1. UNA SACUDIDA DE CONCIENCIA

La misa contiene todo el amor que Dios tiene al hombre. Es el amor extremo de Cristo dramatizado de forma cruenta en la cruz y de forma ritual en la cena. La misa es también la asociación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, al mismo amor sacrificado. ¿Reflejan nuestras eucaristías este amor?

2. LA CRUZ, FUERZA DE DIOS Y CLAVE DE LA VIDA CRISTIANA

Los hombres conocemos un poder que se suele imponer venciendo por la violencia de la superioridad. Imponerse, aun legítimamente, siempre produce la humillación de los otros. Hay otro poder, propio de Dios, que se realiza por caminos diametralmente opuestos. Nunca hace víctimas ajenas. Es el amor sin límites, sufrido. Vence victimándose, amando a todos en el más absoluto desinterés propio.

Muchos hombres protestan contra un mundo donde domina el mal y el sufrimiento. Se rebelan contra un Dios que permanece en silencio ante el dolor de los inocentes, que se deja impresionar en favor de una curación singular, para ratificar la beatificación o canonización de los santos, y no se conmueve él mismo ante la muerte de millones de niños inocentes que mueren injustamente. Piensan que Dios, en Auschwitz y en otros lugares de tortura, o no puede o no quiere intervenir, y en ambos casos no puede ser Dios.

Pero el poder de Dios no condena. Condenar es un signo de debilidad. La fuerza de Dios es Cristo en la cruz. Él ama a todos y sin límites. En Cristo la verdad definitiva y total es el amor incondicionado. Dios se revela en la humillación de su Hijo. Cristo es condenado en la cruz como blasfemo no sólo porque se decía Hijo de Dios, sino porque se consideraba enviado de Dios cuando era escupido, ultrajado, masacrado. Para la mentalidad judía, Dios no podría soportar en silencio la humillación de su enviado. Pero Cristo toma posesión de su señorío real en el trono de la cruz. «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Es ante la cruz cuando el centurión confiesa: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Le dicen que baje de la cruz en nombre de Dios, pero no baja. Dios no es el agente superpoderoso dedicado a garantizar la eliminación de las injusticias, como muchos se imaginan. Dios está para siempre con los humillados y los que sufren.

El amor de Dios, manifestado en Cristo, escandaliza a los que sólo tienen medidas humanas de justicia y viven según el espíritu de la ley del talión: ojo por ojo. «Pero vuestros pensamientos no son mis pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55,8). Nada hay que provoque el amor de Dios. Nadie puede motivarlo ni manipularlo. Dios ama porque ama. Ama como Dios, no como los hombres. Su amor es puro don. Dios no ama el pecado, pero ama al pecador. La misericordia y el perdón son la razón de su misión. Protesta como nadie contra el sufrimiento de todos los hombres, sin excepción. El de los que lo causan, porque son los que más revelan el mal de humanidad, y el de los que lo soportan. Dios, en Cristo, no sólo no es causa del sufrimiento: es víctima del mal del mundo. Y asume libremente este mal no para denunciarlo, sólo, sino para vencerlo. Hay quienes protestan sólo con palabras. Dios, en cambio, ha metido la mano en la masa. Se ha hecho por nosotros «pecado» (2 Cor 5,21), «maldición» (Gál 3,13), y «ha cargado con nuestras iniquidades»(Is 53,4). Dios ama solidarizándose con los que sufren y asumiendo sus mismos males. Y el silencio de Dios no es la última palabra. El no intervencionismo de Dios significa sólo que Dios rechaza las soluciones fáciles y parciales. Es mayor milagro la misericordia universal, que la venganza justiciera que algunos reclaman. Todos, y no unos pocos, somos pecadores y necesitamos de misericordia. La última palabra de Dios no es la protesta, ni la condenación, sino la reconciliación suprema y universal.

He ahí el contenido y significado profundo de la cruz: un amor sin límites, incondicional, maravilloso y sorprendente. El amor seguro y eterno, que nunca termina, nunca se amortigua, nunca fenece, que comporta la máxima afirmación del hombre en la máxima desafirmación, o sacrificio, de Cristo. El amor más hermoso y fascinante, porque sigue amando allí donde se quiebran todos los amores. Sólo Dios ama así. Y éste ha de ser el amor distintivo de sus hijos.

3. LA MISA, RITUALIZACIÓN DEL AMOR SACRIFICADO DE CRISTO EN LA CRUZ

Jesús ritualizó la cruz en la cena para que nosotros pudiéramos compartirla y celebrarla en la eucaristía. Nuestra eucaristía es la misma cruz de Cristo hecha posible en nosotros gracias a la institución de la cena.

Jesús establece un orden radicalmente nuevo. Los vendedores de animales para el sacrificio son expulsados del templo. En la muerte de Cristo el velo del templo se rasga. El Santo de los santos queda vacío. Ahora Cristo es templo, sacerdote y víctima a la vez. Y nosotros con él. El nuevo templo es el mundo, cualquier lugar. El nuevo sacerdocio no es una casta, sino todo el pueblo de Dios. Y el nuevo sacrificio ya no es un sacrificio sino la vida santa de los cristianos.

