1. EL HOMBRE ES UNA EXISTENCIA EN RECEPTIVIDAD
Esta reflexión, si llega a transformarse en vivencia, puede resultar estructurante para la madurez de una vida creyente. Se trata de analizar si en mi mentalidad la vida cristiana la pienso como obra mía o de Dios, si doy a Dios la primacía o me la atribuyo yo a mí. Ordinariamente tenemos concentrada la atención en lo que nosotros hacemos más que en lo que recibimos. Nos absorbe más nuestra actividad que nuestra capacidad de receptividad. Sin embargo, todo en nosotros está recibido y todo seguirá siendo pura recepción. Somos receptividad permanente. Y seguiremos siendo receptividad eterna.
2. LAS RECEPTIVIDADES QUE NOS HACEN CRECER
«Nosotros padecemos la vida más que la muerte» (Teilhard). Todo cuanto experimentamos en la vida lo tenemos recibido. Mi vida no es «mi» vida, es una vida «para mí». «¿Qué tengo que no haya recibido?» (1 Cor 4,7). Somos un ser recibido. La providencia de Dios es nuestro manantial y meta. Es nuestra consistencia perpetua. «En Dios vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Aun ateniéndonos sólo a nuestros propios padres, había una inmensa improbabilidad, una gigantesca inverosimilitud de que nosotros pudiéramos venir a la existencia. En nuestro lugar pudieron existir millones de seres distintos de nosotros. Posteriormente nuestro crecimiento ha sido posible gracias a millones de encuentros, a un azar prodigioso y providencial en el que se han entrañado en nuestra existencia incontables realidades de orden físico, químico, biológico, humano, cultural, espiritual… Verdaderamente somos ricos: hemos recibido mucho. Pero somos también infinitamente pobres: todo lo tenemos recibido.
Finalmente: hemos recibido el infinito amor de Dios, raíz de nuestra existencia (Is 54,8-10). Hemos sido amados, predestinados y elegidos en Cristo para que podamos revestimos de él e identificamos con él (Ef 2,2-6). Están recibidas en nosotros la paternidad de Dios, la filiación divina (1 Jn 3,1). El Espíritu está entrañado en nuestro espíritu (Rm 8,14-16). Dios ha hecho su morada en nosotros para que podamos correalizar su propia vida y su amor derramado en nuestros corazones (Rm 5,5).
3. LAS RECEPTIVIDADES QUE NOS PURIFICAN
Aun cuando todo lo tenemos recibido, el egoísmo, la ambición o el afán de poder nos inducen a la mentira fundamental, la mentira del ser: el peligro de atribuirnos las cosas que hay en nosotros y creernos los dueños de nuestra existencia. Por ello nuestra vida se desarrolla en la paradoja de recibir y tener que desprendernos. Crecer conlleva abandonar el pasado. No podemos hacer novedad sin dejar lo viejo. Recibir y desprendernos son como el inhalar y exhalar, como el comer y desasirnos de lo que nos sobra.
Somos egoístas. Vivimos desorientados. Nos aferramos a las cosas de Dios en lugar de buscarle a él. Hasta en Dios y en la Iglesia nos buscamos frecuentemente a nosotros mismos. Buscamos a Dios de una manera por la que nunca le encontraremos, pues utilizamos nuestro esfuerzo en lugar de acoger su revelación y gracia. Valoramos nuestra actividad desconsiderando la receptividad Así es como se produce el estancamiento de nuestra voluntad, la mediocridad. Vagamos por sendas perdidas.
Para alcanzar a Dios tenemos que desprendernos de lo que no es Dios. Tenemos que ver la transparencia de las cosas quedándonos no en ellas, sino en el reflejo que ellas son de Dios. Pero esto es tan difícil, que nosotros no podemos hacerlo del todo. Y no es lo mismo desprendernos nosotros que Dios nos desprenda. Nosotros nos apegamos a las cosas. Pero sólo Dios puede despegarnos de ellas. «Si el grano de trigo no muere, no da fruto» (Jn 12,24). La resurrección no sólo sigue a la muerte, en cuanto que ocurre después de ella, sino que acontece precisamente en la muerte, por ella y a través de ella. Por eso Dios nos pone en las pruebas, en «las noches del alma», en las pasividades de purificación, las más cargadas de poder purificador, las que más nos hacen crecer porque son las que mejor nos llevan a él.
