Lecturas

Isaías 49, 1-6  –  Salmo 138  –  Hechos 13, 22-26

Lucas 1, 57-66.80

A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban. A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre.
La madre intervino diciendo: «¡No! Se va a llamar Juan.»
Le replicaron: «Ninguno de tus parientes se llama así.»
Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre.» Todos se quedaron extrañados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios.
Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: «¿Qué va a ser este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo, y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel.

Comentario

SAN JUAN BAUTISTA

2018, 12º domingo ordinario

            La liturgia celebra hoy la solemnidad de Juan Bautista, precursor del Señor, que, en el seno materno, saltó de gozo por la proximidad de Jesús que también estaba todavía en el seno de María. Su nacimiento fue profecía y anticipo del nacimiento de Jesús, el Salvador. Su vida brilló con tal esplendor de gracia que el mismo Jesucristo  dijo no haber entre los nacidos de mujer nadie tan grande como él. Juan bautizó al Señor al que definió como “el que bautiza en Espíritu Santo y fuego” y como “Cordero de Dios”.

El rasgo esencial de la actividad del Bautista era bautizar en agua. Los baños sagrados eran conocidos en muchas religiones antiguas de Egipto, Babilonia, India. El objetivo de estos baños era borrar las impurezas rituales o legales. El bautismo solía ser signo de ingreso y de pertenencia a la nueva comunidad. El rito se realizaba en los ríos Nilo, Éufrates, Ganges. Esta práctica estaba relacionada con el simbolismo del agua que limpia, vivifica y mata lo viejo. El gesto de Juan se inscribe dentro del contexto de los baños de purificación de su tiempo. Pero tenía también una peculiaridad. Se administraba bajo el signo de una conversión moral, del cambio de vida. Más adelante el bautismo apostólico añadirá una característica fundamental: el bautismo sumerge en la muerte y resurrección del Señor. El bautizado “se reviste de Cristo”. El bautismo se convierte en el baño de un nuevo nacimiento. El bautizado es un ser resucitado.

Juan el Bautista se presenta en la historia dando saltos de gozo en el seno de su madre a causa de la proximidad de Jesús. Después de ello, a Juan se le recuerda en el desierto, llevando una vida penitencial dura, vestido de piel de camello, comiendo austeramente, convocando a todos a la penitencia. No se instala en el templo, como  empleado o funcionario, como su padre, y como era normal. Se sale de las costumbres habituales en Israel y asume una vocación llena de verdad y dureza y en plena referencia al futuro Mesías. Anuncia a Jesús que viene con el fuego del Espíritu. De él se expandirá hacia todos los hombres otorgando una vida nueva.

Jesús aparecerá después de su precursor y, como él, tampoco se acomodará en una funcionalidad usual y tradicional. Todo lo contrario. Los jerarcas de todos los tiempos y confesiones suelen acondicionarse en una función siempre dominante y cómoda. El orden que procuran hacer observar suele presentar normalmente ventajas humanas para ellos. En Jesús no. Su misión es única y distinta. Su verdad fundamental es el amor incondicional, la vida sacrificada en la cruz. Es el vino nuevo que hay que mantener en odres nuevos. Él habla de la verdad y él mismo es verdad. Vive dando testimonio de la verdad. Verídico, en la Revelación, significa ser sólido,  seguro, digno de confianza, algo en lo que uno se puede apoyar. Coincide con lo que hay de hondo y fundamental en la palabra de Dios y que se refiere, primero, a la fidelidad a la alianza y a la ley de Dios. La santidad es hacer la verdad, caminar en la luz,  en la sinceridad del lenguaje y del comportamiento. La verdad es sinceridad, pero no solo eso. Es la fuga de la mentira de los ídolos. Es fidelidad no a una doctrina, sino a una persona, a Cristo y su testimonio. La gran novedad cristiana es que la verdad nos ha venido en forma de persona, Jesús. Él “es el camino, la verdad y la vida”. La santidad es ser de la verdad (Jn 18,37).

