Lecturas

Éxodo 12, 1-8 . 11-14  –  Salmo 115  –  1ª Corintios 11, 21-26

Juan 13, 1-15

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.
Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?»
Jesús le replicó: «Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.»
Pedro le dijo: «No me lavarás los pies jamás.»
Jesús le contestó: «Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.»
Simón Pedro le dijo: «Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.»
Jesús le dijo: «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos.»
Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios.» Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.»

Comentario

JUEVES SANTO, 2018

            La Iglesia de los orígenes apostólicos no celebró sino una sola fiesta, la Pascua. No solo era la fiesta por excelencia, sino la única fiesta, la fiesta total al lado de la cual no podía existir ninguna otra. La muerte y resurrección de Cristo fue el núcleo de la predicación apostólica, el contenido de las celebraciones de la fe y la referencia universal de toda la vida cristiana. Desde el mismo momento de la resurrección los cristianos se reunieron los domingos sintiéndose convocados por el mismo Cristo celeste que deseaba compartir con ellos su vida nueva. Lo hizo insuflando su espíritu en ellos.

No conocemos en los orígenes una mención explícita de la celebración anual de la pascua cristiana. Pero es algo que se supone, pues ya en las cartas de Pablo y en los discursos de Pedro hallamos referencias expresas a la pascua. En el siglo IV se pasa de la vigilia pascual al Triduo santo y a la Semana santa.

Hoy celebramos el Jueves santo. En él todo está centrado en la institución de la eucaristía. Es ciertamente lo más extraordinario que celebra el cristianismo. No solo contiene la presencia viviente de Cristo, sino también la actualidad de su pasión y resurrección. Pero ha adolecido siempre, en todas las épocas, y debido a las apremiantes preocupaciones doctrinales de cada momento, del peligro de no saber percibir lo prioritario en la mente de Cristo. Ha sido siempre fácil confundir el tronco con las ramas. Uno de estos peligros ha consistido en objetivar la eucaristía, en reducirla a objeto o cosa sagrada, olvidando su aspecto dinámico, misterioso y de acontecimiento, desgajándola de la cruz y resurrección. Es preciso tener claro lo que Jesús quiso que hiciéramos nosotros. Al instituir la eucaristía, no se dirige primordialmente a los elementos materiales del pan y del vino, sino a las personas, diciendo “tomad y comed… tomad y bebed…”. La transformación del pan mira a la transformación de las personas. Se centra en la recomendación de compartir, de entregarnos, de darnos del todo, de ponernos en común, de derramar la vida en los demás. Cristo no apunta solo a verificar una presencia real, sin más. Está presente porque se entrega, para entregarse, para que también nosotros nos entreguemos con él y como él, para que nos hagamos comensales y concorpóreos suyos y nos realicemos a nosotros mismos como entrega generosa y gratuita. Nos interpela a todos a comer juntos en la mesa del rito y de la vida, a derramar la vida en los demás. Marginar la fraternidad y la solidaridad es pervertir la esencia misma de la eucaristía.

Jesús, instituyendo la eucaristía, tuvo conciencia clara de que ponía en juego el máximo amor, el “amor extremo”, el de Dios a nosotros y el que nosotros tenemos que devolver a Dios y a los hermanos. No enseñar suficientemente esto, no practicarlo los mismos que evangelizamos, es causa de la frialdad del cristianismo, de que no haya más amor y fraternidad en el mundo. La eucaristía es Cristo, la carne de Cristo. Y la carne de Cristo es la caridad, dice san Ignacio de Antioquía. Los discípulos de Jesús, comiendo su carne, comemos su amor. Este es el fin absoluto de comulgar o de ponernos en comunión. El elemento más importante de la celebración eucarística es la asamblea, la comunidad. Es precisamente ella la que tiene que activar el meollo de la eucaristía: amar, liberar, sanar, compartir, ejercer el perdón y la misericordia. Cuando en la eucaristía destaca otra cosa, algo o alguien diferente, allí van mal las cosas. Todo lo demás son medios, mediaciones, servicios, ministerios. La eucaristía es irrenunciablemente dejarse convocar para poder compartir y compartirse. En la eucaristía, todos somos protagonistas activos, todos somos actores que condicionamos, con nuestro comportamiento, la autenticidad de la celebración. No solo nos reunimos para estar en comunidad, sino para vivir en comunión y generar comunión. Todos formamos el mismo cuerpo de Cristo, y estamos al mismo nivel. La eucaristía no sabe de niveles altos y bajos. Quien se sitúa “en los primeros puestos”, hablando en palabras de Jesús, no comprende aquello mismo que celebra. Jesús, en la cena, se situó como el siervo que lava los pies. No llegar a entender estas cosas es pervertir la misma fe y contribuir a su demolición.