El protagonismo celebrante de la comunidad reunida en asamblea como Cuerpo místico de Cristo, y la prioridad del espíritu sacrificial, filial y fraterno, fue el rasgo identificador de la Iglesia apostólica (Act 2,42-46). Escuchar la doctrina de los apóstoles, partir y compartir el pan, poner los bienes en común, y merecer el prestigio del pueblo, es la sustancia de la misa de todos los tiempos y lugares.

Jesús, frente a la liturgia suntuosa del templo, arremete contra el formalismo del culto vacío, y recuerda que las disposiciones internas, principalmente la misericordia, son preferibles al sacrificio. «Misericordia quiero, que no sacrificio» (Mt 9,13, citando a Oseas 6,6). «Y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12,33, citando a Amós 5,21). Enseña que «si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5,23-24).

Cristo nos enseñó a hacer de nuestra vida, con él y como él, pan partido y entregado sacrificialmente por los otros, y sangre derramada por todos. La comunidad apostólica lo comprendió correctamente: «No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; ésos son los sacrificios que agradan a Dios» (Heb 13,16). «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12,1). Jesús había dicho: «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Quien no se sacrifica en favor de los otros no vive el memorial de Jesús. San Pablo es contundente en la primera carta a los Corintios: «Oigo que al reuniros en asamblea, hay entre vosotros divisiones…» (11,18). ¿Cómo califica este modo de reunirse? «Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la cena del Señor» (20). Es «avergonzar a los que no tienen qué comer» (22). Es «comer el pan y beber el cáliz del Señor indignamente» y «ser reo del cuerpo y de la sangre del Señor» (27). Es «comer y beber la propia condenación» (29).

4. CRISTO NOS LLAMA A SER TESTIGOS DEL AMOR SUPREMO, SACRIFICADO

Cristo quiso que viviésemos y celebrásemos la realidad de la cruz como lo específico y distintivo de la identidad cristiana. Pero en la historia de la Iglesia, y en la de cada cristiano, se advierten corrientes de sensibilidad interesada que cultivan preferentemente aspectos rituales, antropocéntricos, más que cristocéntricos y sacrificiales. La cruz es irreductible a los intereses humanos. Veamos ejemplos.

a) La misa espectáculo. Destacan en ello ciertas formas presidenciales de la misa, más atentas a resaltar la dignidad de los mediadores que a expresar signos de amor servicial y de victimación. El sacrificio afecta también al que preside en el fondo y en la forma, pues personaliza a Cristo y actualiza su pasión. Sólo se puede ser sacerdote implicando la propia victimación, teniendo espíritu de siervo, lavando los pies en lo equivalente a nuestro contexto histórico social. Cuando, durante muchos siglos, los cardenales, arzobispos y obispos eran príncipes de las casas reales de Europa, se introdujeron formas de parafernalia impropias del evangelio. La llamada «Didascalia de los Apóstoles», del siglo III, dice que «si en la asamblea entra un rico el obispo no debe moverse, pues ya lo atenderán los demás miembros de la comunidad, mientras que si entra un pobre y no tiene asiento, que el obispo le ceda el suyo y él se siente en el suelo si es necesario» (Cf. también el texto de Santiago 2,1-5).

El Vaticano II, en la mayor de sus urgencias, exige reiteradamente la participación activa y responsable de los fieles, cuerpo místico de Cristo, oferente y víctima, y la vinculación de la vida real a la misa, con todos sus problemas y tensiones. Hoy por hoy, el sacerdote sigue haciéndolo casi todo…

b) Carencia de tradición (memoria) o de compromiso (profecía). Sustitución arbitraria de lecturas, salmo responsorial, confesión de la fe, anáforas. O carencia de hodiernidad: rito que nada dice a los alejados, a los jóvenes, a la sociedad actual, etc.

c) Rutina. Para muchos cristianos, la misa, prodigada en exceso, representa un consumismo rutinario, sin vida. No deja tiempo para traducirla a la vida real.

d) Hieratismo ritualista y conservadurismo cultual. Defensa visceral y obsesiva de ritos secundarios mientras se descuida con indiferencia el contenido evangélico fundamental.

e) Inventiva arbitraria y salvaje, que desprecia la capacidad de lenguaje de los ritos tradicionales e intenta ser ella creadora de lenguaje. Sustitución del lenguaje símbólico por el ideológico. Miopía para lo gratuito, la misericordia y lo desinteresado.

f) Misa observancia. Que se limita a «asistir» sin apenas atención a «vivir» el contenido evangélico, y sin apenas participar en la muerte-resurrección de Cristo. Ir a la caza de la misa corta y breve.

g) Esteticismo, romanticismo piadoso, musicalismo exagerado, actitudes de pura estética.

h) Sentido particularista de la misa, sin conciencia de universalidad ni de comunidad.

5. ORACION PROFUNDA

Di en situaciones difíciles, concretas, incorporándolas a la misa:

«Esto es mi cuerpo entregado… mi sangre derramada…» (Mt 26,28).

«Heme aquí que vengo a cumplir tu voluntad» (Heb 10,7).

«Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde: que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro» (Ordinario de la misa).

Al orar con estos textos, emprende el proceso de 

SALIR DE MÍ.  IR A TI.  TODO EN TI. NUEVO POR TI.

 

(Extracto del libro «Dejarnos hablar por Dios», de Francisco Martínez, Ed. Herder).

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