Lecturas
Apocalipsis 7, 2-4.9-14 – Salmo 23 – 1ª Juan 3, 1-3
Mateo 5, 1-14a
Comentario
TODOS LOS SANTOS, 2017
La Iglesia universal celebra hoy la solemnidad de Todos los Santos. ¿Quiénes son estos “santos”? Nuestros abuelos y padres, nuestros hermanos y familiares, muchos conocidos nuestros que compartieron su vida con nosotros y que murieron en el Señor y hoy conviven con él. La santidad es Dios, y santos son los que están ahora definitivamente con él. No habrán alcanzado la canonización oficial de la Iglesia. Pero no importa. La canonización declara la santidad pero no la hace. La santidad la hace el amor. Mediante la canonización la Iglesia declara que algunos de los cristianos vivieron una vida ejemplar y heroica. Y esto es sumamente laudatorio. Pero en el cielo puede haber santos anónimos de gloria mayor que aquellos tan representativos que nosotros conocemos. No desear una exaltación terrena podría incluso ser un gesto de humildad. La santidad lo que nos viene de Dios, no de los hombres.
Hoy Jesús, en el evangelio, nos habla de las bienaventuranzas. Son el verdadero código de la santidad cristiana, la Carta magna del Reino de los cielos, la Constitución de la nueva ciudadanía de los seguidores de Jesús, su discurso programa. Constituyen la verdadera canonización proclamada por el mismo Jesús. Santos son inexorablemente los que viven el espíritu de las bienaventuranzas. Jesús sube al monte acompañado de los discípulos y de una gran cantidad de gente. Sentado como un maestro imparte su enseñanza. Los oyentes recordaban a Moisés subiendo a la montaña para recibir la ley; pero Jesús no recibe la ley, sino que es él quien la imparte e interpreta. A diferencia de otros maestros, su enseñanza no es una más, sino que “enseña con autoridad”. La gente le escucha asombrada de las palabras que él pronuncia. Nunca nadie habló así.
Jesús habla de la felicidad y recalca reiterativamente la denominación de “¡felices!” en cada inciso de su discurso. Se sitúa en el punto álgido de los deseos y anhelos de todos los hombres de la historia, los de ayer y los de siempre. Y formula la nueva ley no de forma negativa, como simple abstención del acto externo: “no matarás, no”… Ni siquiera le da forma de ley, sino de felicitación: “¡Bienaventurados, felices!”. Ni basta únicamente el desarraigo de la mala actitud interior. La ley ahora es un amor vivido en radicalidad, interioridad, totalidad. Antes matar era matar. Ahora matar es no amar. Las bienaventuranzas es lo que ocurre en el corazón de los oyentes de Cristo cuando, al acogerle, quedan asombrados y entusiasmados. Responde a la promesa de “un corazón nuevo”, un corazón sincero, unificado, total, sin distracciones egoístas, sin excusas compensatorias. Se basan en la absoluta primacía del don de Dios, de su gratuidad desconcertante. El privilegio de los pobres no son ellos, ni su pobreza, ni su esfuerzo o sufrimiento. El privilegio de los pobres es Dios y su intervención. Son la riqueza del alma de Cristo entrando en el hombre. Son la experiencia personal de Jesús que él comparte con nosotros. Las bienaventuranzas son su biografía psicológica y espiritual, la filiación divina entrando en su condición humana y terrena.
