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Lecturas:
Números 6, 22-27 – Salmo 66 – Gálatas 4, 4-7
Lucas 2, 16-21
Santa María, Madre de Dios
Estamos ya a una semana después de la celebración de la Navidad. Que Dios haya querido nacer en el mundo, hacerse hombre como nosotros y para nosotros, por puro amor, y que viniera con ánimo de dar la vida por los hombres, es el suceso vértice de la historia. Nada hay ya deseable más allá de este acontecimiento y nada podría esperar el hombre en su pretensión de ser valorado y querido. El contenido profundo y real de la Navidad es que Dios se hace hombre para hacer del hombre Dios, un ser partícipe de la divina naturaleza. Este mismo hecho, siendo prodigioso, tiene otras muchas connotaciones gozosas. Nos hemos centrado en el niño porque ciertamente es la realidad nuclear de la Navidad. Pero si este niño nace en verdad y aparece como hombre verdadero, junto a él y con él aparece lógicamente una mujer madre que lo gesta y lo da a luz. Y ello, además de representar un hito, un sueño, un Dios con nosotros y para nosotros, significa, además, que Dios se ha hecho infinitamente cercano a nosotros hasta lo inefable, de forma que ya jamás se separará ni se retractará. Una mujer lo ha engendrado. De ella ha tomado la carne y la sangre. María es ya Jesús comenzado. Los dos forman un mismo hecho, una misma realidad. Y ser engendrado, y nacer, es la constatación de la infinita gratuidad de Dios con nosotros. En la base de todo ello está el hecho de la maternidad divina de María. En Jesús no hay sino una sola persona. El Verbo eterno de Dios, al encarnarse, toma una verdadera naturaleza humana, sin que ello implique una nueva y distinta personalidad. El Hijo de Dios es uno en su divinidad y en su humanidad. Y en consecuencia, María, madre de Jesús, es verdadera madre de Dios. Y en este hecho volvemos a encontrarnos con la inmensa compenetración de Dios con los hombres. El dato histórico y fisiológico pone en evidencia la magnitud del dato teológico: Dios nos ama muy en serio y quiere comprometer su vida con nosotros, irrevocablemente, del todo, para siempre. Los comentarios catequéticos de los santos Padres sobre este hecho, son admirables. “Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser Dios”, dicen san Ireneo, san Atanasio, san Agustín. La liturgia de este día dice: “¡Qué admirable intercambio! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, se ha dignado nacer de una virgen y, hecho hombre, sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad”. Pablo nos ofrece una visión admirable: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción” (Gal 4,4-5).
INVOCARÁN MI NOMBRE Y LOS BENDECIRÉ
Dios ha bendecido siempre al hombre y al pueblo por él escogido. Bendecir es decir o hacer bienes en favor de alguien. Dios bendijo la creación y bendijo al hombre por él formado. Instituyó la fórmula con la que los sacerdotes habrían de bendecir a los hijos de Israel. Una vez que el pueblo se ha instaurado en Jerusalén, Dios establece su presencia permanente en ella, en el templo o santuario. Pero el destinatario último de esta presencia no es tanto la construcción de piedras como el pueblo mismo, bendecido por Dios. Este pueblo es imagen de la Iglesia, verdadero pueblo de Dios y cuerpo de Cristo. Cristo mismo es la bendición de Dios a su pueblo. En Cristo, Dios bendice divinamente al pueblo y el pueblo bendice infinitamente a Dios. El Hijo es bendición de Dios a su pueblo porque, al enviarlo al mundo, transforma a los hombres en hijos suyos. Y el Hijo es también suprema bendición del hombre a Dios porque es en el Hijo donde el Padre tiene puestas todas sus complacencias. Esto habla de unas relaciones dichosas, vividas en la exuberancia del don y de la entrega incondicional. La suprema bendición de Dios a los hombres es Cristo. Después de Cristo ya no hay nada. Él es todo lo grande, maravilloso, inefable, definitivo. Todas las cosas fueron creadas por él. Él es la Verdad, la Bondad, la Hermosura infinita. Si las cosas buenas agradan y atraen ¿cómo será el autor de todas las cosas? Si hay cosas hermosas y agradables ¿cómo será el Verbo de la vida, la Verdad total infinita, la Belleza total, el Amor pleno?
LA PAZ, BENDICIÓN DE DIOS
Hoy celebramos la Jornada Mundial de la paz instituida por Pablo VI hace medio siglo. Hace décadas que la paz se ha convertido para muchos en un postulado de máxima importancia. Desde diversos ángulos culturales y religiosos se postula hoy enérgicamente la paz en el mundo. El Humanismo, la Ilustración, el creciente horror de las guerras, la proliferación de movimientos secesionistas e independentistas, los movimientos pacifistas, los permanentes atentados, los objetores de conciencia y los medios de comunicación social son causa o pretexto para poner en primer plano la necesidad y el valor de la paz. El Magisterio de la Iglesia se ha hecho, en estas últimas décadas, luminoso, continuo e insistente. El deseo de paz se ha convertido en uno de los signos de los tiempos presentes. Para nosotros, los cristianos, la paz no es solo ausencia de agitación ni el resultado de una concordia pactada. No es ausencia de guerra y de tensiones. Es, además, mucho más que un simple postulado moral. Es vida en plenitud que solo se encuentra junto a Dios y en su amistad. Es lógica expresión y consecuencia de la encarnación de Cristo en el mundo y en todos nosotros. La paz solo viene de Dios. Jesús reconcilia a los dos pueblos, judío y gentil, unificándolos en su mismo cuerpo. Es curando, sanando y perdonando, devolviendo la salud, como él mismo puede afirmar con autoridad “vete en paz”. La paz se basa en la soberanía de Dios quitando al hombre la tentación de erigirse él mismo en dueño de su hermano. La paz surge del perdón porque pone a los hombres en la ocasión de perdonarse mutuamente como Dios mismo nos perdona a todos. Cristo es siempre nuestra paz porque él mismo vive en nosotros. Y vive entregándose del todo, como reconciliación radical y permanente. En la eucaristía nos legó la cruz, es decir, su entrega total que él hace actual y contemporánea para que la hagamos nuestra y la impulsemos. La eucaristía verdadera no se reduce a “una cosa” sagrada, digna de veneración. Es solidaridad y fraternidad. Es el mismo Dios dándose y entregándose al que nosotros nos unimos. Nosotros debemos hacer en nuestro tiempo lo que Jesús hizo en el suyo. La paz, la comunión entrañable, la concordia y convivencia pacífica y solidaria, son un bien sacramental, evangélico, espiritual. Los nacionalismos excluyentes, las diferencias sociales, los desequilibrios económicos, el paro frente a la corrupción y las percepciones o ganancias fáciles y abusivas, los distanciamientos afectivos, las precedencias desequilibradoras, las animosidades familiares y conyugales, los resentimientos, odios y rencores, son absolutamente incompatibles con la eucaristía y carecen de sentido en la vida cristiana. La vida cristiana, los sacramentos, la fe en Cristo resucitado son el hecho mismo de la reconciliación y la paz. La paz del cristiano es no solo exigencia de la justicia social, sino del amor fraterno y de la comunión con Cristo. Celebrar la fe es vivir en la paz. Tenemos a Dios y obramos la salvación en la medida en que somos actores de concordia y de paz.
Francisco Martínez
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