LA PASCUA, EL DÍA QUE HACE EL SEÑOR
- SIGNIFICADO DE LA PASCUA
La pascua de Cristo no es sólo un suceso que acontece dentro de la historia. Es un acontecimiento que funda y configura la historia. Es el nuevo Génesis que hace nuevas todas las cosas (Is 43,19).
El núcleo de la predicación apostólica es: el Viviente, Cristo, vive dentro de la comunidad y la está vivificando en su misma resurrección. Dios sigue «pasando» por su pueblo y le otorga la vida nueva en Cristo resucitado. Ahora el don increíble de Dios a su pueblo ya no es la antigua liberación de Egipto. Es una liberación de todas las servidumbres exteriores e interiores. Es la introducción del pueblo en el «Hoy» eterno de Cristo resucitado, en «la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4), «en los últimos días» (Hbr 1,2), en «la última hora» (1 Jn 2,18). La nueva pascua hace de los hombres, contemporáneos de Cristo y de los misterios redentores de su vida. Los creyentes de todos los tiempos y lugares revivirán el mismo suceso original de Cristo implicando en él sus problemas y tensiones para poder renovar la creación entera, sometida a la frustración (Cf Rm 8,19s).
De este modo la pascua es memoria (Cristo muerto y resucitado), es misterio (nosotros ahora, incorporados a Cristo estamos pasando de la muerte a la vida) y es profecía o anticipación del futuro (participando de la pascua, anticipamos en nosotros la vida eterna).
- LA RITUALIZACION DE LA PASCUA
Cristo con su muerte destruye el hombre viejo. Resucitando él nos resucita a nosotros. Nosotros somos resucitados en su misma resurrección. Cristo tomó el suceso de su muerte y resurrección y lo ritualizó en la cena. La cena es la cruz‑resurrección que se actualiza en la eucaristía. La eucaristía es la muerte‑resurrección de Jesús hecha posible gracias a la institución de la cena. Jesús mandó a su Iglesia celebrar su memorial haciendo lo mismo que él hizo. Ahora la pascua es el suceso no de Cristo sólo, sino de Cristo y la Iglesia, de la cabeza y el cuerpo.
- LA PASCUA, DON DE DIOS A SU IGLESIA
La pascua es siempre una intervención gratuita de Dios que salva. En la pascua hebrea Dios libera a su pueblo de la servidumbre de Egipto y le encamina hacia la tierra de la libertad. En Cristo, Dios interviene para sacarle del sepulcro y de la muerte y otorgarle la resurrección. Ahora Dios nos está dando al Hijo para que vivamos por él. Le ha constituido Señor, nuevo Adán, Espíritu vivificante. Sentado a la derecha del Padre envía el Espíritu a la Iglesia, su cuerpo. La vida de la Iglesia es la resurrección de Jesús. Cristo resucitado vive en la Iglesia. La vida cristiana es advertir esta presencia y hacerla propia. La misión, el apostolado, la misma fe, no son sino el testimonio de esta experiencia nueva. Es poder decir: «somos testigos». Todo ello es don de Dios.
- LA PASCUA, FUENTE DE LA VIDA NUEVA
La resurrección de Jesús es ahora la vida de la Iglesia. Y la Iglesia es, debe ser, pascua del mundo, el fermento de la nueva humanidad. Esta novedad debe alcanzar a todas las realidades terrenas. La Iglesia ha de celebrar el memorial del Señor. Pero no debe estancarse en una rutina de gestos meramente celebrativos. Celebrar la pascua es hacer nuevas todas las cosas en la vida real. No se pueden separar el culto y la vida. Jesús critica el culto vacío. «Misericordia quiero y no sacrificio» (Os 6,6 evocado en Mt 9,13 y 12,7). «Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí» (Is 29,13, evocado en Mt 15,8‑9). Jesús expresó duras críticas contra el formalismo cultual. Afirmó que el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado, que el culto no es agradable a Dios si no está en armonía con lo que significa; que la reconciliación es necesaria para que el sacrificio sea aceptable. Más: Jesús anunció la llegada de un nuevo régimen cultual. El vino nuevo del evangelio no puede ser puesto en los odres viejos de la ley (Mc 2,21-22). En la muerte de Jesús el velo del templo «se rasgó por medio» (Lc 23,45); «de arriba abajo» (Mc 15,38 y Mt 27,51). El «Santo de los santos» queda vacío a partir de aquel instante. Ahora el templo ya no es un templo: el templo de la presencia de Dios es el cuerpo del Resucitado (Juan) o la comunidad de los fieles (Pablo). Y el sacrificio ya no es un sacrificio, sino la vida santa de los creyentes. Y los sacerdotes ya no son una casta, sino todo el pueblo, «pueblo sacerdotal» (1 Pdr 2,9) .
