EL ITINERARIO ESPIRITUAL
CRECIMIENTO Y MADUREZ
1. VIVIR ES CRECER
Vivir es crecer y hacer crecer a los demás. No crecer es morir. Son muchos los que viven con una voluntad estancada. La vida cristiana es una vocación que hace de la vida respuesta. Sin embargo, es fácil establecernos en «el orden» en lugar de tensarnos en el amor y la responsabilidad. Vivimos frecuentemente en la costumbre, no siempre en la verdad; más dentro del marco de la historia, pasivamente, que siendo y haciendo historia. Creer es ser del todo. Acercarnos a Dios significa sacar de dentro todas nuestras posibilidades y las de aquellos que nos rodean, como plena imagen y semejanza de Dios, superando la fragmentación, la privacidad, el individualismo, la desintegración interior y exterior. Nuestra meta es alcanzar «la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).
2. LA DINÁMICA DEL CRECIMIENTO EN LA REVELACIÓN
La Revelación nos enseña que la presencia de Dios en su pueblo nos emplaza en el misterio de un «ya» y de un «todavía no». Estamos aquí, pero Dios ya está con nosotros para siempre. La vida es el itinerario para encontrarle. Es partida, éxodo, salida, liberación de esclavitud, entrada en la tierra de la promesa, senda, camino, vía. Es también carrera, peregrinación, travesía por el mar o por el desierto. Es pascua o paso.
San Pablo describe el itinerario espiritual del creyente partiendo de su experiencia personal. El punto inicial es su encuentro con el Cristo glorioso para conformar su vida con el misterio de su muerte y resurrección. Este encuentro se inaugura en el bautismo, fundamento y contenido de toda la vida cristiana, enterramiento del hombre viejo, y nacimiento del nuevo, actualización y participación real en la muerte, sepultura y resurrección de Cristo. Es combate contra los enemigos de fuera y los de dentro del hombre, del Espíritu contra la carne. Es tensión entre el hombre nuevo y el viejo, entre el hombre espiritual o el instintivo, entre quedarnos como niños o llegar a ser adultos, ser perfectos o imperfectos, ser discípulos o maestros. El crecimiento lo crea el Espíritu suscitando en nosotros una creciente participación de la vida de la comunidad, de su dinamismo celebrativo, de la puesta en común de los bienes, de una fraternidad gozosa, de la unanimidad en el pensar y amar. El punto culminante es un conocimiento profundo de Cristo y de su misterio, fruto del espíritu de inteligencia y sabiduría, del conocimiento del amor, superando con creces los instintos egoístas y la pura capacidad del hombre psíquico, creando una sintonía absoluta y gozosa con los hermanos y con Dios.
3. EL DINAMISMO ESPIRITUAL EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA
La Revelación, y luego los Padres, hablan de los dos caminos: el bueno y el malo. Los Padres, ambientados en la cultura helénica, centran la perfección en la gnosis o perfecto conocimiento y en el dominio de las pasiones. En escritos posteriores se habla de los grados del amor de Dios y del crecimiento de la caridad. Pronto aparece la triple vía con diferentes fórmulas: la praxis, la contemplación y la teología. Las vías purgativa, iluminativa y unitiva. Los principiantes, proficientes y perfectos. El predominio del instinto (o violencia), de la mente (o interés) o del espíritu (o gratuidad). Aparecen itinerarios de la mente a Dios, ascendiendo de su huella y su imagen a la transcendencia. San Juan de la Cruz escribe la Subida al monte Carmelo con las noches del sentido, de la inteligencia, de la memoria y voluntad, las purificaciones activas y las pasivas. Teresa de Jesús habla de “entrar dentro” del Castillo interior desde la primera hasta la séptima morada, la de la unión con Dios. Teresa de Lisieux habla del Caminito o infancia espiritual basada en el amor filial al Padre. Estos itinerarios formaron grandes santos. Hoy necesitan ciertas puntualizaciones. Nacieron de monjes y contemplativos. Pues:
-No es fácil programar el espíritu. La personalidad humana es algo vivo, original e irrepetible, en los ritmos de maduración, en la variedad de opciones y de recorridos.
-Los itinerarios del pasado están marcados por una antropología y unas condiciones de vida ya superados. Se da una prevalencia unilateral de la contemplación nacida de la concepción platónica del espíritu más que de una concepción cristiana de la vida que es también acción, compromiso y caridad. El amor verdadero son los otros, su crecimiento y madurez plenos.
-Esos caminos son trazados de forma más bien individualista, y no tienen tanto en cuenta la dimensión misionera, comunitaria y litúrgica de la vida cristiana ni la transformación en Cristo que desarrolla el año litúrgico.
-Hoy el cristiano no puede marginar de la madurez su responsabilidad ante la historia, ante la promoción y liberación del hombre. La condición espiritual del laico es más presencia responsable en el mundo que huida del mismo.
