la Luz. El día cristiano por excelencia es el Domingo. No es solo una magnitud cíclica y cósmica. Es unaporción del tiempo elevado a sacramento, a presencia divina. Es un “Hoy” indestructible y eterno no solo fundado por la Pascua de Cristo: es la misma pascua en cuanto suceso personal de Jesus. El Domingo trae su origen en una iniciativa personal del Resucitado en el mismo día de su resurrección (SC 106). Es Cristo en persona convocando a los suyos para hacerles partícipes anticipadamente de su resurrección. Es pasado, presente y futuro; memoria, misterio y profecía; recuerdo, actualización y anticipación. Memoria del pasado, que se actualiza misteriosamente hoy en nosotros, anticipando en nosotros el descanso eterno. Sin domingo no hay vida cristiana. El cristianismo es inconcebible sin domingo. La espiritualidad del domingo se ha desplegado tradicionalmente en la jornada, la semana, el año.
La espiritualidad de la jornada. La tradición espiritual lo cifra en la eucaristía, la oración de las Horas, la santificación del trabajo.
Espiritualidad de la semana. El Domingo, o “el día del Señor”, es la pascua fundamental del cristiano. El Domingo lo instituye el Señor. La Pascual anual la organiza la Iglesia. En él tienen lugar la asamblea, la palabra de Dios, la eucaristía, el amor fraterno, el descanso, la fiesta y la alegría. La vida cristiana es vivir el espíritu del domingo. La Iglesia actual tiene pendiente un problema difícil y grave debido a la reconversión del domingo por la cultura actual, en tiempo de evasión, dispersión, ocio.
Espiritualidad del Año Litúrgico. El año litúrgico comporta la pedagogía de Dios y de la Iglesia para la formación de Cristo y de su vida a lo vivo en nosotros. Contiene el ciclo cristocéntrico, esencial, y el ciclo del subordinado del santoral. Ser cristiano es hacerse presente a la historia de salvación. La historia de la humanidad comprende tres etapas: la de preparación a la encarnación de Dios, -es el Antiguo Testamento-, la de ejecución o “plenitud de los tiempos”, -que es la encarnación, muerte y resurrección de Cristo-, y la de consumación o realización plena en nosotros, que es el tiempo de la Iglesia. Con Cristo, el fin último ya ha acontecido en medio de la historia. En Cristo resucitado ya tenemos la eternidad. Ahora el proceso con el que Dios preparó la venida de su Hijo al mundo, la Iglesia lo actualiza cada año para cada uno de nosotros en la vivencia del año litúrgico, releyendo el Antiguo Testamento (preparación), del evangelio (realización) y de las cartas apostólicas (aplicación y personalización) como molde vivo, universal y perenne de la nueva humanidad. La nueva humanidad converge en Cristo y se identifica progresivamente con él.
2. Fidelidad doxológica o la estructura dinámica esencial de la vida cristiana: La vida cristiana tiene la misma estructura de la vida intratrinitaria: todo procede del Padre, por medio del Hijo en el Espíritu santo. Y la vida cristiana es ir al Padre, por medio del Hijo en el Espíritu santo.
3. Fidelidad a la actualidad y contemporaneidad de la palabra siempre viva de Dios. La vida cristiana es “respuesta” concreta y precisa a la Palabra de Dios. La Iglesia no vive de sí sino del evangelio. Lo esencial en la Iglesia no es que en ella hablamos sobre Dios, sino que Dios mismo habla a todos y a cada uno. El evangelio no es un libro sino una persona hablando, Cristo. Gracias al uso litúrgico, las Escrituras han entrado en el canon oficial de la palabra de Dios. En la relectura perenne de las asambleas los hechos originales del evangelio son arrancados de su simple condición de hechos antiguos para ser promovidos a modelos de configuración espiritual de las asambleas de todos los tiempos. En ellas el libro, al ser proclamado, se va escribiendo no con tinta, sino con Espíritu santo como molde de vida para siempre. La relectura de la Escritura en todos los tiempos y lugares es parte constitutiva del texto que nació no para permanecer escrito, sino para ser proclamado siempre. La lectura y relectura en todos los tiempos y lugares es esencial al texto para ir haciendo historia de salvación. La palabra revela lo que el sacramento oculta. El sacramento contiene lo que la palabra revela. No hay manducación sacramental del pan donde no hay manducación de la palabra. Comemos con la fe. El Cristo que hoy habla es el Cristo vivo y glorioso. Ahora la acción del Espíritu ya no queda recluida en los autores ni siquiera en el texto. Se actualiza en el presente cuando la asamblea o el lector proclama o lee. En ellas “Cristo mismo habla”, dice SC 7. La vida cristiana no es sino la organización evangélica del corazón.
4. Fidelidad a la cruz como estilo de vida. Dios ha manifestado su Sabiduría precisamente en la pedagogía de la debilidad. No quiso vencer, sino convencer. La cruz es el camino de la realización. No hay otro. Y la cruz es amar en la dificultad. Dios ha usado su omnipotencia para poder hacerse débil e impotente. La humildad, el anonadamiento ante los otros, el amor fraterno incondicional, aun ante la ofensa, es camino irrenunciable para una vida cristiana auténtica. Sin cruz, o amor incondicional, no hay seguimiento de Cristo. La cruz no son las cruces: es un estilo de vida.
