l. MI INTENCIÓN Y PROPÓSITO

Queridos hermanos que celebráis las bodas de oro o de plata de vuestro sacerdocio: ¡Felicidades, enhorabuena! Estamos hoy con vosotros para hacer lo más honroso de este día: ayudaros a dar gracias a Dios por el evidente amor con el que os ha acompañado hasta hoy.
Confieso que es muy sugerente hablar hoy del sacerdocio y de las vocaciones porque es ésta una época pletórica y rica en la reflexión sobre los mismos. Permitidme partir de una observación trivial: si nos miramos unos a otros, veremos que los sacerdotes vestimos hoy de distintas maneras: sotana, alzacuello, traje formal o informal. Esto no es sino un tenue reflejo de los variantes arquetipos y modelos que existen en las mentalidades y tendencias de nuestro tiempo. Puede revelarnos muchas cosas. Es una convicción general que vivimos en una época de transición cultural de transformaciones radicales. Las diversas disciplinas del saber, mejor que construcciones ideológicas cerradas, suelen utilizar modelos. Y la teología también. En ella entran no sólo principios pensados, sino también experiencias vividas. La misma vida cristiana ¿no es, en expresión de San Pablo, ver como en un espejo la imagen del Señor para ir transformándonos en la misma imagen, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor?” (2 Cor 3,18). ¡Qué benéfico sería el hecho de saber mirarnos afablemente a la cara preguntándonos qué somos y por qué! Tal discernimiento nos haría ver que nuestra misma diversidad puede ser positiva y harmonizable siempre que tengamos amor. El mal lo tenemos más en el corazón que en la cabeza.

II. SACERDOCIO, UNA REALIDAD RICA Y COMPLEJA, DIFÍCIL DE PRECISAR

Al intentar hablar del sacerdocio, en nuestro caso del presbítero, surge el interrogante: ¿es legítimo preguntarse hoy, después de 21 siglos, qué significa ser sacerdote y cuál ha de ser su espiritualidad? El sacerdocio, al ser perenne mediación entre Dios y los hombres de todos los tiempos y culturas, se ha resistido siempre a ser una noción cerrada. La esencia real del sacerdocio ha ocurrido siempre en formas históricas concretas. Esencia y forma no se pueden separar; pero tampoco se pueden identificar. Hay identidad, pero en mutación. Hay continuidad, pero en acontecer. Hay estabilidad, pero en historicidad progresiva. Un cierto instinto pastoral ha impulsado siempre al sacerdote a situarse siempre allí donde le llama la necesidad. Dada la diversidad de los pueblos, culturas, situaciones, esto justifica los diferentes acentos habidos en la historia y el paso de unas formas a otras, guiados siempre por dos principios claves, el de la trascendencia, con su idea de consagración y separación, y el de la encarnación, que le ha llevado en las diferentes épocas a situarse junto a los hombres, con ellos y como ellos.
Cada época ha resaltado diferentes trazos en el sacerdocio. El concilio de Trento, frente a la protesta, quiso elaborar un catecismo sobre el sacerdocio, y ya en las primeras discusiones los teólogos y los padres no se entendieron en cuestiones importantes y terminaron limitándose a la condenación de las herejías del momento y a formular prescripciones disciplinares. Ocho redacciones laboriosas conoció el Decreto «Presbyterorum Ordinis» en el Vaticano II, y el documento final dejó insatisfacción. Aunque fue aprobado el 7 de diciembre de 1965, se tuvo la impresión de que no era una síntesis integral y se confió al Papa y a sínodos posteriores la tarea de precisar y concretar. Se retomó el tema en el Sínodo Mundial de los obispos de 1971. Concluyeron los debates con cierta sensación de insuficiencia. Los materiales fueron entregados a Paulo VI para que él pudiera ofrecer una síntesis más concluyente. Los posteriores Simposio y Congreso Nacionales (1978-1989), en Madrid, junto a otros muchos documentos y estudios posteriores, demuestran que este tema ha ido progresando fructíferamente desde el Vaticano II. Este debate posconciliar, teórico y práctico, doloroso y rico, fue encontrando perfiles más ricos y logrados en el Sínodo de 1990 y en su consiguiente Exhortación postsinodal “Pastores dabo vobis” de Juan Pablo II, el 25 de marzo de 1992. Su número 16 da prioridad clara a la relación con Cristo en la determinación de la naturaleza y misión del ministerio sacerdotal. En el mismo documento la dimensión eclesial, aunque subordinada, se señala también como constitutiva del ministerio. Mientras que en el concilio la clave de interpretación del sacerdocio fue «la misión», y en el Simposio y Congreso de Madrid (años 1987 y 1989) fue «la sacramentalidad», Juan Pablo II los une pedagógica y armónicamente: «La misión no es un elemento extrínseco o yuxtapuesto a la consagración, sino que constituye su finalidad intrínseca y vital» (24). La Exhortación Pastores dabo vobis es el documento más maduro producido sobre el sacerdocio. La afirmación de que la santidad del presbítero nace del sacramento del Orden (32), es un hito, pues desde entonces ya no se habla de una espiritualidad en el presbítero y para el ministerio, sino de una espiritualidad del presbítero y desde el ministerio.

