Lecturas
Isaías 52, 7-10 – Salmo 97, 1-6 – Hebreos 1, 1-6
Juan 1, 1-5. 9-14
“Y EL VERBO SE HIZO CARNE”
Navidad 2018-19
Hermanos: ¡Felicidades! ¡Enhorabuena! Dios ha nacido entre nosotros y para nosotros. Es Navidad. Sería máxima desgracia que vivamos esta fiesta en su contenido cultural y social y que no la conozcamos y vivamos en su realidad original como evento de fe. La Navidad está referida al mayor suceso de la historia e incluso de la creación del universo. Significa que Dios mismo ha entrado en nuestra historia y la ha transformado haciendo de ella una realidad sagrada y divina. Y significa, en el fondo, que el hombre ha sido divinizado y que le aguarda un futuro dichoso. La Navidad es la fiesta religiosa con más eco social, con numerosas e importantes tradiciones, hábitos, ritos, costumbres culturales populares, expresiones artísticas. Es la fiesta que ha suscitado los mejores sentimientos, profundos y sublimes, que más ha dignificado las relaciones humanas saturándolas de gozo y de alegría contagiosa. En la celebración festiva de este supremo acontecimiento, los hombres se han felicitado mutuamente, masivamente, con sentimientos refinados y sinceros.
En el correr de los tiempos, la celebración de esta fiesta ha resultado una mezcla de cosas positivas, y de otras que no lo son tanto. Es positiva la fe en un recién nacido de quien se celebra que es Dios. Y es muy bienhechora la activación de la familia, del amor, de la paz, de la sencillez. No lo son tanto el clima de consumismo, el atolondramiento general, la estética y la música ramplona, el falseamiento de líderes sociales que intentan imponer sucedáneos extraños a la fe.
Un cristiano debería estar bien advertido sobre la diferencia que existe en la celebración de la Navidad entre lo verdadero y lo falso. Para ello debe conocer el significado y naturaleza de aquella primera Navidad histórica y el de las celebraciones memoriales de la misma durante los siglos por parte de los creyentes.
La primera Navidad fue un acontecimiento histórico. En él, el Verbo eterno de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, igual en todo al Padre, se sometió a un nacimiento temporal, en el seno de una mujer, haciéndose verdadero hombre, sin dejar de ser Dios a la vez. Resultó así una única persona en dos naturalezas, divina una y otra humana. Al nacer, acampó entre nosotros y para nosotros. Y nos trasmitió la paternidad misma de Dios, la que él mismo vive y experimenta desde la eternidad. En esta transmisión el Padre nos alcanza en tanto que es verdaderamente Padre, y nos hace, en Cristo, hijos en el Hijo, en la misma filiación del Hijo, enviando a nuestros corazones al Espíritu Santo, la fuerza de Dios, que nos regenera y transforma, nos cristifica y diviniza de hecho y en verdad. La encarnación del Hijo de Dios es la divinización del hombre, porque el Hijo se da y se entrega del todo y para siempre.
A aquella primera Navidad de la historia, siguen las navidades memoriales, cada año, en las celebraciones litúrgicas. Los santos Padres, en su predicación apostólica se preguntan sobre la fiesta de la Navidad: ¿es solo memoria o también misterio? Y responden: es misterio. Esto quiere decir que es una fiesta que contiene la realidad misma que conmemora. Si ayer vino Dios al mundo, ahora viene a cada hombre, a la intimidad de cada hombre, para transformarle e identificarle con él. La Iglesia es un cuerpo suplementario suyo donde él vive y renueva ahora todo su misterio redentor. Vive asumiendo el evangelio, identificándose con él, intentando en los creyentes una organización evangélica del corazón, de los sentimientos, de la convivencia. La navidad histórica de ayer no tendría sentido si no existiese hoy una Navidad espiritual que alcance a todos los hombres de la humanidad. Cristo vive hoy en nosotros activando su misma entrega, expresándola en el amor fraterno vivido en favor de todos los hombres. En la liturgia, la muerte y resurrección del Señor, su entrega radical, se actualizan para ser participadas por las asambleas celebrantes que acuden a la eucaristía no para “cumplir” un precepto, sino para hacer posible que se actualice y se prolongue, y se visibilice, la misma entrega de Jesús, y llegue así su amor ilimitado a todos los hombres de la historia. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo y tiene la misión de actualizarle y visibilizarle a él, ahora con nosotros.
La religión cristiana es Cristo entre los hombres como esperanza de la gloria. Cristo, muerto y resucitado, con una sola oblación, penetró en los cielos y permanece allí vivo intercediendo por nosotros. El Cristo glorioso y celeste es el principio universal, insustituible, de la vida eclesial aquí en la tierra. Habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre y es principio de resurrección para la Iglesia. Del cuerpo glorioso de Cristo, al cuerpo eclesial de la comunidad que vive en el tiempo, brota una corriente de gracia, de Espíritu Santo, de vida resucitada que nos configuran con Cristo y constituye el ser mismo de la Iglesia. La Iglesia es “una cosa” en Cristo. Es su cuerpo y plenitud. La vida cristiana es visibilizar y reflejar a Cristo en nuestra vida. Con Cristo, todo vale. Sin Cristo, nada sirve. La vida de la Iglesia es celebrar la vida de Jesús en nosotros. Es seguir testificando su persona, su cruz y resurrección en términos actuales, en expresiones culturales vigentes y convincentes. Para el cristiano no existen dos historias, la profana y la creyente. El Dios de la creación es el Dios de la redención. No existe sino una sola historia de salvación. Los valores humanos, terrenos, temporales, son también el contenido lógico y natural de la expresión de la fe. Nuestra existencia humana no puede realizarse sin un contenido humano, racional, profesional, técnico, social, económico, histórico. Dios se encarnó en Cristo y en él quedaron asumidas las coyunturas temporales como contenido verdadero de la vida creyente. A Dios no vamos desnudos de lo humano, sin cuerpo, sin ambiente, sin historia. La paz, el desarrollo, la igualdad y fraternidad, la cultura, el bienestar, la familia, las relaciones regionales, nacionales e internacionales, el equilibrio económico de los pueblos, los programas de ayuda y de solidaridad, la convivencia solidaria y pacífica forman parte del programa de fe de los que creemos en Cristo, muerto y resucitado por todos.
La verdadera Navidad, en su significado profundo, es solidaridad verdadera. Es el Padre entregando a su propio Hijo por nosotros, y en él dándonos todas las cosas. Es el Hijo entregándose a sí mismo en el realismo de un descenso inimaginable, entregándose hasta el extremo. Es Dios entregándonos su intimidad personal profunda. Es Dios, en Cristo, consagrando la vida humana. Es Dios haciendo de su Luz nuestra luz. Es Cristo que se hace nuestra paz y reconciliación universal. Es Cristo anunciando a los hombres la alegría radical. Es la comprobación firme que demuestra de manera segura que todo hombre tiene dignidad divina. Es la prueba de que quedan rotas todas las fronteras, exclusivismos y regionalismos, independentismos, porque en Cristo nadie es superior a nadie y todos somos hermanos. Es el compromiso solemne y obligado por los pobres y la presencia generosa ante los que más sufren. Es la actitud y compromiso de no vivir en propio provecho, sino el de los demás.
Lo más maravilloso de la historia es que Cristo haga su navidad en nosotros y que nosotros seamos navidad de Cristo para todos.
Descargar el documento en formato .pdf
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!