Lecturas:
Daniel 7, 9-10. 13-14 – Salmo 96 – 2ª Pedro 1, 16-19
Mateo 17, 1-9
Comentario
TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
2017, 18º Domingo Ordinario
Este Domingo coincide con la fiesta de la Transfiguración del Señor. Los tres evangelistas sinópticos la sitúan después de la confesión de Pedro y del primer anuncio que Jesús hace de su pasión y muerte, en el que, al encaminarse decididamente a Jerusalén, el Maestro invita a sus discípulos a seguirle tomando la cruz. El prefacio de la misa describe el sentido de esta fiesta: ayuda a los discípulos a superar “el escándalo de la cruz” y, al mismo tiempo, es anuncio de aquella trasfiguración que se realizará en todos los miembros del cuerpo de Cristo, tal como ya se ha cumplido en su Cabeza desde su resurrección. La transfiguración, pues, confirma la fe de los discípulos ante el drama de la pasión de Cristo y de las dificultades de la vida cotidiana como seguimiento del Señor.
El suceso de la transfiguración se revela en una visión, seguida de una interpretación dada no por un ángel intérprete, sino por la misma voz divina. Se refiere a la resurrección de Jesús como consecuencia y colofón de su muerte. Tiene lugar no ante todos, sino ante los tres apóstoles privilegiados. La visión manifiesta a Jesús en su forma de Hijo muy amado del Padre. La aparición de Elías y Moisés está relacionada con la esperanza judía. Uno y otro dan testimonio de que en Jesús se cumple la Escritura. Las tiendas o cabañas que Pedro pretende levantar evocan la fiesta de las Tiendas en que se esperaba la manifestación de la realeza universal de Yahvé. En esta fiesta anual los peregrinos, rememorando el pasado, construían cabañas en las que se alojaban durante siete días durante los cuales participaban en el culto del templo. La nube luminosa es signo de la presencia divina. La voz repite la proclamación hecha en el bautismo de Jesús invitando a escucharle. Esta proclamación divina constituye el centro de la visión. En la comunidad apostólica este relato tiene la intencionalidad de manifestar que Jesús, ya en su vida terrena, participaba como Hijo en la gloria divina, a pesar de que de ordinario esta permanecía oculta. Los Padres de la Iglesia resaltan en este acontecimiento la divinidad de Cristo.
EL FONDO DE LA TRANSFIGURACIÓN DE LA VIDA
¿Cuál es el verdadero contenido de una vida transfigurada? ¿En qué consiste? En Cristo es el reflejo y repercusión de su divinidad en su humanidad. En nosotros es lo que denominamos “gracia” o “gloria” como participación en la vida íntima de Dios. En los inicios lejanos, Dios promete a Abraham: “Yo mismo seré tu recompensa” (Gn 15,1). Esto desencadena en él y en sus descendientes el anhelo supremo de una dichosa cercanía inmediata con Dios. Moisés, apoyado en el gozo y seguridad de la continua protección por parte de Dios, le dice: “Déjame ver, por favor, tu gloria” (Ex 33,18). Esta reflexión pasa a la Sabiduría como anhelo en la piedad del pueblo y como norma para su comportamiento: El libro de la Sabiduría dice: “El Señor será tu recompensa” (Sab 5,15). Jesús es la experiencia íntima y personal de esta realidad profunda. Él habla del Reino, Reino de Dios, Reino de los cielos, paraíso, gloria, vida, visión de Dios. Y habla también de tesoro, de perla fina que acapara todo interés. Y habla también a labradores de “cosecha abundante”. Siendo una realidad nueva que sobrepasa todo conocimiento, Jesús emplea el lenguaje de los símbolos para hacerla más comprensible. Apela a la boda y al banquete nupcial. Los salmos habían hablado abundantemente de la dicha de ver su rostro, de contemplar su semblante y Jesús señala que los limpios de corazón ven a Dios (Mt 5,8). Los términos “conocer” y “reconocer” connotan ya una comunión con el otro, una participación íntima en su vida. Es una compenetración y unión real del cognoscente en el conocido. Participa de su intimidad personal y goza de su propia vida. Ver a Dios es participar de su vida, vivir en su presencia. “Conocer como soy conocido” significa igualdad, comunión. “Ahora vemos como en un espejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara. Ahora de un modo imperfecto. (1 Cor 13, 8-18). “Ahora somos hijos… entonces le veremos tal cual es” (1 Jn 3,2). La visión engendra semejanza. Es verdadera divinización. “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).
La felicidad la hace el amor. Y Dios comparte con nosotros el mismo amor que tiene a su Hijo: “Les has amado a ellos como me has amado a mí… Que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,23.26). Este amor es descrito como amor de verdaderos hijos de Dios (Jn 1,12: 1 Jn 3,1s), como amor de amigos (Jn 15,14), como amor entre esposos (Ap 19,7; 21,2s).
TRANSFIGURAR LA VIDA Y LA CONVIVENCIA SOCIAL
A nuestra generación se le ha olvidado lo más decisivo e importante de la existencia, que la vida es esencialmente cambio y desarrollo personal y moral, que la vida es constante trasformación. Solo donde hay muerte es imposible el cambio. Morir es ya no cambiar, hacer inviable la transformación. Crecer y madurar, en el lenguaje ordinario, están referidos solo al peso corporal y al paso de los años. Esto representa una verdadera deshumanización de la persona y una lamentable alienación de la mente. Y es que el ser verdadero de la persona, para todos, es el amor. Y un amor que no crece se reduce a egoísmo que es la negación del ser personal. El egoísmo es antisolidaridad y antigenerosidad. Nuestro mundo cultiva un exceso de funcionalidad, de formas externas, junto a una brutal carencia de informalidad, de amor cercano y sincero.
Quien ama en sinceridad transforma su vida y sus relaciones con los demás. Quien ama se acerca a Dios y Dios es siempre el “plus” del hombre. Creer en Dios es acercarse al infinito, tenerlo y ofrecerlo. Quien tiene el infinito crece y da mucho a cuantos se relacionan con él. Necesitamos de Dios si queremos amar de verdad. Es impensable tener a Dios y no amar. Es imposible tocar el fuego y no quemarse. Una fe interior, oculta, que no se expresa testimonial y servicialmente es mentira. Creer en Dios es cambiar la vida, hacerla crecer y parecerse a él. Dios nos diviniza y nos humaniza a la vez. Nos mandó que amásemos como él. Él mismo está amando en nosotros, potenciando el amor que manifestamos. Es falsa una fe puramente interior, o ser cristiano de alma y no de cuerpo. Querer ser para “el más allá”, sin esforzarse por el aquí y ahora, es una falsa utopía. Cristiano de verdad es el que se deja trasformar y transforma todo. El amor verdadero es falso cuando se le imponen límites. Amar menos es una especie de suicidio. Solo transformando la existencia de los otros cambiamos nuestra propia vida. Se crece amando.
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
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