III. FORMAS HISTÓRICAS DEL SACERDOCIO

Hagamos un recorrido por la historia. Si desde nuestra atalaya del siglo XXI, damos un corte vertical al pasado, y otro corte horizontal a nuestra historia contemporánea, percibiremos una gran variedad de matices. Advertimos recomendaciones constantes: vivir a la manera de Cristo, vivir a la manera de los Apóstoles, personalizar a Cristo pastor, hacer lo que él hizo y como él lo hizo.
El tema es abordado desde diversas sensibilidades: bien por la “theologia mentis”, de la razón, bien por la “theología “cordis”, la del corazón. O también por la teología sentada o por la arrodillada del tiempo de los padres y de la Edad Media. O por una concepción carismática o por otra más jurídica. Unas formas han partido más del evangelio, mientras que otras han tenido gran consideración a la cultura social de la época. Unas han destacado sobremanera la idea de servicio, y otras el lenguaje de la jurisdicción y del poder. En ninguna realidad social han repercutido tanto la fe o la costumbre, el amor o la ambición, la intención de servir o la de servirse de los demás. Los contextos culturales históricos han condicionado en gran forma la misma doctrina.
El Nuevo Testamento reserva la palabra “hiereus”, sacerdote, para los sacerdotes judíos y paganos y para Cristo (Hebreos). Nunca a los funcionarios de la Iglesia. Usa en su lugar un abanico de palabras: proistamenoi, los que presiden; prophetai, los profetas; didaskalio, los que enseñan; leiturgos, el ministro; oikomonoi, los administradores; presbeuo, los embajadores; hegoumenoi, jefes; sunergos, colaborador; y especialmente episkopoi, supervisores; y presbyteroi, ancianos. Estos dos últimos títulos han sido, sobre todo en los orígenes, intercambiables. Designa los colaboradores de los Apóstoles. Hasta el siglo III no se aplica a los ministros el título «sacerdote». Esto obedece a la necesidad de resaltar la absoluta ruptura con los sacrificios rituales y con su exclusivo emplazamiento en el recinto del templo. En los escritos apostólicos y de la primera Iglesia el culto cristiano se realiza en espíritu y verdad y consiste en la vida entregada en lo cotidiano de la existencia, en el templo del mundo. Obedece también a la necesidad de distanciar el ministerio apostólico de la clase judía sacerdotal.
La primera vez que aparece el presbiterado en el sentido actual de la palabra es el año 110 en las cartas de Ignacio de Antioquia. El modelo pastoral de las cartas pastorales de Pablo se impone al modelo carismático de Corinto hacia el siglo II. Determinados individuos, previamente elegidos, son dedicados al ministerio mediante la imposición de manos. La teología católica afirma que esta disposición de la Iglesia tiene que haberse producido bajo la guía del Espíritu Santo y ser, por tanto, de derecho divino. Las cartas pastorales de Pablo y la primera de Pedro dictan pautas de comportamiento a aquellos “presbyteroi” y “episcopoi” de los que los presbíteros actuales son de alguna manera los herederos. Ciertamente entre los colaboradores que los apóstoles escogieron para anunciar la Buena Nueva y para regir las comunidades están los ministerios que más tarde quedarían fijados en la trilogía de obispo, presbíteros y diáconos. Entonces, “vivir a la manera de los Apóstoles” es una consigna que se hace insistente en la literatura pastoral y espiritual del tiempo. El seguimiento y el desprendimiento, el estar con él y vivir con él, son recomendaciones que perfilan la imagen de los ministros. El servicio humilde, la prevención contra la tentación de mandar al modo de los jefes de las naciones, la imitación de Jesucristo, la docilidad al Espíritu, el ser modelos de la grey son los rasgos que más se acentúan.
En las cartas apostólicas el ministerio aparece centrado en la palabra y en la presidencia de la comunidad.
En tres documentos postcanónicos, de los más antiguos, se advierten acentos diferentes. La Didajé pone en primer plano a los apóstoles y profetas, por encima de las funciones de gobierno delimitadas; la Primera Carta de Clemente habla de una forma de gobierno colegial; las cartas de Ignacio de Antioquía hablan del obispo en sentido claramente monárquico, a cuyo lado, subordinado, se halla el presbiterio.
En Alejandría, el sacerdote aparece como maestro y misionero: su tarea es anunciar la palabra. En Antioquia la primacía se la lleva el ofrecimiento del sacrificio. En Roma y las comunidades judeocristianas la tarea primaria de los ministros es el gobierno de la comunidad. Una fuerte corriente neotestamentaria, que persiste continua, que vincula a obispos, presbíteros y diáconos, en el ministerio, es la ayuda a los necesitados.
El pensamiento de los Padres sobre el ministerio pastoral representa una época de rica plenitud en la historia y de notable influencia en la doctrina y praxis posterior. Pero también, y contrariamente, el constantinismo es un fenómeno que va a distorsionar indefinidamente la imagen del sacerdote en la Iglesia. La espiritualidad que los Padres proponen a los ministros de la Iglesia nace del ministerio y está totalmente orientado a su servicio, a su mejoramiento y fructificación. Se centra en el “ordo” o el “officium”. La verdad del presbítero es enseñar y practicar. Es decir, a ser coherente con lo que predica, la ejemplaridad ante la grey. Conducir es ser modelo, ejercer una función santificadora. La dimensión más profunda es la relación con Cristo bajo su figura de buen pastor. Cristo y su actividad redentora se hacen presentes en la actividad ministerial de sus representantes. Los Padres destacan la humildad y la caridad. “Non tan praeesse quam prodesse”, no tanto presidir como aprovechar. Alientan la vida común o la forma apostólica de vida. Y puesto que deben enseñar a otros, deben ellos antes dejarse enseñar por el Espíritu: “Forinsecus praedicator”, el predicador por fuera, debe hacerse antes “intus auditor”, oyente de corazón. Principio clave es el “Imitamini quod tractatis”, que formulado por primera vez en el Pontifical de Durando, en el siglo XIII, se inspiró en un pasaje de San Gregorio Magno.
Aun cuando la idea de servicio, la del Señor a los pies de los discípulos, dominó siempre, pronto se comenzó a considerar el ministerio como una dignidad y a ponderar la elevada posición de los ministros en la Iglesia. Se pensaba que la superioridad de rango había de ser también superioridad de santidad. Pero la superioridad se queda también en superioridad pura. Y comienzan a acentuarse las diferencias con el pueblo, a tener conciencia de “segregados” y la Iglesia camina poco a poco al clericalismo. Sobreviene otro proceso paralelo que es “la sacerdotalización” del ministerio, es decir, la progresiva acentuación del aspecto cultual hasta reducirlo a él. Acontece de esta forma el fenómeno de la “sacralización”. La disgregación del presbiterio por la multiplicación de parroquias urbanas y rurales hace de los presbíteros “obispos de sucursal”, introduciendo una concepción individualista y personalista del ministerio. A partir del siglo IV y debido a que muchos obispos eran antiguos monjes, se impuso a los clérigos un estilo de vida más propio de los monjes, cuyos ejes eran la “fuga mundi” y la vida en común.
El paso de la Edad Antigua a la Media resultó más bien pobre en la caracterización del sacerdote. Se le contempla encapsulado en la idea de consagración, centrado exclusivamente en la actividad litúrgica cultual. El ministerio de la palabra queda relegado á un segundo plano. Como todo el mundo conocido es cristiano, se pierde el impulso misionero. La época carolingia es calificada como “civilización de la liturgia”.
Es en la Edad Media cuando se elabora el tratado de los sacramentos. Pedro Lombardo hace la primera formulación septenaria. El sacerdocio queda definido por su relación con la eucaristía, como “spiritualis potestas in corpus Christi eucaristicum”. Para Santo Tomás de Aquino la celebración eucarística es la tarea sacerdotal por excelencia. El sacramento del orden se confiere por la entrega de los instrumentos, el cáliz y la patena con las palabras que lo acompañan. El concilio de Florencia hace suyas esta doctrina de Santo Tomás. La eucaristía, ante las presiones de las herejías que niegan la presencia real, es muy reafirmada en su realidad ontológica estática, mientras que sitúa bajo mínimos su dimensión dinámica eclesial kenótica de entrega, de cuerpo entregado y sangre derramada, del propter nos homines, de compartir y sompartirese, de fraternidad, de reconciliación y solidaridad fraterna y social. Allí donde los padres vieron el cuerpo místico como la verdad profunda de la eucaristía, se creó una fuerte separación entre el sacramento y la comunidad. Nace una eclesiología más jurídica, y una jerarquía cuya máxima razón de ser es la función consecratoria.
