Lecturas
Apocalipsis 7, 2-4.9-14 – Salmo 23 – 1ª Juan 3, 1-3
Mateo 5, 1-12a
Comentario
TODOS LOS SANTOS, 2018
En el decurso del año litúrgico, cuando caminamos hacia su fin, nos sale al encuentro la festividad de Todos los Santos. Es una fiesta dichosa, alegre, sobre todo cuando se tiene conocimiento claro de su significado. La Iglesia comenzó a enaltecer ya en sus comienzos la ejemplaridad sobresaliente de aquellos miembros suyos que se destacaron por su amor y cercanía a Dios y a los hombres. Durante los primeros siglos destacó en gran forma el culto a los mártires que se polarizó junto a sus tumbas. Ellos fueron los primeros que recibieron culto en la Iglesia primitiva. La apelación a ellos tenía como fundamento la convicción de su inmensa cercanía a Dios y de su poderosa intercesión ante él. Poco a poco formaron parte del catálogo de santidad otros cristianos que se destacaron en su comportamiento de fe en las diferentes vertientes de la vida cristiana. La celebración colectiva de Todos los Santos se debe tanto a la piedad popular como a la reflexión teológica. A partir de la segunda mitad del siglo IV va tomando cuerpo la fiesta de todos los santos confesores. A comienzos del siglo VII el papa Bonifacio IV dedico el Panteón en honor de santa María y de todos los santos mártires. La fiesta se propagó en el siglo IX y en el XI quedó fijada en el 1 de noviembre. Tenía como objetivo venerar a todos los que después de su paso por la existencia terrena están ya definitivamente con Dios aun cuando su santidad no haya sido reconocida oficialmente por la Iglesia de la forma que suele hacerlo en las canonizaciones. En este supuesto nos referimos a todos los que de hecho gozan de la visión de Dios, como sucede con nuestros abuelos, padres, hermanos, familiares y conocidos que murieron en la fe cristiana.
Un santo canonizado significa que observó en la tierra una vida testimonial ejemplar y que fue así reconocido por la Iglesia. Pero hay santos no canonizados que han podido tener una santidad mayor que la de otros santos canonizados. Frecuentemente la canonización obedece a razones particulares de ejemplaridad y de oportunidad según los tiempos y lugares. El Papa Francisco nos ha ofrecido este año un escrito sobre “el llamado a la santidad en el mundo actual”. Y dice que santos son muchísimos. “Una muchedumbre inmensa que nadie podría contar de toda nación, raza, pueblos y lenguas”, que nos alientan a no detenernos en el camino. No pensemos solo en los ya canonizados, sino en todos los que se han destacado por sus rasgos de evangelio. “Me gusta ver la santidad, -dice el Papa,- en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a los hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en esas religiosas ancianas que siguen sonriendo. Es esa constancia para seguir adelante, día a día, veo la santidad en la Iglesia militante. Es muchas veces “la santidad de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, la clase media de la santidad”.
Esta santidad tiene mucho que ver con las bienaventuranzas que hemos escuchado en el evangelio de Mateo. Constituyen el primero de los cinco grandes discursos de Jesús. Las bienaventuranzas son la cata magna del Reino, el discurso programa de Jesús. Son la contrapartida del Decálogo del Sinaí. Pero la nueva ley supera los mandamientos antiguos formulados en forma negativa: “No matarás, no robarás…”. Las bienaventuranzas no se limitan a la observancia exterior. Consisten en la plenitud del amor. No es suficiente la simple abstención del acto externo. La ley nueva implica el desarraigo de la mala actitud interior y es ahora el don de un amor vivido en radicalidad, interioridad y totalidad. Este amor es el mismo amor con el que Dios ama y que ahora él derrama en el corazón del hombre. Esta es la razón por la que las bienaventuranzas, en lugar de tener forma de ley, se expresan como una felicitación y parabién. Antes matar era matar. Ahora matar es ya tener malos pensamientos en el corazón. Antes el adulterio era adulterar. Ahora es ya mirar con malos ojos. La ley es amar y el pecado es no amar.
Las bienaventuranzas son don de Dios. Es lo que le sucede al hombre que se ha abierto a la influencia de Dios y a su gracia.
Mateo habla de ocho bienaventuranzas. Lucas de cuatro. Es lo mismo. Se trata de distintos matices de una misma actitud fundamental. Todas las bienaventuranzas se apoyan en una radical confianza en Dios que supera las dificultades de la vida. El bien del rico es el dinero. El bien del pobre es Dios. Las bienaventuranzas responden al hecho de cómo reaccionamos ante las privaciones, las dificultades, las desconsideraciones y sufrimientos. Bienaventurados son aquellos en quienes pesa más Dios que su dolor. Los que no pierden la alegría ni siquiera en las contradicciones de la vida. Y lo hacen imitando a Cristo que “soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia” (Hbr 21,2). Bienaventurados y pobres son aquellos que siempre y en todo confían en Dios. Los que viven el júbilo de cada día, no el ansia de cada día. Los que valoran más la relación que la posesión, más las personas que las cosas. Los que prefieren crecer en solidaridad antes que aumentar su cuenta corriente, o llenar su corazón de nombres a llenarlo de tesoros. Los que optan por amar, no por ser ricos. Los que tienen hambre de verdad y no se venden por un plato de lentejas, ni se dejan seducir por manzanas engañosas. Los que no se dejan arrastrar por caprichos y vanidades. Por el contrario, viven de espaldas a las bienaventuranzas los que piensan que la vida hay que disfrutarla porque solo se vive una vez. Los que creen que solo hay una vida que vivir y no un mundo que cambiar. Los que buscan el placer, la diversión, la droga de cada día al margen de los gozos del espíritu. Los que carecen de alegría, los descontentos, los pesimistas, los que viven en angustia o temor, los que mantienen un instinto de conservación y comodidad, los que se dejan llevar de la avaricia, confort insultante, consumismo, glotonería, afán de goce. Los arrastrados por la envidia, ambición, vanidad, falta de resignación, frivolidad, impulso a dominar, instinto de superioridad, afán de agradar, de practicar el populismo y dependencia del aplauso, los que reaccionan violentamente contra las dificultades y sufrimiento.
Que el conocimiento de esta fiesta maravillosa nos ayude a vivir en la verdad y autenticidad del evangelio.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com[media-
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