Lecturas

Eclesiástico 3, 3-7 . 14-17a   –  Salmo 127  –  Colosenses 3, 12-21

Lucas 2, 41-52

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua.
Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.
Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo.
Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre:
«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados».
Él les contestó:
«¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?».
Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.
Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos.
Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.

 

LOS PADRES DE JESÚS LO ENCONTRARON EN MEDIO DE LOS MAESTROS

2018, Sagrada Familia

Después de celebrar la navidad, ahora, como consecuencia, contemplamos el hecho de que Jesús nació en el seno de una familia humana. Su nacimiento consagró, en consecuencia, nuestras familias. Nuestra realidad familiar fue plenamente vivida por Jesús. Entonces, para nosotros, los cristianos, la familia, además de ser una realidad humana, es también realidad de fe. El amor y unión de hombre y mujer, los hijos, los padres, la educación y formación, la inspiración evangélica de la convivencia, han de estar ambientadas en el diseño de Dios y de su  gracia.  

Jesús nació y vivió en el contexto de una familia judía. María fue verdadera madre de Jesús. José recibió la misión divina de tutelar a María y a Jesús actuando como esposo y padre. Jesús con su venida santificó la vida humana que él mismo asumió. Ante la familia de Nazaret, debemos proyectar nuestra mirada a la forma de vivir nuestra realidad familiar. 

Hoy nuestras familias se sienten agredidas por dificultades como nunca en la historia de evolución social. Dificultades en la pareja, en las relaciones de padres e hijos, dificultades económicas, de salud, desacuerdos, rupturas, incertidumbres. Surgen  también dificultades serias por la aparición de tensiones y presiones de grupos ideológicos que pugnan fuertemente por imponer nuevos modelos de concebir y vivir la familia y que afectan a la concepción cristiana de numerosas generaciones.  

A la luz de Nazaret, debemos saber preguntarnos cómo vivimos nuestra realidad familiar, qué valores familiares defendemos y creemos fundamentales, qué dificultades experimentamos por la dureza y complejidad de la vida moderna o por la imposición y contagio social de criterios divergentes. Tampoco podemos paralizarnos ante todos los valores que nosotros mismos hemos mantenido vigentes en el pasado. Todo es mejorable. La familia ha sido y es ciertamente molde donde hemos nacido y vivido todos y es también lugar de discernimiento donde podemos encontrar criterios y actitudes para afrontar los nuevos retos que sacuden a nuestra sociedad. 

El criterio que suelen manejar las nuevas corrientes ideológicas son la autonomía y la libertad. Pero hoy son entendidas de maneras muy diferentes. El punto de partida de una comprensión evangélica está en el amor, amor auténtico, entendido como gozosa dependencia afectiva de los otros. No existe una esclavitud tan positiva y liberadora. ¡Cuántos quisieran vivir enamorados! Los cristianos partimos de la convicción de que el hombre está hecho a imagen y semejanza divina. Todas sus relaciones deben estar inspiradas en una comprensión del amor no solo en su potencialidad psicológica, sino como don y gracia de Dios. Dios quiere que los cónyuges vivan no solo unas referencias psicológicas, sino también evangélicas, basadas en el amor que Cristo tiene a su Iglesia. La unión de Cristo y de la Iglesia es símbolo y contenido de lo que realmente ocurre entre los dos cónyuges creyentes. El niño debe aprender la verdad fundamental de la paternidad divina en el hecho de la paternidad humana natural. En la entrega generosa de los padres el niño debe aprender que Dios es amor. Dios quiere que la realidad familiar sea una transparencia de la realidad divina. Reflejar a Dios, conducir a Dios, inspirarse en Dios son actitudes esenciales para la formación de la realidad nuclear de una familia verdaderamente creyente. 

Hoy los textos evangélicos subrayan dos aspectos fundamentales. El primero está en referencia con las palabras de Jesús “¿no sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?”. Esta expresión de Jesús constituye el núcleo del relato evangélico. Lucas quiere poner de relieve el verdadero centro del misterio de Jesús: su comunión con el Padre como Hijo. Así empieza a preparar la respuesta cristiana a la pregunta de entonces y de todos los tiempos: “¿Quién es este?”. Este acento estaba ya señalado en la escena entrañable de la primera lectura: el niño Samuel, nacido por intervención divina, es ofrecido a Dios por su madre Ana.

