Lecturas

Éxodo 24, 3-8  –  Salmo 115  –  Hebreos 9, 11-15

Marcos 14, 12-16.

El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?»
Él envió a dos discípulos, diciéndoles: «Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?» Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.»
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Mientras comían. Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo.» Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: «Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.»
Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.

Comentario

                                                          CORPUS CHRISTI, 2018

Con la celebración de pentecostés concluyó en este año el tiempo santo del ciclo pascual. Al celebrar los misterios de la vida de Cristo, los ha ido grabando espiritualmente en la comunidad configurándola como Cuerpo Místico suyo. Acogiendo la palabra y comulgando con el pan, Cristo mismo se ha ido formando progresivamente en nosotros a través de las fiestas litúrgicas. Concluido ese tiempo sagrado, el calendario litúrgico todavía celebra unas fiestas importantes: la Santísima Trinidad, el Corpus Christi, Sagrado Corazón de Jesús, que ya no forman parte importante del ciclo pascual, pues fueron agregadas a las celebraciones litúrgicas mucho más tarde. Tienen un origen muy particular, en la Edad Media, y fueron instituidas con la finalidad de ahondar en aspectos importantes concretos del misterio cristiano.

Hoy celebramos una de esas fiestas: el santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. La fiesta se celebró por primera vez en Lieja en 1247. El papa Urbano IV, en 1264, impresionado por un milagro eucarístico que ocurrió en Bolsena instituyó la fiesta cuyos textos fueron compuestos por Santo Tomás de Aquino. En España logró tener un arraigo extraordinario. El pueblo ha proclamado siempre con fervor la presencia sacramental de Cristo en el pan.  Este sentimiento concreto se avivó fuertemente ya en los siglos diez y once debido a corrientes doctrinales que  hablaban de una presencia más simbólica que real. La reacción de la Iglesia fue muy enérgica subrayando el realismo de la presencia sacramental mediante la acuñación del término “transustanciación” o conversión de la sustancia del pan y del vino en el cuerpo y sangre del Señor. Que está presente lo afirmó Jesús y constituye una verdad de fe confesada constantemente por la Iglesia. Pero la verdad de fondo establecida por Jesús en relación con la eucaristía es que él quiso no solo estar presente, sino hacerlo como Mediador siempre en acto, activando la obra misma de la redención. Por consiguiente, lo que Jesús instituyó, más que el culto “a” la eucaristía, fue el culto “de” la eucaristía al Padre para asociarnos a todos a participar en él. La eucaristía puede y debe ser ella misma objeto de culto. Pero Jesús la instituyó fundamentalmente como activación de su muerte y resurrección para que fueran participadas responsablemente por las comunidades de todos los tiempos, haciendo lo mismo que Jesús hizo, muriendo al egoísmo y abriéndose a la caridad, a la solidaridad y fraternidad. La eucaristía es, y no podría dejar de ser, el amor que se entrega hasta la muerte, la caridad fraterna ilimitada, la solidaridad extrema y radical. Es compartir y compartirse del todo.  San Ignacio de Antioquía lo definió bellamente afirmando que “la carne de Cristo es la caridad”.

Venerar la eucaristía, adorar al Santísimo Sacramento, representa un culto que ha dado enormes frutos en la Iglesia a quienes no solo han clavado sus rodillas ante ella, sino que han sabido leer en profundidad y con los ojos de fe lo que encierra y representa integralmente. Además de la presencia real de Jesús, se hacen actuales no solo los efectos de la redención, sino la redención misma como suceso y acontecimiento sacramental: la muerte y resurrección del Señor que Jesús quiso expresamente que fueran participadas, actualizadas, por las comunidades de todos los tiempos. En la eucaristía está Jesús, la Sabiduría y Palabra del Padre, su evangelio con sus parábolas y discursos. Está el Hijo del Padre transmitiéndonos su personal filiación divina. Y está todo el amor divino que Dios es y tiene. La celebración eucarística es siempre referencia esencial a la muerte y resurrección del Señor y requiere siempre saber convivir y conmorir con Cristo. La norma de la Iglesia de que el sagrario esté en una capilla especial, reservando el altar central a la celebración de la santa misa, la obra de la redención, de la comunidad. Cada vez, pues, que celebramos la eucaristía hacemos referencia explícita e insustituible a “mi cuerpo entregado” y a “mi sangre derramada”, pues así “proclamamos como presente la muerte del Señor hasta que él venga”, como nos dice Pablo. El cuerpo y la sangre nos ponen en relación necesaria con la pasión y muerte del Señor. “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo?  Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Cor 10,16).

Jesús ritualizó la cruz en la cena para que  nosotros pudiéramos compartirla y celebrarla en la eucaristía, haciendo lo mismo que el hizo y como él lo hizo. Al concluir la consagración la comunidad exclama: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús”.  A la luz de estos datos ciertos deducimos la gran ambigüedad de muchas personas y comunidades que ladean el aspecto sacrificial, incurriendo en desobediencia al evangelio. La eucaristía conlleva siempre la humildad, la solidaridad, la generosidad porque es la misma cruz de Jesús, su muerte y resurrección que ahora toman carne en nosotros. No es verídica una adoración a Cristo que no lleva consigo la caridad o adoración a los hermanos. Porque también los hermanos son cuerpo de Cristo.

En la santa Misa concluye el culto viejo y tiene lugar el nuevo. Ahora, Cristo es templo, sacerdote y víctima a la vez. Y, después, nosotros con él. Para nosotros el nuevo templo es el mundo, cualquier lugar donde ejercemos la justicia y la caridad. El nuevo sacerdocio ya no es una casta, sino todo el pueblo de Dios. Y el nuevo sacrificio ya no es solo un rito, una ceremonia, sino la vida cotidiana y santa de cada día.

La rutina y la costumbre pueden estancarnos fácilmente en el desvío. La  eucaristía de las primeras comunidades tenía el frescor de la mente de Jesús. El rasgo identificador de la Iglesia apostólica, según los Hechos de los Apóstoles, fue el protagonismo celebrante de la comunidad reunida en asamblea, en nombre de Cristo, y como cuerpo místico suyo, y la prioridad del espíritu sacrificial, filial y fraterno (Hch 2,42-46). Escuchar la doctrina de los Apóstoles, partir y compartir el pan, poner los bienes en común, y merecer el prestigio del pueblo, es la sustancia de la eucaristía de aquel tiempo y debería ser la de todos los tiempos. Es grave error evangélico demostrar más sensibilidad ante las rúbricas rituales que ante los principios evangélicos. A veces damos la impresión de que tenemos más en cuenta la costumbre, la estética y el hieratismo, que la mente de Jesús. Jesús estableció la norma cuando dijo: “Amar a Dios con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12,33). Y también aquello de “si un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24). Pablo es tajante: “He oído que al reuniros en asamblea, hay entre vosotros divisiones… Eso ya no es comer la cena del Señor, es avergonzar a los que no tienen que comer, es comer el pan y beber el cáliz del Señor indignamente” (1 Cor 11,18-29). Al celebrar la eucaristía comprometamos siempre en ella la humildad sincera y la caridad fraterna. Cristo lo hizo y nos mandó hacerlo.

                                                                                 Francisco Martínez

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