4. QUÉ SON, Y PARA QUÉ, NUESTRAS «NOCHES DEL ALMA»
Hay cosas que Dios hace en el hombre con la colaboración del hombre. Hay otras cosas que Dios hace en el hombre sin el hombre. Entre éstas están las purificaciones pasivas del alma. Son como un túnel en el que desaparece la luz de la razón. Como un abismo que nos sitúa en el vacío, sin tierra bajo los pies. Son purificaciones del sentido, de lo más exterior del hombre, o del espíritu, de su propio interior. San Juan de la Cruz les llama «noches» porque son oscuridad
1) En su punto de partida: Dios metiendo el bisturí en cosas que amamos y nos estorban.
2) En el camino: la fe, no la razón.
3) Y en su punto de llegada: Dios, el gran misterio
Las purificaciones pueden obedecer a causas externas o internas. Externas: una enfermedad, todo aquello que nos molesta, aplasta y frustra. Internas: las limitaciones físicas, intelectuales, morales, los problemas emocionales, nuestras depresiones, contrariedades, estados de malhumor. La vejez y la muerte. La muerte es dolorosa, pero es lo que nos entrega definitivamente Dios.
5. LA CLARIDAD DE DIOS EN LA NOCHE DEL HOMBRE
Dios ve nuestras noches o sufrimientos en un marco más amplio que nosotros. Dios ve el tapiz por la cara, no al revés como nosotros. No ve sólo las junturas de las losas, sino la catedral en su conjunto. Y porque comprende el sentido del sufrimiento, él está siempre con nosotros, aun en las pruebas más fuertes. Hay un sufrimiento inútil que Dios no quiere. Pero hay un sufrimiento útil del que Dios se sirve para que obtengamos dones mayores. El grano de trigo muere para convertirse en espiga. El gusano de seda muere para transformarse en crisálida. Para nacer es preciso cortar el cordón umbilical. La esencia del crecimiento está en dejar lo viejo para alcanzar lo nuevo. Todo desarrollo es la transformación del caos en armonía. Todos los seres del universo, en su tendencia al crecimiento, ocasionan cruces, choques, colisiones entre sí. En las fuerzas de la naturaleza, lo que es bueno para unos es malo para otros: el frío, el agua, el calor, el viento, la lluvia: vivifican y matan. En los animales: unos, despedazados, son alimento de otros. En la cultura humana la lengua es motivo de unión y también de confusión y separación. El mismo progreso material, si bien crea bienestar, también origina desequilibrios sociales, injusticias planetarias, accidentes mortales, catástrofes ecológicas y nucleares… El hombre es tensión entre el egoísmo y la instalación, por un lado, y la gratuidad por otro. Dios no quiere la tortura del mártir, pero aprueba y fortalece la firmeza de su testimonio. La esencia de las bienaventuranzas es un amor superior a la persecución y al sufrimiento que originan las más brutales carencias.
El amor sacrificado es un sufrimiento útil para Dios, porque revela un amor fuerte, auténtico, capaz de unirnos a él aun en las máximas dificultades. Unirnos a él significa morir a nosotros, emigrar a él, y entregamos a él por amor. La entrega es tanto mayor cuanto mayor es el amor sufrido. Sólo el amor sin condiciones es verdadero amor. Sólo amamos de verdad cuando somos capaces de sufrir por alguien. Sólo amamos lo suficiente cuando, con Cristo, amamos demasiado. Cristo mismo experimentó el amor en el abandono de los suyos, «vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11), y el de Dios, «Dios mío… ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34).
