Lecturas:
Genesis 3, 9-15.20 – Salmo 97 – Romanos 15 ,4-9
Lucas 1, 26-38: En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.» Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.» Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?» El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.» María contestó: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y la dejó el ángel.
Comentario
LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA, 2019
En el contexto del Adviento, la liturgia celebra la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María. Las reglas generales de la liturgia prohíben la celebración de cualquier fiesta de los santos, y aun de María, en un domingo de Adviento. Estos domingos son intocables porque el ciclo cristocéntrico, que celebra la vida del Señor, prevalece siempre sobre el ciclo del santoral. Las normas prescriben que, en caso de concurrencia de estas fiestas, se traslade la menos importante al primer día hábil siguiente. Pero la Conferencia Episcopal Española ha solicitado de la Santa Sede que en España, dada su especial devoción a María, se celebre en este segundo domingo del Adviento la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María. La Santa Sede ha accedido, mandando conservar alguna lectura propia de Adviento para hacer ver la principalidad del tiempo que conmemora los misterios de la vida del Señor. Esta incidencia nos lleva a recordar una verdad fundamental de la fe. Solemos vincular la fiesta de los santos, en especial de los mártires, a la celebración de la eucaristía. En los inicios la Iglesia primitiva solía hacer en la celebración eucarística memoria de los mártires, como especiales asociados a la pasión y resurrección del Señor. Posteriormente hizo también memoria de los santos comunes. Pero recordemos que no hay misa de san tal o de san cuál, sino que la misa es siempre una acción personal del Cristo hoy viviente en los cielos que nos asocia a todos, en el cielo y en la tierra, para que actuemos por él, con él y en él. Él siempre lo hace como agente principal y esencial. Actúa como cabeza y fundamento único. María es miembro de la Iglesia. Celebramos, pues, la fiesta de la Virgen, pero sin perder el sentido del Adviento del que ella es modelo y parte integrante y esencial por la concepción de Cristo y por su maternidad divina. La fiesta de la Concepción Inmaculada de María nos dice que Dios preservó a María del pecado original. Este privilegio de la Virgen no fue definido hasta el 1854 por el Papa Pío IX. Se trata de una gracia singular concedida a María en atención a los méritos de Cristo. Efectivamente, la mujer que siempre iba a estar radical y perpetuamente asociada a la lucha y a la victoria de Cristo, estuvo siempre agraciada desde los comienzos por el amor inicial y continuado de Dios. En el fondo, esta gracia, que representa un misterio profundo, habla de la totalidad e integridad del amor que Dios le tuvo a ella y de la respuesta total de María en lo que de ella pudo depender. El mensaje importante de esta fiesta de María nos lo ofrecen los textos sagrados. Primero el Génesis. Con un lenguaje figurado nos ha hablado de la noche de la historia, de algo que ignoramos, pero cuyas consecuencias aparecen siempre, y drásticamente, a los ojos de todos. Hay algo que aparece evidente: el hombre peca desde su presencia en la historia. Y además lo hacen todos, todos pecan. Este hecho es evidente y universal. Desde los orígenes están rotas y alteradas las relaciones de unos hombres con otros y de todos con Dios. En el mundo ha existido siempre una desarmonía profunda que ha afectado a todas las relaciones humanas. Ante esta realidad, Lucas nos ofrece en su evangelio el diálogo más trascendental acontecido en la historia. Tiene lugar entre un mensajero de Dios, descendido de lo alto, y una joven de un rincón desconocido. Si los hombres, todos, ya desde los orígenes, se muestran independientes y autónomos, ahora Dios solicita sorprendentemente a la muchacha, acogida y consentimiento. La humanidad, entonces, no presintió lo que sucedía en Nazaret. Pero un destino insospechado y trascendente, que afectaba a la humanidad entera, estaba haciéndose depender de la aceptación de aquella sencilla joven. Y ella aceptó, para sí y para todos los hombres. Y Dios se hizo hombre con los hombres y como los hombres. El problema de fondo no se reducía a limpiar, o condonar, unas simples manchas morales. Se trataba de restaurar la armonía esencial de los hombres con Dios, la de los hombres con los hombres y la del hombre consigo mismo. Jamás se produjo en la historia una entrevista tan importante, un diálogo tan conciliador, un proyecto tan trascendente. Y la joven dijo “sí” al Enviado de Dios. Aceptó para ella y para la humanidad entera. Y ahora le llamamos “Inmaculada” porque en ella no hubo el mínimo egoísmo o reserva. Se dio del todo. Todo en ella fue acogida, disposición, servicio los demás. María Inmaculada representa hoy un mensaje importante para nosotros. No aparece como algo aparte y extraño. Ella es modelo de lo que todos estamos llamados a ser y, también, de cómo debemos responder. Dios nos entregó a su Hijo para que esté siempre con nosotros, para que nosotros vivamos siempre en comunión con él y seamos como él. También María, como Dios, nos ha entregado a su propio Hijo, para que se forme en nosotros. Ella, que le formó como hombre en su seno, nos ayudará como nadie también a nosotros a configurarnos con él. El diálogo del ángel con María se repite hoy en nosotros. Jesús es el “sí” radical al plan de salvación del Padre en la historia, y María es también el “sí” rotundo a Jesús y a su misión salvadora en el mundo. El tiempo sagrado del Adviento debe configurar nuestra vida en un sí radical y total al plan de Dios en nosotros. Inmaculada Concepción de María y espiritualidad del adviento están referidos a un mismo misterio: el de la presencia de Dios en nuestras vidas y a la necesidad de una respuesta también total, dichosa y alegre. Nuestra actitud en este tiempo ha de ser la de María. En ella todo partió de la sorprendente iniciativa de Dios, gracias a la cual él se hizo presente en la historia para llevarla felizmente a su término. Nosotros concebimos la vida cristiana como asunto nuestro, como capacidad nuestra. Pero lo importante en nuestra vida no es lo que nosotros hacemos o podemos hacer, sino lo que Dios ha hecho y hace en nosotros. María nos enseña la perenne iniciativa de Dios, gracias a la cual él se hace presente a la historia y la conduce a su término. Nos señala la primacía y la seguridad del amor de Dios. Ella nos hace ver algo muy importante en la vida de fe: la alegría en Dios nuestro Salvador. La Iglesia de hoy ha perdido el Cantar de los Cantares, el gozo de sentirse elegida y amada por Dios. Una fe no alegre, no es fe cristiana. María se nos ofrece como modelo de fidelidad radical a la voluntad de Dios. Ella aparece siempre como rumiante de la palabra divina y vive en oración perseverante. Es una gran lección a imitar. María es la prueba de que Dios siempre salva a los pobres que confían en él y desbarata a los soberbios. Nos enseña también que todo buen amor ha de ser solidario y responsable. Y sobre todo, María nos enseña a no ser superficiales, a engendrar vida desde nuestra propia vida. María Inmaculada nos ayude a hacer generosa y auténtica nuestra vida.
Fancisco Martínez
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