Lo peor que pudo ocurrir es que Ratramno, Berengario, Wiclf, negasen la presencia real de Cristo en la eucaristía. Definían la misa como una celebración simbólica rememorativa. La reacción, fortísima, marca los siglos siguientes hasta hoy. Se llegó a afirmar que el cuerpo real de Cristo era tocado y partido por las manos del sacerdote, y triturado por los dientes de los fieles. La carne de Cristo se veía hasta tal punto adherida a las especies de pan y de vino que lo verdaderamente milagroso era el mantenimiento del velo sensible material que las recubría. Las especies de pan y vino eran «tegumentum», no «sacramentum» o «signum». Misa y clero es lo que cuenta. Altar y coro, unidos por la vía sacra, constituyen una muralla que margina y expulsa al pueblo. Proliferan las ordenaciones sin vinculación con una comunidad concreta. Se generalizaron las misas privadas, sin pueblo, y las misas votivas por intensiones particulares. En torno al coro, se establecen capillas y altares que funcionan todo el día, de forma independiente. La praxis penitencial agudizó el problema. Para condonar penas tarifadas, en la penitencia de la edad media, el sacerdote podía celebrar siete misas al día. A petición de los fieles el Penitencial de Viena le autorizaba a celebrar veinte diarias. Puesto que las penas no expiadas en esta vida, debían serlo en la otra, surgen las fundaciones de misas «por mi alma» con finanzas colocadas con rendimiento asegurado. Cuando se afianza la idea del purgatorio, a partir de 1175, se aumenta el éxito de estas fundaciones. La multiplicación de las «misas de rescate» acarreó la multiplicación de las ordenaciones absolutas, es decir, la inflación del cuerpo sacerdotal. En la Edad Media, la mayoría de los sacerdotes ni siquiera ejercen el ministerio de la palabra. Esta proliferación de sacerdotes altaristas, llegó a tergiversar la identidad misma del ministerio.
El siglo XIII es considerado como el de la exaltación de los clérigos. Estos planteamientos ahondan las diferencias entre el clero y los laicos. Se multiplican las normas sobre el traje clerical, la tonsura, la pureza, las diversiones y ocupaciones de los clérigos estableciendo para ellos un estilo de vida completamente diferente del de los laicos. Se recrudece una mentalidad y una espiritualidad de segregados.
El sistema beneficial vino a complicar las cosas. El “Officium” degeneró en “beneficium”.
Hay, en la historia, una invasión de lo laico en lo eclesiástico que culmina con el hecho de las investiduras. Hasta el papa era nombrado por el emperador. Las huellas de este hecho han perdurado hasta nuestros días. Hay también una invasión de lo eclesiástico en lo social y político. Culmina en la pretensión de un papado como poder absoluto y universal sobre el mundo. Las repercusiones en el concepto de jurisdicción, van a resultar evidentes.
El concilio de Trento está en los orígenes de una notable renovación del clero. Supo catalizar movimientos muy positivos provenientes en España de Juan de Ávila, de San Cayetano en Italia, promoviendo asociaciones, oratorios, sociedades sacerdotales. Trento ratifica aspectos del sacerdocio negados por Lutero y ya destacados en épocas anteriores: un sacerdocio visible dotado de especiales poderes de consagrar la eucaristía y de perdonar los pecados; la íntima relación entre sacerdocio y sacrificio; este sacerdocio se comunica por el sacramento del orden; con el sacramento está vinculada la estructura jerárquica del ministerio. Esta visión domina hasta nosotros.
La Escuela francesa del siglo XVI subraya, admirablemente, la vinculación del sacerdote a Cristo. Sus representantes, Bérulle, Olier, Condren, Eudes, Tronson, hablan del sacerdocio como de una imagen de Cristo y del sacerdote como un sacramento de Cristo sacerdote. La idea dominante es el culto y la adoración.
Una visión panorámica de la Europa de la mitad del siglo anterior hasta hoy nos sitúa ante nuevos acentos al hablar del sacerdocio. Se cargan las tintas en la función misionera y apostólica. Hay unas derivaciones importantes hacia la evangelización de los pobres. Francia y Alemania contemplaban el sacerdocio como una actualización sacramental de Cristo: el sacerdote es «alter Christus”. Los países sajones y Holanda caminaban preocupados por la teología de la acción como ortopraxis, más que como oxtodoxia. Su visión del sacerdocio estaba ligada a los problemas reales del hombre contemporáneo. La Italia y España de los cincuenta conocía un sacerdocio marcadamente jurídico: eran los sacerdotes del papa y de los obispos. Francia estrenó «La Misión Obrera» de París. Apoyados más en «la misión» que en la administración de los sacramentos, se preocupaban por un sacerdocio «testigo» de lo invisible, buscador del hombre allí donde éste se encuentra: obrero, alejado, marginado… Surge fuerte en ellos el apostolado de la «premisión» o de la simple presencia testimonial, inspirada en la ley de la encarnación y de la comunión. Los Dominicos de Marsella impulsaron una presencia misionera en zonas de gran alejamiento de la fe que introdujo nuevas formas de acción sacerdotal y que desembocó en la “Misión de Francia”, establecida por la Asamblea de Cardenales y Arzobispos de Francia en nombre de todo el episcopado francés. El impulsor de todo ello fue el Cardenal de Paris Suhad. La chispa que encendió el proyecto fue la convicción de que Francia, la hija predilecta de la Iglesia, había incurrido en el paganismo. En 1943 Bonhoeffer decía que Europa ya no era cristiana y que la guerra lo demostraba. En (1943) un libro de Godin, “La France, pays de mision?” sacudió a Francia. A problemas nuevos había que buscar soluciones nuevas. El Episcopado francés, comprometido en el proyecto de solucionar el deterioro de la fe en Francia, abrió en Lisieux el seminario interdiocesano de La Misión en Francia, destinado a formar sacerdotes capaces de hacerse presentes en los epicentros de la increencia. Impulsaba una pastoral secular, comunitaria, misionera, evangélica. Pío XII erigió el Movimiento como Prelatura Nullius en su Constitución Apostólica “Omnium Ecclesiarum” el 15 de agosto de 1954.
En 1953 el Seminario de Lisieux fue obligado por el Vaticano a cerrar sus puertas. Había comenzado a aflorar el radicalismo: lo obrero era antes que lo cultual o sacramental. Posteriormente el movimiento americano y europeo de la Secularidad desplazó la vieja oposición entre católicos y protestantes por el enfrentamiento entre la fe y el mundo moderno. Secularizó la imagen tradicional del sacerdote en un intento de desprofesionalizarlo y desclericalizarlo. No «alter Christus» como rezaba la tradición, sino «alter filius hominis»… o «alter filius fabri» de Nazaret. Un ser que vive con los hombres y como ellos, y no junto a o por encima de ellos. La prensa del mundo contribuyó a divulgar todos estos movimientos.
La Teología de la Liberación influyó poderosamente en América Latina a la configuración de la imagen de un sacerdote comprometido con la justicia social. Se plantea cómo ser cristiano, y consecuentemente sacerdote, en un continente oprimido. Comenzó con presupuestos netamente marxistas que posteriormente fueron corregidos y mitigados. Muchos sacerdotes y agentes de pastoral practican y aceptan los supuestos de esta teología, en varios países de América Latina, y esta corriente está difundida en diversos lugares del mundo.
Dentro de los círculos eclesiásticos pulularon estudios dirigidos a describir la espiritualidad del clero “secular” y también de lo que se cualifica como “clero Diocesano”. En torno a este último se ha profundizado en el significado del obispo como catalizador y fundamento de estas concepciones, así como de la importancia del concepto de jurisdicción y del de incardinación. Juan Pablo II expresa sugerencias nuevas y luminosas sobre estos conceptos en su Exhortación Pastores dabo vobis. Entrar en el tema nos llevaría a extendernos demasiado.