Es de importancia extrema comprobar que en el nuevo testamento culto no significa las actividades litúrgicas de los cristianos, ni la de los ministros que los presiden. Ese término se emplea sólo referido a Cristo, por una parte, y por otra, a la vida cotidiana de los creyentes en la medida en que está informada por el Espíritu. «Os exhorto, pues, hermanos por la misericordia de Dios a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios; tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12,1). «El hacer el bien y el compartir los bienes, esos son los sacrificios que agradan a Dios» (Hbr 13,15‑16). Es en el siglo III, de modo tímido, y más claramente en el siglo IV, cuando los términos «sacrificio» y «sacerdocio», se refieren a la eucaristía y a los ministros que la presiden. Pero permaneciendo la verdad de fondo: a partir de Cristo, el nuevo sacerdocio es el pueblo de Dios, y el nuevo sacrificio es la vida santa en el mundo.
La evangelización, en la comunidad apostólica de la iglesia primitiva, se centraba en esta afirmación: «somos testigos». Éste era el kerigma, o anuncio, de choque. No enseñaban prioritariamente verdades o normas. Ofrecían el testimonio asombroso de la vida nueva, de una experiencia interior que se irradiaba en un comportamiento lleno de alegría, de una fraternidad y amor increíbles. «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad» (Hch 4,32‑35) . De este modo se apreciaba con claridad meridiana que la pascua era la vida nueva de Jesús que informaba el corazón y el comportamiento de la comunidad y que se expresaba en un testimonio social capaz de eliminar todas las esclavitudes y de fundir a todos en una fraternidad de comunión asombrosa. Y es en esa sorprendente fraternidad donde se irradiaba toda la fuerza evangelizadora de la expresión: «somos testigos».
Así, los cristianos, celebrando a Cristo en la vida real, se convierten en signos de su presencia, millones de signos vivos convertidos en «luz del mundo» (Mt 5,14). La Iglesia no puede ser entendida como un simple conservatorio de ritos.
- LA PASCUA, DON DE PAZ, DE AMOR Y ALEGRIA
a) Es don de paz. La paz es la integral armonía del ser que ha llegado a alcanzar su plenitud. Cristo, en la redención, mata en su carne el pecado, la desarmonía, y restablece la paz total: la del hombre consigo mismo, la de los hombres con los hombres, la del hombre con Dios. «El es nuestra paz» (Ef 2,14). «Mi paz os dejo, mi paz os doy; no como la da el mundo, la doy yo (Jn 14,27). Todas las apariciones del resucitado son transmisiones de paz: «Se pone delante y les dice: paz a vosotros… les dijo por segunda vez: paz a vosotros… Se pone delante y les dice: paz a vosotros» (Jn 20, 19.21.26). La paz es la vida pascual.
b) Es don de alegría. En la psicología moderna la alegría es uno de los sentimientos humanos. Se la incluye también en el catálogo de las emociones. En ambos casos la alegría depende de la periferia del ser, y no del ser profundo del hombre. La pascua de Cristo relaciona la alegría con la profundidad del ser. Es, ante todo, felicidad. Es victoria sobre el caos, el sinsentido, la indeterminación. La paz es la restauración del hombre como proyecto e imagen de Dios. Y Dios no sólo es alegre: es la Alegría. Cristo la comunica. «Padre, quiero que mi alegría esté en ellos colmada» (Jn 17,13). Esta alegría es el ser mismo de los creyentes. Es el reflejo de la fe en Cristo resucitado. Los cristianos no son sólo buenos: son alegres. Por eso permanecen alegres incluso en la persecución. «Los apóstoles salían más alegres por haber sido dignos de padecer por el nombre» (Hch 5,41). «Cuando os injurien, alegraos y regocijaos» (Mt 5,12). «Alegraos en la medida en que participáis de los sufrimientos de Cristo» (1 Pdr 4,13). La alegría no es otra cosa que la experiencia pascual. Quien no la posee podrá tener momentos alegres, pero no tendrá la alegría esencial.
c) Es don de amor. La pascua es todo el amor de Dios dado. La revelación se esfuerza en demostrar cuál es el motivo y el fin de la redención: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo» (Jn 3,16) . «Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).
La pascua es la experiencia del amor de Dios. Es la misma entrega de Cristo que se hace también entrega en el hombre y desde el hombre. La vida cristiana es vida de amor. Y el amor no es sino el reflejo de la vida pascual.
Francisco Martínez, Vivir el año litúrgico, Herder.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!