LA INCAPACIDAD HOY DE PERCIBIR LA BIENAVENTURANZA DE JESÚS
El hombre actual posee hoy una gran incapacidad para comprender el mensaje de Jesús sobre las bienaventuranzas, debido a su desafecto e indiferencia. Ha perdido el sentido de Dios y el gusto por lo eterno. Nuestros antepasados vivieron una fe no agredida, tranquila, aunque poco cultivada. El mundo ha experimentado cambios dramáticos y un gran secularismo práctico ha trasladado la certeza de Dios al hombre. Y ahora el hombre se ha hecho la medida de todas las cosas. Y ha organizado una sociedad sin Dios. Recuperar hoy la fe supondría no ya retornar a la situación del pasado, sino trasvasar la fe a la cultura moderna. Pero es solo una minoría de seglares la que ha cultivado una cierta actualización de su fe. Al no haber sabido los cristianos transformar la cultura agnóstica contemporánea, es el agnosticismo imperante lo que ha hecho agnósticos a los cristianos. Y, evidentemente, una sociedad poco o nada religiosa ha resultado una humanidad deshumanizada y mercantilista. Nuestro mundo camina por sendas opuestas a las bienaventuranzas. Los afortunados de nuestra época son los ricos porque con el dinero pueden lograrlo todo. Son los violentos, porque son los que se hacen fácilmente con el poder. Son los que están hartos de bienes materiales y que ya nada necesitan. Son los ambiciosos y orgullosos porque desestabilizan a todos. Son los divertidos que solo piensan distraerse. Los que son considerados y aclamados porque tienen el aplauso y la influencia. Hay que ser hoy muy valientes para no caer en la trampa de aquella felicidad que propone el mundo, que rehúye la sencillez, la mansedumbre, la compasión, la verdad, la solidaridad y la paz del corazón. Nuestra sociedad, vacía de trascendencia, solo busca paraísos de felicidad artificial a los que solo se accede con el pasaporte sellado por el egoísmo y la avaricia. El resultado de estos paraísos de felicidad artificial es el vacío y la soledad.
CRISTO, LA BIENAVENTURANZA DEL HOMBRE
El hombre está hecho para la felicidad. Y Cristo no solo es el único camino hacia ella, él en persona es la felicidad misma del hombre, de todo hombre. Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Si en este mundo hay tantas cosas agradables, bellas y atrayentes ¿cómo no lo va a ser el Verbo de Dios, Cristo, que es el modelo, origen y fin de todo, el sustentador necesario y permanente de toda la Verdad, Hermosura y Bondad del universo? Todo fue creado por él y para él. Y ahora Jesús, para nosotros, es el evangelio. El evangelio es Jesús hablando y amando. Él sigue siendo la obra maestra y cumbre del universo. Los máximos valores humanos brotaron, y siguen brotando, de la boca de Jesús. El evangelio, además de su sentido literal original comporta un sentido perenne, espiritual, alegórico, apropiado, para todos y cada uno de los hombres de la historia. Cuantas veces proclamamos las Escrituras, Cristo mismo habla. Esta es una verdad fundamental de la fe. Todos deberíamos leer el evangelio cada día. El evangelio de los domingos es el espacio que el Cristo celeste y glorioso dedica a los suyos para anticipar en ellos la salvación. El evangelio hace la comunidad y modela su vida. La vida cristiana es la organización evangélica del corazón. Creer no es solo confesar unas verdades o asistir a unas ceremonias. Supone, en última instancia, cambiar este mundo, las realidades temporales, para disponerlas en favor de todos los hombres, especialmente de los más necesitados. El cristiano no es solo un creyente de templo, sino, sobre todo, un testigo en la calle. El progreso universal, el desarrollo y la solidaridad, la justicia social, son exigencias de fe. Un cristianismo de huida del mundo, es una caricatura de cristianismo y es también una herejía. La verdad del cristiano no es o Dios o el mundo, sino Dios en el mundo. Es falsa una santidad que deja al margen las circunstancias radicales de la vida social cotidiana. El Dios del cielo es también el Dios de la tierra. Los valore humanos, sociales, económicos, políticos, todo lo que afecta al amor y la solidaridad, la verdad y la justicia, están incluidos en la fe. La Iglesia, los cristianos, no salvaremos el mundo creando una historia nueva y distinta, sino asumiendo la historia humana de cada día, la de todos los hombres, haciendo de ella una convivencia más inclusiva y pacífica. No haciendo de los hermanos, extraños; sino de los extraños, hermanos. La santidad la hace el amor. También el amor social. Dios nos haga santos, es decir, solidarios y responsables.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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