IV. LA SACRAMENTALIDAD DEL ORDEN, FUENTE DE LA ESPIRITUALIDAD SACRAMENTAL

A la luz de los acentos planteados en torno al sacerdocio en la etapa conciliar y posconciliar, Rahner y otros teólogos se preguntaron: ¿Cuál es la identidad del sacerdote? ¿Hay que acercarse al sacramento desde arriba, desde su relación con Cristo, o desde abajo, desde su relación con la comunidad? ¿Se es primariamente sacerdote de Cristo o sacerdote de la comunidad? ¿En qué sentido se relacionan estos dos aspectos?
De estos planteamientos surgieron tendencias más o menos cristonomistas o eclesiomonistas, que van desde la unilateralidad y rigidez exagerada a la integración armónica. Muchas de nuestras tensiones y divergencias tienen aún hoy su origen en esta visión.

a) Corriente eclesiológica
El Vaticano II fue un concilio eminentemente eclesiológico. “Iglesia: ¿Qué dices de ti misma? ¿Qué dices del mundo y al mundo?”, se preguntaba Pablo VI en los preámbulos del concilio. En muchos escritos el ministerio ordenado es definido más bien en clave eclesiológica.
Los autores de esta corriente: (Rahner, Congar, Legrand, Dianich, Schillebeecckx, Küng, Boff) unos afirman que el ministerio deriva de la comunidad a modo de delegación de ella, que es quien realmente lo posee. Otros entienden el ministerio ordenado como “dado” por el Espíritu a la comunidad, aunque para su servicio y en su seno. Éste es el caso de los cuatro primeros autores citados.

b) Corriente cristológica
Esta corriente contempla el ministerio más como sacerdocio que como ministerio o diaconía. Lo ve como prolongación del sacerdocio de Cristo. Pero sus autores Galot, Beni, Nicolau, Baltasar, Ratzinger, Rambaldi, muestran grandes diferencias. Unos acercan tanto el ministerio a Cristo que casi olvidan el carácter sacerdotal del pueblo de Dios. Otros, como Baltasar y Ratzinger, se mueven armónicamente en el terreno de la representación sacramental con tonalidad pastoral y ponderado entronque con el sacerdocio común de los fieles.
Este debate posconciliar, doloroso y rico, culminó en el Sínodo de 1990 y en su consiguiente Exhortación pos-sinodal de 25 de marzo de 1992 Pastores dabo vobis de Juan Pablo II. El Papa, en la determinación del ministerio sacerdotal, da prioridad a la relación con Cristo, pero asumiendo la dimensión eclesial, si bien subordinada, como constitutiva.