En el día del Jueves santo penetramos en lo más íntimo del corazón de Cristo. Y es preciso que lo hagamos en serio, comprendiendo, entendiendo, sabiéndonos comportar. No hay eucaristía sin humildad, sin abajamiento real, sin fraternidad manifiesta. No podríamos, por ejemplo, celebrar sin pan y sin vino. Mucho menos podremos celebrar sin amor efectivo, sin don gratuito de nosotros mismos. La “hostia” no son solo los elementos materiales, sino la asamblea, las personas. Somos nosotros. El epicentro dinámico de la celebración no está solo sobre el altar, sino dentro de los corazones ya que es en ellos donde acontece lo mismo que existe sobre el altar. En el altar estamos nosotros. La conversión de los elementos está al servicio de la transformación de las personas. La razón profunda de la eucaristía, de acuerdo con su misma institución por parte de Cristo, no es precisamente adorar la presencia de él  bajo las especies sagradas, sino servir, compartir, renunciar al poder, a todo poder. La eucaristía es el no poder ante el hermano. El cuerpo de Cristo somos nosotros, la asamblea, la comunidad. Es verdadera profanación reducir la eucaristía a celebración, salvar las rúbricas y no salvar al hermano en su necesidad. O demostrar más interés por las rúbricas que por el mal en el mundo y el sufrimiento de los hombres. La eucaristía es dejarse comer de amor. Quien come se transforma en “cuerpo entregado” y “sangre derramada” por los demás.

Al mundo, a todos los hombres, les importa mucho que los cristianos recuperemos la verdad profunda de la eucaristía. Ello constituye sin duda el elemento más importante de una evangelización efectiva. Dos expresiones del mismo Jesús nos emplazan en la pista de la verdadera renovación. Primero, Jesús se da como pan y vino, como fuerza y alegría. Y segundo, definiendo el meollo irrenunciable de la eucaristía, lava los pies de sus discípulos, hace de siervo y servidor. El contenido verdadero de la eucaristía no es que nosotros hoy repitamos aquellos gestos materiales lavando pies en la ceremonia, sino que cumplamos su hondo significado para los hombres de hoy. Ponerse a los pies de unos ancianos previamente elegidos y aseados, en la ceremonia, no cuesta nada. Lo difícil es ponerse a los pies de los males reales, en la vida real. Y esto es lo que Jesús evidentemente mandó. Debemos hacer en nuestro contexto social lo que Jesús hizo en el suyo, en las formas diferentes de las verdaderas necesidades de los hombres de hoy. Debemos hoy todos sentirnos el Cristo del Jueves santo, dejándonos sustituir por él, haciendo lo que él hizo y como él lo hizo, derramando la vida en los demás, haciendo de nuestras relaciones manjar y banquete de todos, construyendo la comunidad en la fraternidad y la paz. Hoy el Padre nos da al Hijo, y el Hijo se nos da por amor hasta el extremo. Y nosotros debemos hacernos pan de todos, siendo siempre positivos, incluso con los que nos ofenden, relacionándonos  desde la gratuidad y no por interés. La transformación de los hombres de hoy, y nuestra propia alegría, pasa por la necesidad de ser fieles no solo al rito, sino a la verdad humana y social de los ritos que celebramos. Para cambiar, antes es preciso saber amar. Como lo hizo Jesús.

                                                           Francisco Martínez

www.centroberit.com

E-mail: berit@centroberit.com

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