Lecturas:
Éxodo 34, 3-8 – Salmo 115 – Hebreos 9, 11-15
Secuencia –
Marcos 14, 12-16.22-26:
El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos:
«¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?»
Él envió a dos discípulos, diciéndoles:
«ld a la ciudad, os saldrá al paso un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Cuál es la habitación donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?»
Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, acondicionada y dispuesta. Preparádnosla allí»
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la Pascua.
Mientras comían, tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo:
«Tomad, esto es mi cuerpo.»
Después, tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron.
Y les dijo:
«Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios».
Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos.
Comentario
CUERPO Y SANGRE DE CRISTO. 2021
Con la fiesta de Pentecostés concluimos en el calendario litúrgico la celebración anual del misterio pascual, de los misterios redentores de Cristo. No obstante, el mismo calendario nos retorna a la celebración de unas fiestas importantes debido a instancias particulares acontecidas hace siglos. Una de ellas es la festividad del Corpus Christi nacida en Lieja en 1247. Una religiosa, Juliana de Mont-Cornillón, solicitó del Papa su difusión y universalización, lo cual hizo Urbano IV en 1264. Inicialmente el Papa expresó reticencias debido al criterio de que no parecía correcto celebrar en un día singular lo que la Iglesia conmemora todos los domingos y días del año. La eucaristía es el corazón de la liturgia y la celebramos todos los días. No obstante, el Papa accedió. La misa del Corpus se universalizó, y debido al fervor popular, quedó muy polarizada en el concepto de presencia sacramental del Señor bajo las especies de pan vino.
En realidad, la eucaristía no es cosa de un día, pues se celebra todos los días y a todas las horas. Pero la rutina es mala compañera de la verdad. Lo cierto es que la costumbre llega a desfigurar mucho la realidad de un sacramento muy hondo y rico de significado. Nuestras eucaristías están muy necesitadas de un retorno a su fuente original que las resitúe en la clave del Nuevo Testamento y de la fe original de la Iglesia y nos ayude a recuperar su trama cristológica y eclesial, su dinámica de alianza, de adoración y acción de gracias, de solidaridad comunitaria y fraterna.
La Eucaristía, en su contenido profundo, es don y entrega personal, la misma que realizó Jesús en la cruz. Implica necesariamente la entrega que el Padre hace de su Hijo al mundo y la entrega que Jesús, como respuesta histórica, hace al Padre consumada en el cenáculo y en la cruz. En nuestras eucaristías Cristo actualiza esta misma entrega y nos reclama y pide incorporar a ella nuestra entrega personal radical. Esto hace que sea inviable, inservible una “asistencia” pasiva, de puro cumplimiento. Donde no comprometemos la generosidad y la oblación entusiasmada, no está Cristo ni su obra.
Es ineludible conocer que Jesús, en la eucaristía, no nos dejó solo los efectos de su pasión, muerte y resurrección. Nos legó el acontecimiento mismo de la cruz, renovado y actualizado. Está re-presentado, con el fin de que pueda ser participado por nosotros. Jesús habla explícitamente de “cuerpo entregado” y de sangre “derramada”, lo cual solo sacramentalmente puede realizarse. De modo que, según Pablo, celebrar la Eucaristía es “proclamar” como presente en nosotros la muerte del Señor. Es una muerte positiva y dichosa porque es aniquilación de todo mal y es, además, una muerte de amor: “nadie me quita la vida, yo por mí mismo la doy” (Jn 10,18).