La historia de la santidad cristiana es la historia del amor sufrido en la persecución, en los ultrajes, en el abandono, en las humillaciones. La santidad siempre desestabiliza el orden ambiental. Afecta a los ambiciosos, a los que tienen poder, a los egoístas. La verdad, la autenticidad, el desarrollo y el crecimiento de todos en libertad y responsabilidad incomodan a muchos. No sólo en el mundo, sino también en la Iglesia. Las tensiones internas han estado siempre presentes en todos y cada uno de los santos acarreando sufrimiento y dolor. San Juan de la Cruz estuvo nueve meses en la cárcel. Santa Teresa estuvo controlada por la Inquisición. La madre Rafols fue destituida y desterrada. Teilhard de Chardin fue exilado, etc… No ha existido nunca santidad sin sufrimiento. A veces, hereje ha sido el primero que ha dicho una verdad…
6. LA FE SE HACE FUERTE EN LA EXPERIENCIA DEL ABANDONO
Un mundo sin sufrimiento es una visión excesivamente utópica y narcisista. Allí donde está la libertad existe la posibilidad y el peligro de los excesos egoístas. Dios no quiere el sufrimiento de nadie. Quien tiene fe en Dios ha de luchar contra el mal. Pero hay ocasiones en las que el mal nos vence y supera. A la luz del misterio pascual, la derrota es aparente. Dios transforma nuestros sufrimientos y muerte y las integra en un marco superior. Hay fracasos que son el comienzo de una realidad superior. Pueden resultar una «dichosa ventura». Nosotros no podemos comprenderlo del todo porque todavía estamos de camino y no tenemos el sentido del conjunto, sino del fragmento. Para quien vive de la fe la muerte es el único camino capaz de desasirle y despojarle definitivamente de todo lo que no es Dios. La oscuridad total es un marco adecuado para la entrega incondicional, para el abandono absoluto en Dios. Solemos agarrarnos a todo. Y es necesario que Dios nos retire los apoyos para fundamentarnos en él.
En los comienzos de la vida espiritual, Dios nos deja mucha iniciativa para que podamos ser nosotros los agentes de nuestra purificación. Poco a poco vamos tomando conciencia de nuestra radical incapacidad. Estamos demasiado instalados. Perdemos el sentido de lo eterno y nos perdemos a nosotros mismos. Entonces, Dios toma la iniciativa. Y utiliza nuestra receptividad para hacemos «padecer» o experimentar situaciones dolorosas que nos sacan del estancamiento de la voluntad y nos hacen más disponibles. Son verdadera destrucción del hombre viejo. Lo que muere es nuestro mal, no nosotros. Entonces, nosotros debemos mantener la confianza y disponibilidad. La resignación verdadera no es lo que ocurre cuando ya no hay remedio porque todo ha fallado. El mal no es la última palabra. El cristiano no se resigna al mal, sino a Dios que está más allá del mal. Dios, que no es la causa de los males del mundo, sino su mayor víctima, en Cristo, nos ha enseñado a llegar al triunfo por el camino del sufrimiento útil, del amor sufrido, en el que la misma muerte se convierte en plenitud de vida y de gozo.
7. LA CRUZ, REDENCIÓN Y SALVACIÓN
«La cruz es el símbolo, el camino y la gesta misma del progreso» (Teilhard). Es el máximo valor en la vida, porque nos lleva a la meta. La cruz es el acto por excelencia del crecimiento y desarrollo, del progreso integral. La cruz clasifica y cataloga a las personas, pues distingue y separa a los valerosos de los cobardes, a los auténticos de los mentirosos, a los generosos de los egoístas. Hay cruz donde hay pecado y hay amor. Allí donde la última palabra no es la condenación sino la redención y reconciliación. La cruz es la aniquilación de la dificultad de trascender y de crecer. Es romper el techo de mis limitaciones. Si para una visión materialista, la cruz es la escoria de la humanidad, para los que tienen fe la cruz es la fuerza y la sabiduría de Dios en el hombre (Cf 1 Cor 1,24). Los que sufren con fe y amor son los que llevan el mayor peso del progreso definitivo del mundo. La cruz es redención. Es la verdadera ascensión del ser. Por eso la cruz no es algo inhumano, sino superhumano. Entenderlo y vivirlo es un gran don de Dios. Sólo pueden comprenderlo quienes viven en una actitud creyente. El sufrimiento de la cruz es como los dolores de parto que alumbran el gozo de una nueva vida.
8. VIVIR Y ORAR EN RECEPTIVIDAD PURA
Cambiemos de mentalidad. Todo lo hemos recibido, lo estamos recibiendo, lo tenemos que recibir. Lo nuestro es:
Dejarnos amar por Dios… Dejarnos hablar por él… Dejarnos engendrar por el Padre… Dejarnos configurar por el Hijo recibiendo su persona, su vida, su Espíritu… Dejarnos vivificar por el Espíritu…
Hagamos ejercicios prácticos de oración receptiva: Pide que venga. Contempla su Persona y su acción gratificante, cree y comulga realizando el proceso:
SALGO DE MÍ, VOY A TI, TODO EN TI, NUEVO POR TI.
Extracto de libro «Dejarnos hablar por Dios», de Francisco Martínez, Editorial Herder.
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