Lecturas
Isaías 52, 13-53.12 Salmo 30 – Hebreos 4, 14-16 . 5, 7-9
Juan 18, 1-19, 42
Comentario
VIERNES SANTO, 2018
El Viernes santo nos sitúa ante la muerte y sepultura del Señor, no ya como sucesos históricos, sino como realidad misteriosa, espiritual y actual, que repercute profundamente en la vivencia íntima de la comunidad cristiana. Ahora los verdaderos celebrantes somos nosotros, el pueblo de Dios, Cuerpo Místico de Cristo, que revive su misma vida, se siente el Cristo del Viernes santo, se pone en su lugar, y pretende hacer lo que él hace y como él lo hace, aceptando con alegría el sufrimiento que cuesta amar.
Tenemos constancia de que ya a finales del siglo IV el pueblo celebraba en Jerusalén una oración itinerante que iba el jueves por la tarde del Monte de los Olivos a Getsemaní y el viernes, del Cenáculo al Calvario. Allí el obispo presentaba la cruz a los participantes para adorarla. La proclamación de la pasión según Juan es el momento clave de nuestra celebración hoy.
Miramos hoy la cruz no como instrumento de suplicio, sino como exaltación de un amor más fuerte que el mal y que la misma muerte. La cruz es el amor dichoso, decisivo y eterno de Dios al hombre, el amor con el que Dios nos ha amado históricamente, el único amor que salva y triunfa. Nuestra celebración tiene como centro absoluto la cruz contemplada en cuatro momentos, la cruz proclamada en las lecturas, la cruz orada en las plegarias que la Iglesia viene recitando hoy ininterrumpidamente desde los primeros siglos y en todos los lugares del mundo, la cruz adorada y besada por todos, y finalmente, la cruz comulgada con hostias consagradas ayer en la celebración de la cena.
Hoy nos concentramos en el amor inmenso del Padre que por nosotros llega a entregar a la muerte a su propio Hijo. Vemos el dramatismo del pecado como mal supremo de Dios y del hombre, como calamitosa negación de Dios y como enfermedad o muerte del hombre. Contemplamos también el amor de Cristo dándolo todo hasta el extremo de un sufrimiento total: físico, psicológico, moral y espiritual, pero un sufrimiento más sobrehumano que inhumano. Debemos proyectar una mirada profunda a Cristo crucificado, o mejor, tenemos que dejarnos mirar por él desde la cruz, de modo que su mirada transforme nuestra afectividad y nuestro corazón. Y queremos, ante todo, aprender de Cristo a amar en la dificultad y en la incomprensión, amar siempre, como forma lógica y ordinaria de la vida cristiana.
Una mirada profunda a Cristo clavado en la cruz nos lleva al origen y motivo del verdadero drama del hombre. Causa inmediata fueron el orgullo de los responsables de Jerusalén, sus ambiciones e intereses personales que oprimían y avasallaban. Pero allí estaban también presentes las torpezas y males de toda la historia del hombre y del mundo, las injusticias y guerras, las agresiones y violencias de siempre. Estaban nuestros males personales y sociales como mal del hombre y de Dios, nuestros pecados que la Revelación describe como rebelión del hijo contra su padre (Is 1,2), como adulterio y prostitución de la esposa infiel (Os 2,4), como traición al amor (Jer 3,20). Estos son los males que llegan a hacer del hombre un deicida, un causante de la muerte de Cristo.
Que Dios ame al hombre es ya algo inconcebible. Pero que Dios haya querido expresar históricamente su amor en el acontecimiento de la cruz, en la muerte de amor de su propio Hijo, es algo que sobrepasa nuestra capacidad de imaginar. Ahondemos más en la naturaleza sorprendente de este amor. Dios pudo castigar al hombre por su desvío, pero no lo hizo. En cambio, aniquiló el mal del hombre en la carne de su propio Hijo. Siendo de condición divina, era incapaz de sufrimiento, pero encarnándose tomó de nosotros la capacidad de sufrir para darnos a nosotros, incapaces de vivir, su misma vida divina. Lo hizo en la experiencia de un amor más fuerte que nuestra capacidad de desobedecer y de pecar. Y Dios sufrió la muerte de su propio Hijo. Los textos son escalofriantes. “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17). “Dios envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10). “Quien a su propio Hijo no perdonó, antes bien le entregó por todos nosotros…” (R 8,32).