Jesús, al darse, se denomina a sí mismo “pan del cielo”. Si en la tierra hay alimentos tan ricos, ¡cómo será el pan del cielo! Este pan es él en persona, un pan que sacia todas las hambres del hombre, terrenas y celestiales. Por eso se designa también “comunión”, unión en común mutua de todo lo que se tiene y de lo que se es. Hacerse pan del hombre significa saciar todas sus necesidades, incluida el hambre de absoluto y de infinitud. El hombre está creado por Dios como un ser que necesita con necesidad insaciable. Y Dios que crea la necesidad, da también el alimento que sacia. Da la capacidad de Ser, de Conocer y de Amar infinitos. El darse de Dios responde adecuadamente a la gran dicha y destino del hombre. Jesús, al instituir la eucaristía, no se dirige a los elementos materiales, sino a las personas diciendo: “tomad”… “comed”… “bebed”… Es decir, haced propio, haced vuestro, entrañad… La consagración afecta primordialmente a los sujetos que deben comer y asimilar: “El que me come tiene vida eterna… permanece en mí y yo en él” (Jn 6,54ss). Es impensable que Jesús haya querido la transformación de la materia y no la de las personas. La Eucaristía no solo hace el cuerpo de Cristo, nos hace a nosotros Cuerpo de Cristo. No es una transformación que se hace ante el hombre, sino del hombre. Jesús se dirige inequívocamente al hombre, a las personas. Esto mismo queda manifiesto en el contexto universal de todos sus discursos y afirmaciones.
Resulta, pues, evidente que una correcta vivencia de la eucaristía exige no que “asistamos” de forma pasiva, sino que “participemos” activa y conscientemente ofreciendo y ofreciéndonos. El papel de la comunidad es esencial e irrenunciable. Está tan infravalorado que resulta hoy un error de evangelio. El Nuevo Testamento insiste en el aspecto eclesial de la eucaristía más incluso que en el cristológico. Y es que el cristológico está asegurado. El eclesial depende de nosotros. Esto nos exige conocer a fondo. Desconocer lo que hacemos puede convertirse en antieucaristía. Lo afirma Pablo a los corintios, por falta de solidaridad social, cuando les dice que la eucaristía que celebran ya “no es comer la Cena del Señor”, “es insultar a los que no tienen”, y “es hacerse reos del cuerpo y sangre de Cristo”, es decir, es antieucaristía, lo contrario que celebramos. (1 Cor 11,17ss).
Conocer bien lo que hacemos exige saber de modo insoslayable la relación que existe en la eucaristía entre el evangelio y el pan. En toda Eucaristía hay dos realidades fundamentales: el evangelio y el pan. Palabra y alimento son las dos realidades que más penetran en el interior de todo hombre. Vivimos y crecemos comiendo y hablando. Cuando alguien nos habla, su voz se desvanece, pero la palabra permanece en nosotros y nos hace crecer y ser. El alimento entra también dentro en el interior y nos alimenta, se integra en nosotros, nos desarrolla y nos hace madurar. En la eucaristía proclamamos el evangelio y compartimos el pan. La palabra ilumina. El alimento nutre. Si solo existieran palabras, serían palabras de un ausente. Si solo tuviéramos pan, sería una presencia muda. El evangelio ilumina el pan y el pan anima y vivifica la palabra. Evangelio y pan no deben separarse jamás. El pan se ofrece y se come en la forma que el evangelio expresa. No es posible comer el pan sin asimilar la palabra. Comulgando con el pan comulgamos con la palabra. Son inseparables. Los Escritos fueron ya reelaborados en función de una permanente relectura en el futuro. Esta relectura ha sido considerada siempre parte constitutiva del texto, que ya no es ya crónica del pasado, sino molde y modelo de las comunidades y personas de todos los tiempos. La relectura forma parte de la Escritura y su recepción forma parte de la revelación. Palabra y sacramento actúan siempre en unidad. La consagración del pan y de la comunidad acontecen en la forma que las Escrituras proclaman. El sacramento hace lo que la Escritura proclama. Y la Palabra revela lo que el sacramento oculta. Son inseparables.
Ante la eucaristía deberíamos aprender una actitud desconocida hoy, habitual en las comunidades antiguas: “entender” el Cuerpo, y “comer” el Libro. Es necesario que tengamos los evangelios en casa, que leamos y meditemos el evangelio de cada domingo, que lo comentemos en pequeño grupo de amistad para hacer una organización evangélica del corazón y de la vida. ¿No leemos diariamente los periódicos, y escuchamos asiduamente la televisión y los Medios? El evangelio es la carta semanal que Dios, nuestro Padre, nos dirige para iluminarnos, encaminarnos y salvarnos. La ignorancia del Evangelio es ignorancia de Cristo. Leamos, comamos y asimilemos. Que él nos ayude.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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