Lecturas

Deuteronomio 4, 32-34.39-40  –  Salmo 32  –  Romanos 8, 14-17

Mateo 28, 16-20: En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»

Comentario:

SANTISIMA TRINIDAD, 2021

            Con la celebración de Pentecostés concluimos ya el domingo pasado el tramo fundamental del ciclo litúrgico centrado en el misterio de Cristo: su vida y misión pública y, sobre todo, los misterios de su muerte, resurrección, ascensión y mediación perenne, siempre en acto, en los cielos. Ahora, en un peldaño inferior, comienza otro tramo centrado en el santoral, la  memoria de los testigos más cualificados de la experiencia cristiana. Es el mismo misterio de Cristo pero ahora reflejado en los santos, los testigos más cualificados de la fe, aquellos que mejor llevaron a la práctica en sus vidas la imitación de Cristo. Al concluir la celebración principal de los misterios del Señor, la Iglesia nos propone ahora  unas fiestas especiales añadidas en la Edad Media y en siglos posteriores: son las fiestas de la Santísima Trinidad, El Cuerpo de Cristo, Cristo Rey del universo. En realidad, estas fiestas no solo no añaden nada nuevo, sino que constituyen el meollo y la trabazón de lo que celebramos siempre y en cada momento. Todos los días, y en todo aquello que celebramos, es en nosotros Trinidad y Cuerpo de Cristo. Indudablemente sería mejor celebrarlas con renovado fervor en su emplazamiento cristocéntrico normal que no sacarlas de su contexto original. Estas fiestas han entrado en el calendario litúrgico como resultado de peticiones de particulares a la Santa Sede. Lo propio ocurre con la institución de la fiesta de la Divina Misericordia en el domingo segundo de Pascua. Todos los días es misericordia de Dios en toda la extensión del año litúrgico. Convendría no hacer doblajes incensarios de las festividades porque se pierde sentido de la unidad del misterio de Cristo y de la justa y ordenada integración de cada uno de los misterios de la vida del Señor.

Hoy celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Todos los días es acontecimiento-Trinidad, el misterio central de la vida cristiana. Hay quienes creen que se trata de un misterio abstracto, inaccesible, y prefieren “sus propias palabras sencillas…”. Pero hasta los niños de hoy hacen alarde de ingeniosidad cuando, por ejemplo, se internan en los  medios informáticos o en los campos profundos de las ciencias humanas. Lo que nos dice la Revelación de la vida íntima de Dios es sublime y debemos penetrar con audacia en este misterio porque es también nuestro misterio, nuestra vocación e identidad más sublime. Nuestra lejanía de Dios es lejanía de nosotros mismos. Hemos sido creados a imagen de Dios. Y Dios ha decidido ser nuestro cielo. “Yo mismo seré tu recompensa” (Gn 15,2). Conocer a Dios es la mejor forma de conocernos a nosotros mismos. El hombre no conoce solo con su inteligencia. Conocemos más con nuestros deseos, aspiraciones, ideales, esperanzas, con nuestro impulso a amar, que con nuestra sola inteligencia. Y, sobre todo, conocemos más y mejor siendo iluminados por Dios que discurriendo por nuestra cuenta y de acuerdo con nuestra capacidad. Dios nos da su misma luz para que le conozcamos tal como es. ”El Espíritu se une  a nuestro espíritu” y nos ayuda a correalizar con Dios su misma vida. “En su Luz veremos la luz” (Sl 35,10). ”Nadie conoce lo íntimo de Dios sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de parte de Dios para reconocer las gracias que Dios nos ha otorgado” (1 Cor 2,11.15). Hacemos un rebajamiento lamentable de la vida cristiana cuando  la reducimos a aquello que nosotros hacemos o podemos hacer, en lugar de pensar lo que Dios hace y quiere hacer por nosotros. Una prueba de ello es nuestro empobrecimiento del Misterio de la Santa Trinidad.

La vida cristiana es la vida de la Trinidad en nosotros. En Dios existen Padre, Hijo y Espíritu Santo. Existen en un dinamismo infinito, en un eterno intercambio de Ser, Conocer y Amar. En Dios todo procede del Padre y todo retorna a él. El Padre no procede de nadie. Es principio sin principio. Es origen y Meta infinitos. El Hijo procede del Padre como conocimiento y Palabra. El Espíritu procede del Padre y del Hijo como Amor, retorno y comunión. Cada uno vive y está en el Otro, en comunión total. Dios es en sí mismo intercambio infinito de Ser, Conocer y Amar. En nosotros la vida es intercambio, comunicación y relación. Pero somos limitados y, además, practicamos el mal. En Dios existe la donación de lo infinito en la línea del Ser, del Conocer, del Amor. Y Dios no ha querido vivir él solo. Ha decidido darse al hombre como es en sí, ayudándole a correalizar su misma vida. Quiere venir y permanecer en el hombre ayudándole a ser y existir en Dios.  Dios se desborda en el hombre y el hombre participa de la Divina Naturaleza. Dios engendra a su Hijo y en el Hijo engendra también al hombre como hijo de Dios. Dios conoce al hombre y ayuda al hombre a conocerle “en su propia luz”. Dios ama en sí mismo al hombre y le ayuda a amar en su mismo amor. En el cielo estamos destinados a experimentar lo Absoluto. Conoceremos en su Luz y amaremos en su mismo amor. Seremos Dios con Dios.

La teología de todos los tiempos estudia a Dios Trinidad en tres momentos: “siendo” en Sí mismo o en su intimidad (son las procedencias de unas Personas de otras); viniendo a los hombres (o las divinas “misiones”); y estando en ellos (o la “habitación” en ellos). Es decir, ve a Dios en sí mismo, viniendo a nosotros y estando en nosotros y con nosotros. Dicho de otro modo: Dios es una catarata infinita de Ser, de Conocer, de Amar que va de Unos a Otros. Todos están en todos. Dios es comunión infinita y esto es el cielo. El cielo es Dios y aquellos a quienes Dios se comunica.

El hombre está lejos de Dios. Y sin embargo, nada quiere tanto Dios como amarnos y que le amemos. Esto pide una constante renovación. Somos lo que comemos, lo que integramos, lo que comulgamos. Crecemos en la media en que dilatamos nuestra capacidad. Deberíamos dejarnos actuar por el Padre, el Hijo y el Espíritu comulgando más y más con la Palabra de Dios, dejándonos engendrar por el Padre, dejándonos incorporar al Hijo, dejándonos iluminar y animar por el Espíritu, leyendo y releyendo la Palabra de Dios, comulgando con ella. Respecto al Padre nos dice: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre que nos llamemos hijos de Dios porque lo somos” (1 Jn 3,1). Respecto al Hijo nos dice: “Dios, rico como es en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo, -por gracia habéis sido salvados-, y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con él en Cristo Jesús a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2,4-7). Y respecto al Espíritu nos dice: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (R 5,5).

La Trinidad es nuestro origen, nuestro modelo y nuestra meta. No podemos ser personas cerradas al misterio. Dios no solo se nos da él mismo, nos ofrece el conocimiento con que le conoceremos y el amor con el que amaremos. Nada quiere tanto como ser conocido y amado porque nuestra fidelidad y aceptación es su propia dicha. Nuestra felicidad es la suya. La de todos. Quien cree y vive el misterio de la santa Trinidad ama divinamente a los hombres porque en cada uno de ellos ve a Dios y da a Dios cuando se da él mismo.

Francisco Martínez

www.cenroberit.com

e-mail:berit@centroberit.com

 

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