4. EL ITINERARIO CRISTIANO HACIA LA MADUREZ
A) Las zonas o áreas del trabajo
a) La iniciación cristiana como comienzo absoluto insustituible
El bautismo es puerta obligada para entrar en el mundo de Dios. Afecta al ser o no ser creyente. En él el creyente rompe la frontera de su condición humana y es insertado en la comunidad de salvación. Entra en la esfera de Dios, es hecho su hijo, participa del misterio de Cristo, de su muerte y resurrección, vive iluminado y conducido por el Espíritu.
El drama es que muchos se bautizan sin proceso de iniciación a la fe, ni presacramental ni postsacramental. En la mentalidad ambiente, el bautizo es un residuo cultural del pasado, un mimetismo social que siempre se hizo y todos hacen, una costumbre que no afecta al cambio de vida. No hay destrucción de hombre viejo y revestimiento del nuevo. ¿Cómo podremos hablar de crecimiento cuando ni siquiera se le contempla como nacimiento?
La Confirmación es la gracia del Espíritu sellando el bautismo. La Eucaristía, reducida a cumplimiento, debería ser entendida originalmente como la acción de la comunidad de derramar la vida, de compartir, de darse, de construir la paz, la reconciliación, la fraternidad.
b) Interiorización y personalización de la fe
El creyente ha de pasar de conocer la fe a vivirla. Vivir la fe significa entrar en la esfera de la influencia gratuita del Espíritu que ilumina y mueve, que crea receptividad y docilidad, que ayuda a superar el predominio del instinto, y también el de la pura razón psicológica y social, para reestructurar la personalidad, la propia y la de los demás, en un clima de gratuidad alegre y dichosa capaz de cambiar la orientación de la vida y el sistema de valores. Realiza un conocimiento más profundo y personal de la Revelación y del plan de Dios en la historia de la salvación. Se deja iluminar por la sabiduría de Dios, por su palabra acogida comunitaria y personalmente, y organiza según ella el corazón, los sentimientos y las actitudes.
c) Integración comunitaria
El cristiano es un ser elegido y convocado para ser pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. Para participar de la vida y misterios salvadores de Cristo en las asambleas sacramentales y del año litúrgico, como formación a lo vivo de Cristo en nosotros, y en especial de los domingos. Tiene importancia decisiva vivir la eucaristía dominical como fraternidad, como compartir y comer juntos en la mesa ritual y la social. No hay cristianismo sin comunidad. Ser cristiano es ser hermano. El máximo mandamiento se expresa en el amor fraterno.
d) Integración del orden temporal en el orden de la gracia
El gran logro de la espiritualidad actual, promovida por el Concilio Vaticano II, es la superación del antagonismo entre la fe y las realidades temporales. Ayer la palabra «huida del mundo» era la palabra clave de la vida espiritual. Hoy se prefiere hablar de «presencia responsable». Un cristianismo de huida es una perversidad de estructura y hasta un error doctrinal. Los valores humanos y las exigencias de la historia están implicados en la fe evangélica. Nuestra existencia cristiana no puede realizarse sin contenido humano, profesional, social, histórico. La Iglesia no salvará creando una historia independiente, sino metiéndose dentro de ella y actuando en ella como fermento de valores de fraternidad y solidaridad. La seglaridad, vivida en perfección y responsabilidad, es lo específico de la santidad de los laicos. «A los laicos corresponde por propia vocación buscar el reino de Dios componiendo y ordenando, según Dios, los asuntos temporales» (LG 31). Ellos deben hacerse presentes en la historia humanizando la convivencia social, el trabajo, la cultura, la economía, promoviendo el desarrollo y la justicia social. Ignorar el compromiso social es renegar de la fe.
e) Discernimiento y purificación
El mal del hombre no está sólo en sus actos, sino en las actitudes, en el corazón. Jesús proclama la conversión radical y total. Ello implica la sanación profunda del corazón para vivir en comunión plena con Dios y con los hombres. Sin revisión y discernimiento comunitario de la vida es imposible crecer. Para ello es necesario preguntarnos en solidaridad responsable qué tiene, y qué no tiene, de evangelio, nuestra convivencia familiar, eclesial, social. Nuestra historia está hecha de una sedimentación de fuerzas poderosas, egoístas donde predominan los intereses personales y grupales, creando una mente social colectiva en la que existen numerosas confusiones de la verdad con la costumbre, y en la que la libertad, arrastrada por el mimetismo social, está cautiva en la influencia del ambiente y la moda. Es necesario saber discernir en comunidad las falsas adherencias o identificaciones de nuestro amor propio, las exigencias de las bienaventuranzas, nuestra identidad comunitaria, ya que creer es compartir.
