Lecturas

1ª Crónicas  –  Salmo 26  –  Lucas 11, 27-28

En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la gente, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron.»
Pero él repuso: «Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen.»

Comentario

NUESTRA SEÑORA DEL PILAR, 2017

El Pilar es fiesta grande en Zaragoza y Aragón. Es una fiesta que apela fuertemente a nuestras raíces Si queremos situar las cosas en sus raíces y fundamento, es preciso ir los orígenes de nuestra fe y a ese gran acontecimiento verdaderamente trascendental de la permanente venida espiritual de María a cuantos se acogen a su protección maternal. Es un suceso extraordinario. Es un hecho constatable que la Santa Capilla donde se venera a la Virgen del Pilar nunca está vacía. María nunca está sola. La corriente de amor de María al pueblo y del pueblo a María es continua. Y profunda es también y perenne la devoción a María del Pilar en los pueblos de Aragón, de España, de Latinoamérica y de otros pueblos del mundo.

La devoción a María tiene su fundamentación en el misterio de la Maternidad divina. María es verdaderamente madre del Señor. Dios, en María, se ha vinculado a la humanidad mediante el acto más profundo y entrañable que existe entre los humanos, el hecho de ser engendrado. Ser engendrado es lo que hace al hombre ser verdadero hombre. María ha engendrado a Jesús en sus propias entrañas maternales. La aportación de María a la encarnación de Dios es grande. Jesús y María forman un mismo proyecto, una misma realidad. Madre e Hijo son una carne. En un mismo proyecto divino entran la encarnación de Dios y la maternidad de María. María es Jesús comenzado. Entre los dos se da un verdadero paradigma de unión y compenetración, de comunión y amor. En María acontece la máxima penetración de Dios en el hombre y del hombre en Dios. No se trata sólo de una unión física, sino activa, dinámica, moral, de corazón, de solicitud responsable. María representa la máxima donación de Dios a la humanidad y también la fidelidad más plena a Dios por la acogida fiel de su palabra.  María vive en función de Jesús. Desaparece ella misma, se desvanece libremente, para existir por y para Jesús, para prestarle la carne, los cuidados de madre, la formación humana, el alimento, el amor. La historia de María es la historia de Jesús.

¿Qué significado tiene la encarnación de Jesús en María? Si queremos entenderlo debemos preguntarnos por qué Dios se encarna, para qué y para quién realiza el hecho de la encarnación. La fe nos lo revela: «Por nosotros, los hombres y por nuestra salvación». El amor le lleva a Dios a hacerse inmensamente cercano a nosotros. Dios se hace hombre para que el hombre llegue a ser Dios. Al encarnarse nos asumió a todos en su naturaleza divina. La encarnación de Cristo es la divinización del hombre. Él extiende a nosotros su persona, su misma filiación divina, su Espíritu de amor. ¡Qué pena que muchos cristianos pongan su devoción a María no en estas realidades estremecedoras, maravillosas, sino más bien en motivaciones sentimentales y emotivas, en devociones sin raigambre evangélica!

María, por ser madre de Dios, es también madre de los hombres. Si Cristo es nuestra vida, nuestra vocación y futuro, eso quiere decir que nuestra vida ha estado en el seno de María. María es nuestra madre. Y ella es para nosotros modelo de creyente, de proximidad a Dios y de intimidad con él. Ella nos enseña a vivir en función de Cristo y de su proyecto sobre la humanidad. Entre María y Jesús hay sintonía absoluta, connaturalidad espiritual y exultante, familiaridad plena. Ella es la «llena de gracia», la que ha caído plenamente en gracia a Dios. La gracia es el amor, el que Dios le tiene a ella y el que ella tiene a Dios. Es relación de fe y confianza total. «Dichosa tú porque has creído», le dijo Isabel a María. María es la mujer creyente. La fe es algo tan prodigioso que crea la realidad. María engendró a Cristo porque creyó en el mensaje del ángel. María no vive para ella. Su vida es Cristo. María nos enseña a creer y a amar. Nosotros existimos en la medida de nuestra fe. La vida la hace la fe. No nos desarrollamos hasta que hemos comenzado a creer sinceramente en alguien, hasta que creemos en serio en el amor de Dios. Dios nos ama en la medida en que creemos en su amor. La medida del amor que Dios nos tiene es la medida de nuestra fe en él.

Este año celebramos la fiesta del Pilar en medio de una tensión social debido a los acontecimientos que vive actualmente España. Los sucesos de Cataluña nos afectan a todos. Afectan a la sociedad, a la convivencia política, a la verdad de la historia. Y afectan también a la fe. Toda la vida social tiene regularmente una fuerte connotación moral. El odio, el insulto, la crispación, la separatividad, el falseamiento de la historia y el conductismo malicioso de la educación y formación, la tergiversación de la opinión pública, los peligros de quiebra y de paro, la inseguridad e inestabilidad, el odio y el rencor, son realidades que afectan gravemente a la actitud creyente. La Iglesia, y los cristianos, no pueden dejarse llevar de veleidades personales. Como ha dicho el Papa, la ley obliga no solo civilmente, sino también moralmente y a todos. E indudablemente, los cristianos debemos ser fieles a la tierra, siendo siempre, y junto a todos, ciudadanos del cielo. Todos caminamos a aquella patria común donde la universal paternidad de Dios suscita e impone una fraternidad humana rompedora de todas las diferencias. Si hay una verdad inapelable, cumbre y cima de la revelación, es la convergencia absoluta y universal de todos en la verdad y el amor. La Biblia es la historia de la convocación y reunión de todas las naciones en un solo pueblo matando la división y la separación. La cruz es el amor extremo, mantenido incluso a los enemigos. La eucaristía es la unidad, la concordia, la comunidad. Donde hay diferencias y discordias, y tanto más la exclusión, “Esto ya no es celebrar la cena del Señor”, dice Pablo (1 Cor 11,20). La famosa carta a Diogneto, que describe la vida de la primitiva comunidad cristiana, dice: “Los cristianos, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás… Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña”. Evidentemente, la fractura social es también fractura de la fe cristiana.

Santa María del Pilar nos bendiga a todos para que sepamos vivir y convivir como hermanos. Que fortalezca nuestra fe, para que vivamos en concordia, en fraternidad, en la integración y en la solidaridad, para que lleguemos a comprender que la verdadera experiencia de la paternidad de Dios solo es posible en un corazón que acepta entusiasmadamente como hermanos a todos los hombres. Que solo un amor grande y universal nos puede dar la dicha y la certeza de caminar unidos al reino eterno de la paz y de la dicha.

Que santa María del Pilar ruegue por nosotros.

                                                     Francisco Martínez

 

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