El siguiente aspecto importante que subraya el evangelio está en la afirmación de Lucas: “Bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos”. Dios nos llama no solo a una vida individual, sino también comunitaria. Jesús vivió en el seno de una familia, en un pueblo, Nazaret, en una sociedad concreta, con su cultura, con sus valores, su lengua, su historia, sus conflictos. La vida social de pertenencia a un pueblo concreto no está dejada a la arbitrariedad y capricho. Tiene sus valores de sentido de pertenencia, de solidaridad, de intercomunión. Muchas experiencias exacerbadas y absolutistas difícilmente pueden invocar derechos evangélicos para una exclusión de los otros, basada en el antojo o en opciones discriminatorias. El criterio evangélico de comunión debe ser tenido en cuenta, sobre todo por los creyentes. En el evangelio no se hallan razones para la discriminación.  

En la realidad familiar y social tiene importancia suma el tipo de relaciones mantenidas. No pueden ser otras que las que Cristo vivió y enseñó. Es preciso señalar que nuestro mundo ha sublimado la libertad individual, la autonomía absoluta, como principio incontestable de la convivencia. El cristiano tiene una norma e ideal que supera todas las culturas y tradiciones. Dios nos ofrece la verdadera libertad. Solo se es esclavo mediante el pecado (R 6,6). La dependencia del amor es libertad. El amor manifestado por Dios durante todos los siglos culminado en su revelación como Padre de todos los hombres, el amor de Cristo en la cruz, el amor característico del Espíritu Santo derramado en el corazón de todos los creyentes, nos dicen a las claras que el amor cristiano tiene un carácter de absoluto, ilimitado, infrangible, total. De lo contrario no es verdaderamente cristiano. Cristo mismo siendo rico, por nosotros se hizo pobre (2 Cor 8,9). Por nosotros tomó la condición de esclavo y servidor (Flp 2,7). “Se despojó de sí mismo y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte” (Fil 2,7). Por nosotros se hizo “pecado” (2 Con 5,21) y “maldición” (Gal 3,13). Tuvo la máxima dependencia imaginable, la del amor total incondicional. María se denomina esclava (Lc 1,38). Pablo se dice esclavo y servidor de aquellos a quienes ha evangelizado (1 Cor 9,19). Y en la carta a los romanos explica que todos los bautizados se convierten en esclavos de la justificación, de la gracia y amor de Dios hacia los demás (R 6,18). El cristiano repite la vida de Jesús y debe encarnarse en los otros amándoles como a sí mismo, como al Señor (Jn 13,34), se hace eucaristía de los otros (1 Cor 10,17), se hace concrucificado con Cristo (Gal 2,19), muere con Cristo por los otros (2 Cor 4,19), irradia la misma resurrección de Cristo haciéndose resurrección de todas las situaciones de muerte y crucifixión de los otros  (Col,3,1), se hace Pentecostés de los demás (1 Cor 12,13). En este contexto, la recomendación de Pablo a los esposos es que actualicen en sí mismos la dependencia de Cristo en la cruz ofreciéndose libre y mutuamente hasta la muerte misma.  “”Las mujeres amen a sus maridos, como al Señor”…, “maridos: amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5,21ss).  Lo propio deben hacer los hijos: “Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor” (Ef 6,1). La entrega generosa y libre de Cristo en la cruz debe ser activada en las relaciones mutuas de la familia cristiana. Nuestra generación, ante los ultrajes e incluso crímenes que lamentablemente prodiga cada día la prensa, se hace más enconada reclamando derechos, independencia, autonomía, estableciendo cada vez más distancias jurídicas y legales. El cristiano participa del amor de Dios y su gloria y honra es manifestarlo y prodigarlo en el mundo. 

La Familia de Nazaret bendiga nuestras familias para que creamos en la fuerza absoluta del amor verdadero: el que viene de la fe. 

Francisco Martínez

berit@centroberit.com

www.centroberit.com

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