La cruz, más que un tormento, nos revela hasta dónde llegó de hecho el amor de Dios. Lo más grande que ha acontecido al hombre es que Dios mismo haya muerto de amor por él. La cruz no es un suceso negativo, sino positivo. La verdad de la cruz no la pueden percibir los ojos, ni tampoco la puede entender la razón, solo la fe y el corazón. Es la incondicionalidad, seguridad y totalidad de un gran amor, del amor de Dios. Es Dios amando siempre y del todo, pase lo que pase. “Soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia” (Hbr 12,2), siendo fiel aun siendo nosotros infieles (2 Tm 2,13). Es la forma más radical del amor, pues en la cruz Dios llega a ponerse contra sí mismo. En ella se revela no ya el amor que Dios tiene, sino el amor que Dios es. En la entraña de Dios existe la infinita entrega del Padre al Hijo al engendrarle. El Padre engendra al Hijo comunicándose del todo en él. Y este amor expansivo, engendrador, se hace presente en el momento de la cruz. Jesús en la cruz revela aquello de “tanto amó Dios al hombre que entregó a su Hijo único”. En la cruz está el Padre amante y está el Hijo amado. Y allí están también los hombres. La cruz es el ensanchamiento del amor de Dios a la criatura. Dios no quiere amarse a sí mismo sin amar a su criatura. No hay amor del Padre sin el Hijo y no hay amor del Padre al Hijo sin las criaturas. Dios no ha querido ser él mismo sin los hombres. Nos ama en el Hijo, en el amor mismo con que ama al Hijo. Entregándonos al Hijo entrega todo lo que tiene y es. Los hombres solemos hablar siempre del poder de Dios. Pero el acontecimiento de la cruz lo remite evidentemente a la debilidad. En la cruz el amor omnipotente de Dios decide ser un amor impotente. Esta impotencia, que aparece ya en el pesebre, vuelve a aparecer de forma radical en la cruz. Es un nuevo concepto de poder y de señorío más poderoso que todos los otros poderes del mundo. La locura y necedad humana aparece como sabiduría y fuerza de Dios. Esto revela la verdadera naturaleza del pecado como negación de Dios y del amor de Dios. En el escándalo y locura de la cruz Dios mismo se oculta, pero Dios ha optado poderosamente por la pedagogía de la debilidad porque es en ella donde mejor se manifiesta. Dios actúa en la historia humana pero de distinta manera a como los hombres piensan y actúan. La cruz no salva por sí misma, por ser un objeto, sino por ser la expresión límite de un amor límite.
Tenemos en nuestra vida tantas imágenes de la cruz y del crucificado que constituyen para nosotros una rutina. Pero hoy debemos mirar de otra manera, con una mirada del corazón, viendo a un Dios, en Cristo, amándome hasta el extremo, sintiendo ese amor, aceptándolo, creyendo en él. Si llego a creer en él, y los cristianos creemos en él, el mundo cambiará espectacularmente. Cesarán todos los odios, rencores, animadversiones y negatividades. El mundo ha ido creando remedios para todos sus males. Pero solo la cruz es el remedio para los máximos problemas y males del hombre, para los males universales de la vida y de la historia. El amor es la única victoria que vence al mundo. Lo ha hecho Cristo y ha hecho de este amor la norma de vida y de fe de los cristianos. Si hay mal y pecado en el mundo, en la vida de cada uno de nosotros es porque los cristianos todavía no hemos llegado a creer en Cristo muerto y resucitado, porque no amamos lo suficiente. Hermanos: ante la imagen de Cristo crucificado hay algo muy evidente: creer es amar.
Francisco Martínez
e-mail: berit@centroberit.com
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