1. «ENTRAR DENTRO»

La Trinidad es el misterio más profundo de la vida cristiana. La profundidad del misterio nos habla de la altura de nuestra vocación. Estamos llamados a correalizar la vida íntima divina, tal como es en sí. Esa procedencia de unas personas de otras y ese devolverse o retornar a las mismas en el amor y comunión, forma una especie de sístole-diástole de vida divina que el creyente participa y correaliza con Dios. 

Aun cuando nos ponemos ante Dios, permanecemos excesivamente centrados en nosotros mismos. Difícilmente estamos abiertos y disponibles. La mayor gracia de la existencia es que Dios nos descubra el  misterio de su vida y nos introduzca en él. Abiertos únicamente a lo que vemos y palpamos, solemos permanecer ciegos al mundo superior de lo invisible. Nuestra máxima realización está en nuestra apertura a la presencia y acción directa del Espíritu que vive y actúa dentro de nosotros. Muchos cristianos tienen una mentalidad confusa respecto a las venidas de Cristo. Piensan que Cristo vino a Palestina y que vendrá al fin de los tiempos. No perciben que viene y está viniendo aquí y ahora, «dentro de nosotros», como «fuerza de lo alto», en un encuentro real, vivo, y directo. Éste es el suceso supremo de la Iglesia. San Juan de la Cruz escribe: «Adviertan los que guían las almas y consideren que el principal agente y guía y movedor  de las almas en este negocio (de la santificación) no son ellos, sino el Espíritu Santo, que nunca pierde cuidado de ellas» (Llama, 3,46).

2. LA TRINIDAD, ORIGEN, MODELO Y META DE LA VIDA CRISTIANA

Venimos de Dios y a él vamos. Nos ha hecho a su imagen y semejanza. La vida cristiana es la misma vida de la Trinidad como es en sí, comunicada a nosotros. Si conocemos la estructura de la Trinidad, conoceremos la estructura de nuestra vida cristiana.

En Dios existen el Padre, el Hijo y el Espíritu. El Padre es Principio sin principio. El Hijo es Unigénito: nace o procede del Padre como Palabra, Verdad, Conocimiento, Sabiduría, Resplandor de Gloria. El Espíritu procede del Padre y del Hijo como Amor, Unión, Gozo. Estas «procedencias» de unas personas respecto de otras, tienen una dinámica profunda que constituye  la vida divina: salir del Padre, en el Hijo-Verdad, y retornar al Padre, en el Espíritu-Amor. El Hijo es Generación, Salida, Resplandor de Gloria que brota, Palabra dicha, Conocimiento y Revelación que se da. El Espíritu es Amor, Unión, Vuelta y Retorno, Abrazo y Comunión.

Los teólogos y los místicos han descrito el misterio de la Trinidad en tres momentos: Dios en sí mismo, o las divinas procedencias de las Personas dentro de Dios; Dios viniendo, o las divinas misiones de Dios a nosotros, y Dios estando en nosotros, o la divina inhabitación. Dios es inmutable. Cuando él viene y está en nosotros, somos nosotros los que experimentamos el proceso de nuestra incorporación a él para que podamos participar y correalizar su propia vida. El Padre, al engendrar a su Hijo, nos incluye en  la generación eterna del Verbo, de forma que llegamos a ser hijos en el Hijo, en la misma filiación del Hijo (Cf Ef 1,5; Rom 8,14; Gál 4,6: 1 Jn 3,1). Padre e Hijo nos aman en el mismo amor con que ellos se aman. Nos dan el Espíritu de su amor por el que, amados por el Padre en el amor que él tiene al Hijo, nos capacita para amarlo y amarnos en su mismo amor (Rom 5,5; Ef 2,18; Jn 15,12). 

3. ABRIRNOS A LA PRESENCIA Y ACCIÓN DEL ESPÍRITU DENTRO DE NOSOTROS

Es frecuente ver personas «cerradas» en los conceptos de observancia, de cumplimiento, o fijadas en los medios de «verdades», «normas», o en los mediadores que se hacen pasar, en exceso, como centro y eje de la vida y actividad eclesial. Todos estos medios y mediaciones son necesarios. Pero no son fin. 

Dios no es sólo una idea o una norma. Dios es Alguien que entra en nuestra vida. Quiere ser una presencia experimentada y vivida que nos haga sentir la existencia como llamada y vocación, como diálogo y encuentro. Él se revela como plenitud y alegría, y quiere ser reconocido como centro y eje, como horizonte y destino. El dato más impresionante de la fe y de la experiencia de los santos de todos los tiempos es la acción directa e inmediata, personal, del Espíritu Santo en el interior de todo creyente. El creyente, en una primera etapa, piensa él, actúa él. Pero si llega a la madurez se da cuenta de que no es él quien piensa, sino que más bien es iluminado; no es él quien actúa, sino que más bien es movido. ¡Ha acontecido la presencia de Dios sentida y experimentada! Es don y gracia. Ha entrado en el campo de la influencia divina, en la que siente la iniciativa de Dios que pone en él una receptividad ultrasensible, una connaturalidad plena, por las que se pone en acción siempre que Dios, en su iniciativa creadora, llama, ilumina, impulsa. La inteligencia y el corazón reciben una fuerza que desborda los obstáculos internos y externos y el creyente conoce y ama con gozo y dicha desbordantes sabiéndose en las manos de Dios. 