f) Noches y pruebas: el sentido positivo de la cruz
Somos egoístas. Nos buscamos en todo. Hasta cuando nos relacionamos con Dios. Le utilizamos. Nos apegamos a las cosas, tanto que sólo Dios puede despegarnos de ellas. Las noches purificadoras son pruebas que unas veces protagonizamos nosotros cuando nos arrepentimos de verdad. Pero otras son previstas por Dios que actúa en el hombre sin el hombre. Son como un túnel en el que desaparece la luz de la razón. No entendemos lo que nos sucede. Son contradicciones, limitaciones, problemas de relación, contrariedades que nos ponen a prueba y que desvelan hasta qué punto puede más Dios que nuestro dolor. Nos invitan a crecer. La entrega y el amor son tanto mayores cuanto mayor es el amor sufrido. Dios no quiere el sufrimiento. Pero hay un sufrimiento que se convierte en sobrehumano, no inhumano, porque nos despega del mal y nos abandona en Dios. Rompe el estancamiento de la voluntad y aniquila nuestra dificultad de crecer y madurar. Es la cruz. La cruz de Cristo, en él y en nosotros, es lo más hermoso que ha podido acontecer en nuestra vida porque es el amor extremo de Dios que todo lo soporta y vence. Es el amor supremo, total, la victoria sobre el estancamiento y el egoísmo. «El abrazo de Dios con los verdugos de su Ungido» (Liturgia del viernes santo).
B) Los ritmos del crecimiento: La alegría y la armonía dominantes en la oración y en el amor fraterno
El crecimiento en el itinerario espiritual se experimenta, ante todo, en dos campos profundamente interrelacionados: la oración y el amor fraterno. Los dos tienen como base la alegría profunda, dominante, que procede del Espíritu. Todas las alegrías son fugaces menos una: sentirse en Dios. La alegría es como la música del ser cuando el cristiano se siente unificado y maduro. La cercanía de Dios unifica y armoniza progresivamente el interior y las relaciones del hombre.
a) La oración. Quien ora en serio entra en el sentido profundo de la existencia, madura y crece. La oración es ser del todo, existir del todo. Es ser Otro, ser Él. Cuando es diálogo e intercambio sincero de vida, y no sólo rezos, la oración es transformante. Nos hace pasar de la indiferencia a la alegría de la fe, a una oración cada vez más afectiva, a la necesidad de recogernos frecuentemente en Dios, de establecernos en él, de dejarnos transformar por él para colaborar con él a la transformación de la oración de los hermanos.
b) El amor fraterno. Existir en Dios equivale a amar. El que ama «ha nacido de Dios» (1 Jn 4,7) y ama en la intensidad de su cercanía a él. Dios no sólo ama. Es amor. El acto de amar constituye toda su vida. Es su misma naturaleza. Dios es amor por lo mismo que es Padre. Al amar engendra. Y el amor que Dios nos tiene no es algo exterior a nosotros. Nuestra existencia es el amor mismo que Dios nos tiene. Somos el amor de Dios. «El que no ama al hermano no es de Dios» (1 Jn 3,10). «Todo el que ama al que lo engendró, ama al engendrado de él» (1 Jn 5,1). Quien está en Dios pasa del egoísmo instintivo, o de la estrechez de la razón, a mirar con la mirada de Dios. Ve con el corazón. No juzga, ni condena, no hace daño a nadie, hace a los otros lo que él desea hagan los otros con él. La ascensión en el Espíritu crea la unanimidad en el pensamiento y afecto, la comunión sincera de bienes y de gracia, la fraternidad evangélica profunda.
El ritmo del crecimiento se hace patente cuando el cristiano va pasando de él a Dios. Cuando le toma el espíritu de las bienaventuranzas, cuando se deja asombrar por Cristo y su mensaje. Cuando advierte que camina de la actividad a la pasividad o receptividad divina. Cuando pasa de moverse a ser movido, de amar desde él a amar con Dios y en Dios. Cuando se deja mover y conducir por el Espíritu y experimenta una gozosa connaturalidad progresiva con Dios, una sintonía de mente y corazón que le hace dichosa la oración y la relación con los demás. Cuando vive la responsabilidad como servicio de amor-agapé, de Cristo, y no sólo como capacidad natural, comprometido en favor del crecimiento integral, humano y espiritual, de todos, en especial de la comunidad.
PALABRA DE DIOS
Dios nos da el crecimiento, la sabiduría e inteligencia espiritual, para conocerle en plenitud: «Por eso tampoco nosotros dejamos de rogar por vosotros, desde el día que lo oímos, y de pedir que lleguéis al pleno conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que viváis de una manera digna del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios; confortados con toda fortaleza por el poder de su gloria, para toda constancia en el sufrimiento y paciencia; dando con alegría gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz» (Col 1,9-10).
«Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor para ser puros y sin tacha para el día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios» (Flp 1,9-11).
«Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo, ya que somos colaboradores de Dios, y vosotros, campo de Dios, edificación de Dios» (1 Cor 3,6-9).
Ante la meditación de estos textos, emprende el proceso interior de:
SALGO DE MÍ. VOY A TI. TODO EN TI. NUEVO POR TI.
Francisco Martínez García
«Dejarnos hablar por Dios», Ed. Herder, 2006
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