5. Fidelidad a la eucaristía como motor “dinámico” de la vida cristiana, no solo como veneración de la “presencia real” de Cristo y “comunión” pasiva con su cuerpo y su sangre. Los cristianos vivimos hoy un pertinaz y sospechoso inmovilismo en la eucaristía contemplándola preferentemente como objeto sagrado, y no sabemos, o no queremos pasar a su dinamismo esencial de “entrega sacrificada” de acuerdo con la mente y las mismísimas palabras originales de Jesús: “mi cuerpo entregado por vosotros”, y “mi sangre derramada por vosotros”. Está verdaderamente, pero entregándose, para entregarse y para que nos entreguemos. La cruz es todo el amor de Dios al hombre. “La carne de Cristo es la caridad”, dice San Ignacio de Antioquía. “La vida se acrecienta dándola” (EG 10), dice Francisco I. La eucaristía es hacernos pan partido y compartido, hacer hoy en nuestro entorno familiar, social y eclesial lo que Jesús hizo ayer en el suyo.
6. Fidelidad a la misión evangélica y eclesial. La apostolicidad afecta a todos en la Iglesia: o apóstoles o apostatas. Hay que superar la falsa concepción de que una cosa es ser cristiano y otra comprometerse en el apostolado. “Hace falta pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera” (GE 15).Y hay que saber hacerlo en plena identidad laical: “buscar el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios” (LG 31), humanizando la convivencia social, la cultura, la economía, el trabajo, la acción política, integrando plenamente la justicia social en la vivencia de la fe. El papa nos pide un cambio total “porque el sistema social y económico es injusto en su raíz” (EG 59). “El dinero debe servir y no gobernar” (58). “No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, son suyos” (57).
7. Fidelidad al cielo: saber orar frecuentemente no conceptos o sentimientos, sino la vida real y concreta, llenar nuestra ritualidad de evangelio y de realismo social, celebrar la verdad de la vida, de la persona, de la sociedad, de la comunidad eclesial, organizando evangélicamente el corazón, los sentimientos y nuestras situaciones comunitarias y ambientales.
8. Fidelidad a la tierra: hay que ser fieles al cielo siendo fieles a la tierra. Hoy es necesario crear un nuevo estilo, porque se puede perder el rostro, pero no se puede vivir sin rostro. Hay que saber encarnar la fe en la vida moderna. Somos cristianos solamente cuando a través de nosotros, y a pesar de todo, el cristianismo se presenta como fidedigno ante el mundo. No solo hay que vivir en la historia, hay que hacer historia. No solo hay que orar en la vida: hay que orar la vida real. Hay que llenar de verdad la vida personal, social y eclesial. A Dios no vamos desnudos de lo humano, sin cuerpo, sin tiempo, sin historia, sin ambiente. El hombre no camina hacia Dios interrumpiendo su misión de hombre. La vida cristiana no es una vida de retiro, de paréntesis, sino de encarnación y presencia, de redención de lo que somos y de lo que nos rodea. En el futuro carecerán de sentido las espiritualidades evasivas. Hay que hacer el bien en lo concreto de las necesidades de este mundo. Nuestra influencia solo llega a las personas que amamos. Solo el cariño inmenso de la cruz salvará al mundo. “El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura” (EG 88), ha dicho el Papa Francisco. La catequesis ha de enseñar no solo verdades piadosas: hay que iniciar a una seglaridad servicial, humanizadora y confesante.
9.Fidelidad al estilo evangélico de las bienaventuranzas que son la biografía de Jesús en nosotros, el evangelio del evangelio, la plenitud del amor, el amor no inhumano sino sobrehumano, la fuerza divina de la debilidad porque siempre convence y nunca vence. Una Iglesia de pobres y para los pobres, porque siempre da y nunca resta, siempre ama y nunca daña, siempre sirve humanizando todo y a todos.
10. La devoción a María. Pablo VI afirmó que es “parte constitutiva del culto cristiano”. Tanto su Exhortación Apostólica “Marialis cultus” como el Concilio Vaticano II, establecieron pistas fuertes para su renovación: superación o relativización de un maravillosismo de tonalidad sentimental, de comprensión autónoma e independiente, que da prioridad absoluta a lo narrativo y anecdótico, a lo prodigioso y folclórico, a revelaciones privadas, a milagros, apariciones y favores interesados. Y emplaza tanto la mariología como la devoción popular dentro del evangelio y del misterio de Cristo, dentro y no fuera del tratado de Iglesia, en la permanente escucha y receptividad rumiante de la palabra de Dios, al pie de la cruz y formando parte de la comunidad de Pentecostés, siendo madre y haciendo responsablemente de madre en la persona de Jesús y de la comunidad eclesial, colaborando con el Padre en el don del Hijo al mundo, prestando su carne al Hijo de forma que María sea ya Jesús comenzado, porque la carne de María es ya la de Jesús, reviviendo las características del Espíritu: signo de vida interior, de verdadera creatividad y de profunda comunión, mujer y arquetipo de mujer debido a la dimensión de su interioridad, de su misteriosidad y de su entrañable ternura. Ella es siempre madre del Verbo hecho carne o palabra humana, aun en su forma de teología. Que ella lo engendre en nosotros. Y que ella bendiga también nuestro proyecto.
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