El Bautista recibe una vocación especial: preparar los caminos del Señor, anunciar su venida inminente, abrir sendas de conversión a los hombres. Jesús señala a Juan como el mayor de los nacidos, pero la vida del precursor es de una humildad inconmensurable. No se siente digno de ser ni siquiera el esclavo del futuro Mesías. Ante los frutos de su mensaje, proclama que es necesario que él disminuya para que el Mesías crezca. Cambia el templo por el desierto, la corte por la soledad, la dedicación funcional y formal por la misión seria y directa, la pompa por la austeridad. Observa un cambio radical y drástico y proclama la conversión sincera. Habla del fuego del Espíritu como alma y expresión de la vida nueva. Es la mística sustituyendo la fría observancia y la simple organización. Es la confianza en Dios más que la confianza en el poder personal. Es la absolutización de Dios y no de las mediaciones, el amor desplazando el desamor, el conocimiento erradicando la ignorancia, la alegría sanando la tristeza.

El fuego del Espíritu que anuncia Juan es, en primer lugar, sanación del amor, aprender a amar, más que a temer. Todo lo que se vive y aprende en muchas personas y entidades eclesiales suele ser duro, desagradable, laborioso. Casi todo viene por vía de obligación, de imposición por parte de quien se siente elevado y distante. Se manda más que se persuade. Se educa más que se inicia. No abunda la fascinación de la Buena Noticia. En nuestro entorno, educa la doctrina más que el testimonio, los documentos más que la vida. Se prodiga más el deber que el amor. No abundan las caricias, las relaciones afectuosas. La mayoría de los seres humanos vive con una dieta de caricias inferior a lo necesario y al ideal. Y esto es causa de sufrimiento, de rechazo, de frialdad e indiferencia. Se inicia más a las ideas sobre Dios que a tener conocimiento del amor entrañable de Dios. Por lo general ignoramos que creer es originalmente dejarse amar y amar. La Iglesia es, debería ser, el rostro maternal de Dios. Dios nos ama en la medida en que creemos en su amor. En la Iglesia hemos perdido el Cantar de los Cantares y es preciso recuperarlo iniciando a “amar de todo corazón”.

El fuego del Espíritu debe sanar nuestra inconsciencia en la fe. Nacemos ignorantes y somos lo que conocemos. Saber da poder, y en el tiempo se ha restringido a los seglares el conocimiento de la Biblia y del evangelio, del misterio de Cristo, de la función de la asamblea, de la identidad laical y de los derechos del laico, de la mujer, de la comunidad eclesial.

El fuego del Espíritu debe, debería, sanar nuestras tristezas. Dios nos ha creado para que seamos felices. La fe, o es “Buena Nueva”, o no es fe. Se nos fuerza a aprender guiones de obligación, de cumplidores y observantes, de normas no siempre fáciles. En nuestro mundo abundan la risa y las carcajadas, pero hay merma de alegría y de felicidad. Y es que la gente desconoce que las alegrías profundas son las de dentro. Preferimos decir palabras simples, sencillas, que no vehiculan el misterio hondo del evangelio. Con la excusa de ser sencillos apenas decimos nada. La gente vive fuera de sí, no dentro y las alegrías de fuera son efímeras. Nuestra evangelización no suele llevar al asombro. El cristianismo es el anuncio de “un gran gozo”. Ser creyente es estar alegres. La alegría es el reflejo de la persona cuando es madura y sabe lo que es y lo vive. El drama del hombre moderno es su alineación.  Hay que tratar al hombre por dentro. Para cambiarlo hay que amarlo. Es imposible transformarlo sin quererlo. Ser creyente es sentirse dichosamente amado por Dios y por los hermanos. El hombre moderno está ausente de sí mismo porque se siente ausente del amor de Dios. Lo que evangeliza en verdad no son las palabras: es la vida. Es, y no puede dejar de ser, visibilizar el amor con el que Dios nos ama.

Dejémonos bautizar en el fuego del amor, del buen conocimiento, de la alegría profunda del evangelio.

                                                       Francisco Martínez

www.centroberit.com

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