c) Ventajas de una visión cristológica
-En una visión cristológica todos los ministerios y carismas aparecen más bien como vocación (que viene de Cristo) que como opción (que es asunto personal). Cuando la vocación es suplantada por la opción, la Iglesia aparecer como una simple ONG multinacional. Pero la Iglesia tiene Padre. Ni nace de ella ni está abandonada a sus fuerzas. El sacerdote aparece como elegido, ungido y enviado. Está no sólo en la Iglesia, sino al frente de ella, dice Juan Pablo II en su Exhortación. Y es representante autorizado de la voluntad salvífica universal, sacerdote del mundo entero.

d) Ventajas de la visión eclesiológica
-Una visión eclesiológica del ministerio devuelve al ordenado al seno del pueblo de Dios como bautizado que es. El sacerdote es también un cristiano entre cristianos, necesitado también de la mediación de los otros hermanos, por ejemplo, para recibir el perdón de otro ministro. No sucede, ni mucho menos suplanta a Cristo. La distancia entre Cristo y los ministros es abisal. En una visión eclesial, la santidad del sacerdote brota del ministerio y desde su ministerio. Y esto le hace vivir en comunión con toda suerte de carismas y ministerios.

e) Los peligros de la unilateralidad
Una comprensión unilateralmente cristológica, ha llevado a algunos a una peligrosa absolutización del ministerio, a su exagerado endiosamiento, al distanciamiento de sus hermanos, a la ruptura de la fraternidad bautismal, a pensar que lo de los otros siempre es peor. Lleva a la tentación de imponer espiritualidad, seminarios, instituciones diferentes. Suelen etiquetar a los demás de secularistas, e intentan revestir, si no disfrazar, este desequilibrio con una fachada de piedad. En ocasiones, quien pretende ser “Otro Cristo”, puede incurrir en el peligro de ser “Otro sacerdote”, otro tipo de sacerdote.
El desastre no es menor cuando se cultiva la dimensión eclesiológica olvidando la cristológica. Aquí puede radicar el descenso de vocaciones y las mismas secularizaciones. La Iglesia degenera en una ONG.

V. EL SACERDOCIO COMO ESPERA

El sacerdocio sólo puede ser entendido como animación de la esperanza. Los caminos de Dios son siempre sendas de esperanza. La esperanza es máxima confesión de Dios. Nuestro mundo vive el desencanto de la racionalidad. El desengaño frente a las ideas y los valores, frente a las promesas fallidas de las ideologías, constituye hoy una forma de pensamiento y de vida. También la Iglesia vive en trance penoso de exilio. A pesar de todo, yo creo que estamos viviendo un momento de gran importancia para la renovación de la fe. Hay síntomas que avivan la esperanza. Mucho depende de nuestra capacidad de percibir este nuevo kairos, de saber interpretar ciertos signos de los tiempos, de conectar con las nuevas sensibilidades que pretenden comprender mejor el estatuto de la fe cristiana en relación con la sociedad moderna y su organización compleja. El futuro es de quienes tengan la audacia y la humildad de proponer una religiosidad auténtica, de evangelio sin glosa, sin confundir el original con interpretaciones históricas arcaicas. Creer en Cristo conlleva necesariamente la audacia de esperar. Quien vive estancado en el orden, no cree suficientemente en Dios y hace un mal servicio a las irrupciones de Pentecostés. No esperar es no creer. El sacerdote de hoy ha de ser hombre de esperanza, capaz de abrir brechas al amor de Dios en la opacidad del tiempo y del pecado, de la apatía y de la pereza.
Benedicto XVI, comentando en Spe salvi el texto de Hebreos “La fe es la sustancia de lo que se espera; la comprobación de lo que no se ve” (12,1), afirma sin ambages, contra la traducción protestante de que “la fe es tan sólo estar seguros de lo que esperamos”, que el término “sustancia” se refiere al futuro como realidad ya presente. Efectivamente, Cristo, con su encarnación, ha introducido la eternidad en el tiempo. Cristo nos ha dicho que él no nos deja solos. Nos acompaña siempre y es el único que acompaña hasta en el camino de la última soledad en el que nadie nos puede acompañar. Él mismo ha asumido nuestra muerte y así ha podido convertirse en el camino decisivo del hombre. Él es nuestra esperanza. La Ilustración secularizó la esperanza encarcelándola en el espacio de una razón sin revelación. Marx la secularizó todavía más reduciéndola a la liberación económica de las clases oprimidas. Kafka, Kierkeegaard y Unamuno hacen de la existencia a una fe agónica en la noche de la desesperanza. Camus nos identifica en Sísifo con el sinsentido como el único emblema posible de la felicidad. Michel Foucauld certificó el fin de la Ilustración diciendo: “En nuestros días, más que la ausencia o la muerte de Dios, se proclama el fin del hombre”.
Sin embargo, es ahora la misma filosofía contemporánea la que nos abre brechas a la esperanza. Bloch escribe en 1954 el Principio de la esperanza, y en 1958 El espíritu de la utopía. La esperanza, afirmó, es el elemento fundamental y decisivo para la vida humana. “Lo que importa es aprender a esperar”. Moltman publica la teología de la esperanza. Alfaro escribe Esperanza cristiana y liberación del hombre. Ya no es “la desesperada esperanza” de Gustav Mahler en su sinfonía “Canto a la tierra”, la lacerante añoranza que espera sólo por esperar: “Silencioso está mi corazón y aguarda su hora”. Una hora que no llega…
Esta esperanza, en la fe, se hace firme y sólida. Jesús nos dice: “No temáis”. En Mateo seis veces nos dice: “no os preocupéis”. Pedro es el apóstol de la esperanza y Pablo el teólogo de la misma. Cristo es “esperanza de gloria” (1 Tim 1,1). Por esta esperanza el creyente espera contra toda desesperanza (R 4,18).
Con Cristo la eternidad se inserta en el tiempo. En él, el fin ya no está en el fin, sino en el medio de la historia. La encarnación es “la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4). “Hijitos. Estamos en la última hora” (1 Jn 2,18). “Se ha cumplido el tiempo (Mc 1,13). Es imposible personalizar a Cristo y no difundir esperanza. Por medio del sacerdote, Cristo se hace contemporáneo de la humanidad de todos los siglos, su palabra se hace actual, su memorial se hace vivo, el tiempo se hace esperanza, la tierra se hace cielo.