4. EXPERIMENTAR LA TRINIDAD EN NUESTRA VIDA

Dios se nos da. Se ofrece en comunión. Nos introduce en su vida íntima para que la podamos compartir. Nada quiere tanto Dios como que nos dejemos amar por él y que nosotros le amemos. ¿De qué nos serviría que Dios haya venido al mundo, si no viene a nuestra vida?

a) Dejarnos amar y engendrar por el Padre

Cristo nos invita a entrar en el seno del Padre, allí donde no somos vistos por los hombres (cf Mt 6,18), en el encuentro puro y profundo: «entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,6). Cristo se identifica con los discípulos: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). «Voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre» (Jn 20,17).  

Él nos envía al Hijo para transformarnos en hijos suyos: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió  Dios a su Hijo… para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gal 4,4-7; Cf Rom  8,14-17). El amor que nos tiene es el mismo que siente como Padre: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, ¡pues lo somos!» (1 Jn 3,1). 

b) Dejarnos configurar al Hijo

Cristo-Palabra es luz que nos confiere la vida divina: «La Palabra se hizo carne…» (Jn 1,14). «A cuantos le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15). «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a quien enviaste, Jesucristo» (Jn 17,3). Esta revelación del Padre a los sencillos estremece de gozo a Jesús porque traslada a ellos la generación que él recibe del Padre: «En aquel tiempo, Jesús, lleno del gozo del Espíritu Santo dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10,21-22).

El Padre nos ha elegido en Cristo, en su misma filiación divina: «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales en Cristo, por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 3ss).

Toda la doctrina de San Pablo está centrada en la vida cristiana como apropiación y participación sacramental de la vida de Cristo. El cristiano es vivificado, concrucificado, conmuerto, cosepultado, corresucitado, ascendido a los cielos con Cristo para reinar con él. «Dios, rico como es en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo, -por gracia habéis sido salvados-, y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2,4-7).

«A los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen del Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó…» (Rom 8, 29-30).  La comunión de la palabra y del pan son el troquel mediante el cual Cristo nos configura en él.

c) Dejarnos conducir por el Espíritu

Dios se entraña en nuestra vida para que nosotros quedemos entrañados en él. 

«El Espíritu se une a nuestro Espíritu» (Rom 8,16). Gracias al Espíritu, participamos del amor y unión de Cristo con el Padre: «Por Cristo, unos y otros  tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,18). El Espíritu en nosotros es principio de un conocimiento superior, divino: «El Paráclito, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, os lo enseñará todo» (Jn 14,26). «Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente, iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él…» (Ef 1,17-23). Mediante el don del Espíritu recibimos el amor con que Dios ama: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). «Les has amado a ellos como me has amado a mí… Que el amor con que tú me amaste esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,23.26). «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34).

5. SALIR FUERA: IRRADIAR LA TRINIDAD

Dios ha querido, en nosotros y desde nosotros, comunicarse a los demás. Nada más asombroso en nuestra vida que comunicarnos a los otros compartiendo las experiencias más profundas de la amistad y de la fe. Es como entrañarse en el otro, alojarse en él. Dándonos hacemos a los otros y nos hacemos a nosotros. Cuanto más somos el otro, más somos nosotros mismos. 

Irradiamos al Padre cuando somos responsabilidad positiva, origen de bien, acogida amable, hogar de sentido y de ideales, comunión de vida, convergencia final, cuando tenemos sentido de iniciativa bondadosa. 

Irradiamos al Hijo cuando nos hacemos buena noticia, palabra humanizadora y sanadora, relación compartida y comunión íntima, conocimiento que eleva y alegra, expresividad encarnada y entregada, transparencia, lealtad y sinceridad, conciencia de misión y tarea, audacia espiritual y riesgo pastoral, disposición a la inclusión y subordinación, liberación altruista de males y problemas. 

Irradiamos al Espíritu cuando comunicamos amor, bondad, alegría, paz, ilusión. Cuando alentamos proyectos e ideales vivos. Cuando tenemos capacidad de asombrarnos y de asombrar. Cuando inspiramos cordialidad. Cuando tenemos delicadeza y nobleza en juicios y opiniones.

PARA LA ORACIÓN 

«Lo que a éstos hicisteis, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40)

«Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4,20).

Amo a los hombres porque en cada uno de ellos veo algo de ti, Dios mío, y porque llego a creer que te doy a ti cuando me doy a mí.

«Oh Cristo amado… te pedimos que nos revistas de ti mismo, que identifiques nuestra alma con todos los movimientos de tu alma; que nos sustituyas, para que nuestra vida no sea mas que una irradiación de tu propia vida…» (Isabel de la Trinidad). 

Emprende el proceso:

SALGO DE MÍ.  VOY A TI.  TODO EN TI.  NUEVO POR TI.

 

 

Extracto del libro «Dejarnos hablar por Dios», de Francisco Martínez, ed. Herder.

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