Lecturas

Apocalipsis 11, 19a; 12,1-6.10  –  Salmo 44  -1ª Corintios 15, 20-27a

Lucas 1, 39-56

En aquellos días, Maria se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de Maria, saltó la criatura en su vientre.
Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.»
María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.»
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.

Comentario

ASUNCIÓN DE MARÍA A LOS CIELOS, 2018

            La liturgia celebra hoy la fiesta de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. María estuvo plenamente asociada a la persona y a la obra redentora de Cristo y la propia fe del pueblo cristiano, ya de tiempos remotos, dedujo que quien había sido asociada de forma plena a la redención obrada por Cristo, debía estar también plenamente asociada a su triunfo glorioso en los cielos. En consecuencia, Dios, culminado el curso de la vida terrena de María, la hizo partícipe de la gloria del Hijo inmediatamente, en cuerpo y alma. Esta fiesta ha sido fruto de la fe entusiasmada del pueblo cristiano que ha hecho patente en el correr de los siglos su adhesión a la figura de María llena de gracia, por parte de Dios, y plena de respuesta de fe y de amor fiel al designio de Dios revelado en Cristo. La Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos representa una fiesta de enorme resonancia en la devoción popular. Asunción de María es el titular de ciudades y pueblos, de numerosos templos marianos, de las fiestas oficiales populares en ciudades y pueblos de todo el mundo cristiano.

El concepto más sobresaliente de la Revelación en torno a María es su plenitud de gracia y de repuesta al plan de Dios manifestado en Cristo. María cayó en gracia a Dios y Dios le inundó siempre con su amor efectivo. María vivió siempre como fiel cumplidora del proyecto de Dios, como rumiante perenne de la palabra y voluntad de Dios en favor de la historia del pueblo elegido. Vivió siempre en actitud de servicio unida a su Hijo siendo madre y haciendo de madre, en fidelidad extrema. María, esclava del Señor, acogió la palabra de Dios en su corazón con la misma fe y entusiasmo con que acogió en su seno materno la encarnación del Verbo eterno. Esta totalidad de entrega al proyecto divino reflejada en el evangelio, y reconocida por la fe del pueblo, es el fundamento de fe recogido por el propio magisterio de la Iglesia como clave para la proclamación oficial del propio dogma mariano de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. Ningún texto concreto de la Revelación nos habla explícitamente de ello. Pero leyendo entre líneas varios textos y considerándolos en relación con lo que dice una visión global de la Revelación sobre la inmensa gratuidad de Dios y la colaboración plena y radical de María, aparece como coherente con la fe la certeza de que ella ha sido asociada de forma plena, en su integridad personal, a la compañía del Hijo, glorioso y vencedor en los cielos. Pío XII, basándose en esta fe del pueblo universal de la Iglesia, declaró como dogma en la Constitución Munificentissimus Deus, de 1950, que la Inmaculada Madre de Dios y siempre virgen María, concluido el curso de su vida temporal, fue asunta en cuerpo y alma a los cielos.

La asunción de María los cielos, más que un privilegio aislado y personal, y más también que una coronación individual y pasiva, aparece como consecuencia de su gran aportación personal y como modelo y ejemplo de lo que constituye la vocación cristina universal. Si su aportación a la fe fue total, total fue también la repuesta de reconocimiento de Dios a María. La repuesta de María a Dios fue singular. Nadie estuvo tan implicada en Cristo como ella. Le engendró y le dio a luz. Fue madre y actuó siempre como tal. Lo presentó a la humanidad  en la cueva de Belén. Formó su humanidad, su piedad, su fe. Lo ambientó en la solidaridad, en el amor fraterno, las austeridad  la pobreza compartidas por ella. Vivió comprometida durante treinta años en Nazaret. Estuvo presente en Caná, en el Calvario, en el nacimiento de la Iglesia en el primer Pentecostés. El Espíritu que al principio vino sobre ella en Nazaret en el nacimiento del Hijo, sobrevino después a la primera Iglesia en el momento de su nacimiento. Maria ha ocupado siempre un puesto importante en la liturgia, en la devoción popular, en la doctrina, en el arte. María siempre ha estado asociada, de todo corazón, responsablemente, continuamente, a la persona y obra de su Hijo. Ahora el cielo es Dios, es la misma gloria del Hijo. María, en el cielo, ha sido invocada desde el principio por la fe del pueblo. Es lógico que el Hijo la asociase al triunfo conseguido a un precio tan alto, que no es otra cosa que el cielo. A un amor total, debió responder un reconocimiento total.

La razón de la glorificación de María es Jesús. El triunfo, la victoria fue suya, la del Hijo. Ella, como madre, estuvo totalmente vinculada a la obra del Hijo, y es lógico que él la vinculase a su triunfo glorioso. La vida de María siempre es Jesús. María es Jesús comenzado. La carne de María siempre será carne de Jesús. María vivió en razón de la vida de su Hijo. María no el algo lejano a nosotros. Su vocación excelsa de gloria es también la nuestra. Estamos llamados a participar de la misma gloria del Hijo. Esta gloria no es algo lejano y extraño, es lo que constituye la misma vida cristiana ordinaria. La Iglesia no es sino la comunidad de Jesús resucitado que vive en los cielos derramando el Espíritu de resurrección que anida en el interior de los sacramentos y de la caridad evangélica. Somos Cuerpo de Cristo. Repetimos y actualizamos su vida en nosotros. La visión más adecuada y veraz de la Iglesia nos la entregan Pablo y Juan cundo se refieren a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Somos su cuerpo, somos él. Jesús no es solo una persona histórica del pasado. Él es místicamente nosotros. Estamos “predestinados a reproducir la imagen del Hijo” dice Pablo (R 8,29). Dios ha emplazado a su propio Hijo en nuestros corazones: “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre”! (Gal 4,6). Vivimos en él de igual forma que él vive en el Padre (Jn 6,57). Cristo vive en nosotros (Gal 2,20). Estamos vivificados, conmuertos, resucitados, sentados ya con Cristo en los cielos” (Ef 2,4-6). Hemos resucitado ya con Cristo (Col 3,1). Dios nos ama en el mismo amor con que ama a su propio Hijo (Jn 17,23-26). El Cuerpo Místico, nosotros, la Iglesia, es la razón profunda de Jesús, de su encarnación, eucaristía, resurrección, Pentecostés. La vida cristiana, el pasado, el presente y el futuro es la Gloria de Cristo en nosotros. Somos su cuerpo y su cuerpo es factor de resurrección y de gloria. María fue asociada a su Hijo y nosotros hemos sido diseñados también para ser su cuerpo, ayer sufriente y hoy glorioso. Nuestra cabeza ya está en los cielos y nos introduce a nosotros en él en la medida en que vivimos la generosidad y la entrega.

                                                          Francisco Martínez

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E-mail: berit@centroberit.com

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