a) UN SACERDOTE QUE PROCLAMA AL DIOS DE LA ESPERANZA

El mundo no tiene a Dios. Tiene imágenes de Dios. No vive la realidad, sino interpretaciones de la realidad. Pero lo que sólo es cultura de la fe, todavía no es fe. Un sacerdote sólo es creíble cuando es capaz de ofrecer una religiosidad auténtica. Sólo es posible la fe cuando no sólo hablamos sobre Dios, sino cuando sabemos a Dios. Las verdades no son tales, sino cuando están asumidas en la vida. Lo que importa es que dejemos a Dios ser el que es y no lo que a nosotros nos parece que es. Y ciertamente, nuestro Dios, en su impresionante cercanía a nosotros, no sólo es un Dios-yo (Yo soy el que soy), sino también un Dios-de, un Dios del ser humano.
La relación con Dios había sido vivida siempre como favorable para el hombre. Pero la Ilustración, lo convirtió en objeto de sospecha. Comenzó preguntando por su existencia: “¿está o no Dios entre nosotros?”. Y terminó dudando o negando que Dios fuera un valor para el hombre. Merleau Ponty afirmó: “La conciencia moral, -o sea, el ser humano-, muere al contacto con el Absoluto”. La idea de Dios impediría al ser humano ser él mismo por sí mismo. Hoy, por el contrario, van siendo más los que afirman que la alteridad es factor constitutivo de la identidad. Nada se construye solo, ni se comprende solo. Se nos ha de arrancar de la soledad. No sólo para saber que somos, sino lo que somos. El otro no es el agresor, sino el fundador. Tanto más soy yo cuanto más soy los otros. No me conozco sino porque se me conoce, y sólo se me conoce, si se me reconoce. La sospecha moderna y posmoderna juzgaba que la alteridad era una amenaza para la identidad. Hay filósofos actuales que hablan de “la sospecha de la sospecha”, para que se conozca mejor la bendición de la alteridad.
Hegel ha escrito que la verdad de lo finito está en lo infinito. Agustín habla de Dios como “el que es más alto que lo sumo de nosotros y está en lo más hondo de nosotros que nosotros mismos”. Dios nos ha hecho a imagen y semejanza suya. Y ha dicho que “no es bueno que el hombre esté solo”. Toda relación humana, incluida la de varón y mujer, es necesaria referencia a un tertium que constituye el horizonte y sentido. El hombre tiene más capacidad para atraer que para saciar. Dios se ha reservado saciar totalmente al hombre. Dios es Aquel cuyo rostro veta a cualquiera desfigurar el mío. Por la creación Dios es el fundamento de mi autonomía y hace de ella un derecho. Ser creado es tener de Dios (Alteridad constituyente) el mantenerse por sí mismo (alteridad constituida). Soy creado “otro”. Libertad es responsabilidad. Dios Creador es justamente el que autoriza al hombre ser el que es.
Nuestro Dios no es un ser replegado en su grandeza incandescente que nos abrasa, sino el que deja su lugar, el que deja sitio al otro, el que se abandono al otro en una triple kénosis: 1) la de la Trinidad, en la que Dios Padre deja sitio al Hijo. 2) La de la creación, en la que la Sabiduría divina quiere al hombre a su lado. 3) La de la Encarnación, en la que Dios se intercambia con el hombre. El Dios de la kénosis es el Dios que hace sitio, que no excluye, ni aplasta, ni niega a nadie.

b) UN SACERDOTE, REVELADOR DE CRISTO COMO ESPERANZA DEL MUNDO

Una religiosidad auténtica nos ayudará a situar más a Cristo como fundamento de vida. Él es el único que puede llenar los grandes vacíos del hombre actual: el vacío interior, la maníaca pretensión del dominio sobre los demás, el envejecimiento interior, la rutina como forma de vida. Cristo es para todos porque es la verdad humana más grande del corazón del hombre. En la tierra no existe la felicidad: existe Cristo. Lo más real del hombre. Cristo es el “plus” del hombre, el sobrepasamiento ontológico del hombre. “Es aquello que es más real que yo pero que me hace a mí mismo ser yo mismo, lo más mío de lo mío”: (Zubiri). Dios, en Cristo, entra en la misma definición del hombre. Están mutuamente destinados, uno para el otro, como el amante y el amado. Los valores del evangelio son valores universales y eternos, valores máximos, el único futuro humano y divino de la humanidad. “Para mí el vivir es Cristo y una ganancia morir” (Fil 1,21). “No quiero saber otra cosa que a Cristo y Cristo crucificado” (1 Cor 2,2). Cristo es la eterna novedad del hombre. Al mundo se le abre una radical esperanza si hay sacerdotes capaces de entusiasmar con Cristo; si saben rebasar mediaciones y son capaces de adentrar a los hombres en una dimensión mística.

c) EL SACERDOTE REVELADOR DE LA CRUZ COMO ESPERANZA DE LA HUMANIDAD

El obispo dice al presbítero, en el ritual de la ordenación: “Conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. Es una gran recomendación. “Por lo general asumimos con facilidad aquello que nos halaga. Y repelemos las cosas que nos contrarían. La rutina nos hace olvidar lo más rico y profundo de las cosas. Nada más difícil de destronar como una costumbre o una idea vulgar ya establecida. El, sol, para hacerse acreditar, no tendría que salir cada día. Los santos que han fundado, no han inventado cosas nuevas: han hecho de forma nueva lo que es rutinario y habitual. Nosotros tenemos habitualmente confundida la cruz con las cruces o crucifijos. Deberíamos reestrenar cada día el significado profundo de la cruz. La cruz, en su estrato más puro, es seguir amando en la dificultad. Es no utilizar nunca el poder o la influencia humana contra nadie. Es haber llegado a comprender, y esto es don y gracia, la pedagogía divina de la debilidad, la sabiduría y poder de Dios que para los hombres es más bien escándalo y necedad. La cruz es el distintivo del ser cristiano y de la evangelización. Es el amor más alto vivido en la situación más baja, la injusta aniquilación del amante. Lo más grande que ha podido ocurrir en nuestra vida es que Dios haya muerto en cruz por amor a nosotros. Es imposible conceptualizar la cruz. La cruz se vive, no se verborrea. Es amar siempre, del todo, pase lo que pase, incondicionalmente. La cruz es el modo de amar de Dios que si dejase de amar dejaría de ser Dios. Es infinita finura, suma elegancia, cortesía delicada, amor sincero. Es obra de orfebrería de Dios. De Jesús dice Hebreos 12,2 que “Soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia”. “La cruz, el abrazo de Dios a los verdugos de su Ungido” dice la Liturgia del Viernes Santo. La cruz sólo puede entenderla quien ha entrado en la dimensión mística, el que es rico en Dios y ha experimentado su poder y su gracia. Dios, ante el hombre, ha utilizado la pedagogía de la debilidad: un amor que nunca se pone contra el hombre, frente al hombre, por encima del hombre o al margen del hombre. Nunca vence, y siempre convence. Es un amor sorprendente, seguro, maravilloso, radical, incondicionado. Nadie amó jamás así. Es seguir amando donde los grandes amores terminan. Una locura de amor. El sacerdote que difunde la filosofía de la cruz deposita en la convivencia el único germen donde florecen la paz, el perdón y la reconciliación. Dios es fiel aun cuando nosotros seamos infieles. Los dones de Dios son irrevocables. Ser capaces de amar hasta el sufrimiento es signo de que estamos místicamente poseídos por Cristo. El sufrimiento es signo de que uno ha alcanzado la divina receptividad. Ha entrado en un orden superior y su comportamiento tiene una modalidad divina. Su sufrimiento no es algo inhumano, sino sobrehumano. Es Dios obrando en nosotros aun sin nosotros. “Todo esto viene de Dios. Pues a vosotros os ha concedido la gracia de que por Cristo… no sólo creáis en él, sino que también padezcáis por él” (Flp 1,28s). Un sacerdote que conoce y predica la cruz, abre en el mundo las mayores brechas a la esperanza.

d) EL SACERDOTE, SERVIDOR DE LA PALABRA QUE FUNDA LA ESPERANZA

El fundamento de la esperanza radica en el hecho de que alguien llegue a sentirse elegido, llamado, convocado. Llamarle a uno es darle razones para existir, para ser feliz. Las llamadas al amor, al trabajo, a la promoción, a la amistad, al matrimonio, son la puerta sagrada hacia la esperanza fundamental. Uno es alguien cuando es llamado a la existencia, o a la novedad superior. Ser nadie lleva a la soledad y desesperación. Ser alguien fundamenta el sentimiento de seguridad. El hombre es un ser llamado por Dios. Y su existencia es ser respuesta.
El sacerdote tiene una vinculación intrínseca y singular con la palabra de Dios. Es el primer creyente de la Palabra, transparencia de la misma, dice la Exhortación Pastores dabo vobis. Y sin embargo, no es suya, es de Aquél que le envió. Es testigo y no sólo maestro. Es portavoz y palabra. En él, cuando proclama las Escrituras, “Cristo mismo habla”, nos recuerda la Constitución Sacrosanctum Concilium (7).
Efectivamente, Dios no sólo habló. Sigue hablando. Y es hablando como Cristo se hace contemporáneo de los hombres de todos los tiempos y lugares. No habló ayer y ahora conservamos fosilizada, como en un depósito, su palabra. Si así fuera Dios sería Dios de muertos. Estaría hoy mudo. Decir que Cristo, hablando, se hace contemporáneo nuestro y de todos los tiempos, es decir la verdad más fascinante del cristianismo.
Los evangelios nacieron para ser proclamados en las celebraciones litúrgicas. La relectura indefinida de los textos, en todos los lugares y tiempos, es parte constitutiva del texto. Nacieron para ser proclamados. Cada generación, en un acto memorial, recordando el pasado y celebrándolo plenamente en el presente, se enfrenta con la tarea siempre idéntica de confesar la fe, de reconocerse pueblo de Dios en situaciones históricas siempre inéditas. Toda relectura posterior, es esencial al mismo texto, no para cambiarlo sino para darle historia. La fidelidad a la Biblia consiste en repetir, en situaciones siempre cambiantes, el proceso que la hizo posible. La relectura forma parte de la misma Escritura. La recepción forma parte de la revelación. La asamblea, toda asamblea, es la página viva donde el texto se escribe no con tinta, sino con Espíritu santo. Libro y comunidad se reconocen como inseparables. El libro no es nada sin la comunidad y ésta encuentra en él su propia identidad. La realidad profunda de la Escritura, como la del Cuerpo Eucarístico, es el Cuerpo Místico. He ahí el sentido de la Iglesia católica frente a los protestantes. La norma no es la sola Escritura, sino la Escritura en la Iglesia.
Una cosa, en el río, es el manantial, y otra la corriente. Las orillas son configuradas por la corriente, no por el manantial. El texto es la forma original de la Escritura. Pero después del texto, hay un hipertexto, un sentido más pleno, según la tradición constante de la Iglesia, que consiste en los diferentes significados o apropiaciones que se dan en el futuro. El hipertexto nace cuando la Biblia se hace interactiva en las generaciones futuras. El potencial del texto desborda los límites del texto original escrito. Instaura un dinamismo que era inexistente en el texto original. Cada nuevo lector adquiere sentido de responsabilidad ante el hipertexto. Y el hipertexto está forjando un nuevo tipo de lector. Nos encontramos con un cambio de paradigma bíblico. El libro no es la cárcel del texto. Es el cauce que da paso a un texto pensado y escrito para una lectura con duración perenne. Es el sacerdote quien, proclamando la palabra de Dios, la hace actual y adaptada a cada oyente y comunidad. Así es como cada uno llega a ser hoy discípulo de Jesús.
Es impensable que nadie encuentre hoy a Cristo si su corazón no arde escuchándole a él actualizando las Escrituras. Esto equivale a oír a Dios en directo, no sólo en diferido. La acción del Espíritu no se agota en el pasado, alcanza el presente. El significado profundo ya no queda recluido en los autores, ni permanece encarcelado en el texto en cuanto tal, sino que se actualiza en el presente cuando cada lector escucha o lee. Dios contextualiza su palabra ante cada comunidad y ante cada creyente. La palabra de Dios es siempre diálogo vivo y permanente. No es un espejo en el que mirarse, sino una ventana abierta a la vida real. Hay que saber pasar de lo que hay detrás del texto a leer lo que el texto pone por delante. Y este es un gran problema eclesial y ministerial: dejar a Dios hacer de Dios, dejarle hablar a cada creyente. Se trata de colocar a cada creyente ante el Dios viviente que habla siempre, ayudarle a contextualizar la palabra de Dios en su ambiente para que sepa responder, ponerse en trance de esperanza, haciendo no cualquier cosa, sino haciendo lo que debe hacer, lo que la palabra misma le pide, y no creando un cristianismo a la carta. Esta misión de adaptar y actualizar corresponde al sacerdote, mediador de la palabra. La salvación vendrá cuando el mundo sea respuesta fiel a la palabra de Dios que llama.

e) MINISTERIO SACERDOTAL Y SECULARIDAD ESPERANZADA

El amor al mundo es el primer principio de la encarnación. “Tanto amó Dios al mundo…” (Jn 3,16). El mundo no es sólo el escenario de la vida del hombre. Ni tampoco un rival o enemigo. Hay unidad y continuidad entre creación y redención, entre cultura y fe. La historia de la bondad, de la solidaridad con el bien común, de la redención de las condiciones penosas del trabajo, del hambre y del paro, del desarrollo de la cultura, de la salud, del bienestar social, de la paz entre las personas y los pueblos, responde a la voluntad de Dios y es expresión de encarnación y de redención. Una seglaridad humanizadora pertenece a la identidad de la vida cristiana de los laicos, nos enseña el Vaticano II.
El cristianismo no es un comienzo a cero. Naturaleza y gracia no son dos pisos superpuestos. No hay más que una sola y única historia de salvación. Los valores terrenos, humanos, temporales, son el contenido lógico y natural de nuestra religiosidad. Nuestra existencia, verdaderamente cristiana, no puede realizarse sin un contenido humano, racional, profesional, técnico, social, histórico. A Dios no vamos desnudos de lo humano, sin cuerpo, sin tiempo, sin historia, sin ambiente. El hombre no camina hacia Dios interrumpiendo su misión de hombre. Un cristianismo de huida, de emigración, es una caricatura de cristianismo, un error de táctica, una perversidad de estructura y hasta una herejía doctrinal. La justicia en el mundo está en el corazón del evangelio. Ante todo, dice Juan Pablo II en su Exhortación Pastores dabo vobis, “el sacerdote ha de estar al lado de los más débiles; para hacerse solidario con sus esfuerzos por una sociedad más justa; para ser más sensible y más capaz de comprensión y de discernimiento de los fenómenos relativos a los aspectos económicos y sociales de la vida; para promover la opción preferencial por los pobres” (30). ¡Qué ocasión tan propicia para el ministerio del sacerdote la crisis económica del mundo actual!
Para cambiar al hombre primero hay que amarlo. Y la Iglesia ha de ser la universidad del amor. Ser pastor es estar con la gente y sus problemas. La distancia, y más el encono, compromete la misma identidad. Quien no conoce a la gente, está con ella, vive, llora y se alegra con ella, no entiende lo que significa ser pastor. Al presbítero y al obispo, solo la gente les hace importantes. Desentenderse de una seglaridad correcta, de un espíritu de bondad y solidaridad, de cercanía, de finura y delicadeza, es tanto como desertar del pastoreo, de igual modo que desentenderse de los problemas del mundo puede equivaler a negar la misma fe.
El presbítero no agota su misión en el interior del templo. Es hombre de la eucaristía antes que hombre para el templo. Pero decir eucaristía es afirmar la transformación no sólo de los dones, sino, sobre todo, de las personas, de la vida real, de la historia y del universo. Su estilo debe transparentar la misericordia del Padre e irradiar el amor incondicional de Cristo, el de las bienaventuranzas. Ha de superar la tentación de vencer, para esforzarse en convencer. Su honra está en provocar la libertad, la responsabilidad, la alegría, la persuasión, el asombro. El presbítero ha de ser siempre pastor, no rival, ni miembro encerrado en ninguna opción, secta o gueto, que exprese recelos o distancias hacia otros hombres o grupos. Ha de tener un gran sentido de acogida y diálogo. Ha de saber escuchar y sufrir solidariamente, salvando el pabilo humeante, la partícula de verdad en todos, no condenando a nadie, no hablando mal de nadie, no estandarizando a todos por igual con las normas disciplinares, no haciendo de las leyes eclesiásticas arma arrojadiza. Ha de ser solidario y corresponsable con los compañeros, abierto al futuro, no endurecido en el pasado, tradicional en la hodiernidad, incapaz de pesimismo, no tentado por los principios de eficacia o del número o del éxito pastoral, sino conocedor del sorprendente valor oculto de la cruz, de ese amor que el Bautismo y el Orden depositó en su corazón por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.

Conferencia de Don Francisco Martínez,
como homenaje a los sacerdotes
que celebran las bodas de oro y de plata
en la Diócesis de Zaragoza
el día 27 de mayo de 2010