EL DOMINGO, «EL DÍA DEL SEÑOR»
OBJETIVOS
- Trascender el simple domingo social, como mero tiempo cíclico, natural, de descanso y evasión, y llegar a vivir el domingo de la fe como día del encuentro con Cristo resucitado.
- Vivir el domingo como gozosa anticipación de la alegría pascual plena y como maduración de nuestro entorno en la novedad gloriosa de la vida de Cristo resucitado.
- Mayor integración y radicación en la asamblea cristiana que celebra, vive e irradia la fe, y que se hace, en Cristo, palabra inteligible y pan compartido en la vida familiar, social, laboral, cultural.
- Llevar a la semana el espíritu del domingo, fermentando la convivencia en los valores evangélicos de la alegría, la paz, la solidaridad, la redención de los egoísmos sociales y personales.
I. EL DOMINGO ACTUAL, UN NUDO DE CONTRADICCIONES
Quien, a la luz de la revelación y de la tradición, esté preocupado por la pastoral del domingo, verá enseguida que se encuentra ante un grave nudo de contradicciones no sólo en el plano pastoral, sino también social, cultural, político y económico. Las radicales transformaciones realizadas en estos últimos años hacen aflorar múltiples interrogantes y perplejidades cuando se intenta inútilmente conciliar la vivencia de la fe y el descanso del trabajo con las actividades del tiempo libre y con las exigencias fundamentales de la vida de relación y de interdependencia entre las personas.
Partiendo del propósito de una correcta celebración del día del Señor, dos hechos surgen en conflicto con la concepción cristiana del domingo hasta el punto de hacerlo cambiar de imagen y de suscitar serios problemas pastorales. Estos hechos son:
1. EL PASO DE UNA SOCIEDAD RURAL A UNA SOCIEDAD INDUSTRIALIZADA
A nadie se le oculta que hemos pasado de una sociedad estática y cerrada a una sociedad caracterizada por la movilidad y el pluralismo. La primera se centraba en las realidades sacrales del tiempo y del espacio. En ella el domingo rompía la monotonía de las pequeñas cosas para evocar valores espirituales e ideales más altos, y fomentaba el sentido de pertenencia al grupo étnico y religioso en el que las personas estaban profundamente arraigadas. La segunda, en cambio, ha perdido estas dimensiones naturales, comunitarias y cósmicas: en ella dominan la ley de la productividad, con los ritmos frenéticos que ésta lleva consigo; la tendencia al individualismo, que conduce a encerrarse en lo privado con actitud de desconfianza y de recelo hacia el otro, o a abrirse sólo a los grupos afines. Se experimenta todavía la necesidad de la fiesta, pero como exigencia de evasión y de ruptura. No raramente, la fiesta se convierte en cansancio, aburrimiento y frustración. Los efectos aparecen el lunes a la hora del retorno al trabajo. Bien por los desplazamientos continuos, bien por la droga, el alcohol o las vigilias salvajes del viernes al domingo, en lugar de descanso se pone de relieve un cierto fenómeno de deshumanización.
2. EL FENÓMENO DE LA SECULARIZACIÓN.
La secularización creciente, que deriva frecuentemente en el secularismo, es el fenómeno social que más negativamente influye en la práctica religiosa y en la forma de celebrar el domingo. El hombre actual obra sin referencias a la transcendencia. Se considera autosuficiente y vive la convicción de que el propio destino tiene una realización dentro de este mundo temporal. Excluye la religión de las estructuras públicas para confinarla en el ámbito de la vida privada. La considera insignificante, y aun, en casos, alienante. El hombre de la ciudad secular ya no tiene contacto con las celebraciones litúrgicas fuertes con las que, en su entorno primitivo familiar y rural, conectaba con el designio de Dios en la historia. Las considera meras fórmulas de una práctica sociocultural rural o expresiones de una vaga religiosidad que ya no tienen cabida en el mundo secularizado actual.
3. PROBLEMAS Y CONTRADICCIONES RESULTANTES
El día que la tradición cristiana nos ha transmitido como «el día del Señor», la gran fiesta en la que la comunidad celebraba la pascua de Cristo resucitado, va perdiendo su identidad y ha desaparecido ya para muchos. Para una minoría sigue, pero con un acento marcado de simple cumplimiento de un precepto. La vivencia pascual festiva está desaparecida. Es cierto que se ha desarrollado una óptima doctrina bíblica, teológica y pastoral sobre el domingo Pero los pastores encuentran una dificultad cada vez más seria para traducir en clave operativa el dato teológico. Cada vez se abre una sima más profunda entre lo que es la idea del domingo a la luz de la fe, y lo que el domingo es, de hecho, en la sociedad actual, debido a las profundas y radicales transformaciones históricas, culturales y sociales de nuestro tiempo. El persistente modo de vivir la experiencia cristiana, en no pocas costumbres que provienen del medioevo, y que no prometen cambiar a pesar de las instancias conciliares de renovación, y las imparables presiones cada vez más radicales de una sociedad secularizada, ofrecen la impresión de que la identidad cristiana del domingo está gravemente amenazada y comprometida.
a) Lo que reflejan las estadísticas
Las recientes encuestas sobre la práctica religiosa en España ofrecen una conclusión triste sobre la asistencia a la misa dominical. No hablemos ya de una participación de la eucaristía conforme a su esencia original. En ellas se constata el hecho de que el domingo ya no está centrado en la fe o en un descanso espiritualmente recreador. Es un espacio de evasión en unas formas de diversión que terminan alienando más al hombre en la superficialidad y en la pérdida de horizonte transcendente. Los ritmos de un trabajo rígidamente programado en fábricas, hospitales, etc., hacen que el tiempo libre ya no sea, para muchos, el domingo cristiano. La semana corta y el mejor nivel económico de vida, llevan a muchas familias, y sobre todo a muchos jóvenes, a pasar el fin de semana fuera del propio ambiente natural, a veces en verdaderos éxodos, y fuera de la comunidad en que habitualmente viven, distanciándolos de costumbres que apenas tenían raíces.
Las referidas encuestas ponen de manifiesto la progresiva disociación entre el culto y la fe, entre la liturgia y la vida. Se advierte una cierta evolución en varios sentidos:
1) Se afianza una concepción del tiempo de tipo naturalista. El domingo ya no es el día nacido de la pascua y para celebrar la pascua. Se da un retorno a la idea de los tiempos sagrados de las religiones naturales.
2) Se evidencia cierto encapsulamiento en un legalismo rígido que olvidando el gran acontecimiento pascual, raíz y fundamento del domingo, se apoya en solitario sobre el precepto eclesial obligatorio «bajo pecado grave», de oír misa y de abstenerse de obras serviles. Este precepto, particularmente en los jóvenes, es considerado como carente de importancia y fácilmente se le elimina en nombre de la espontaneidad de la fe y de los actos que la expresan.
3) Ha desaparecido prácticamente del horizonte de la fe la referencia al estar fraternamente reunidos como pueblo de Dios, al sentido comunitario, al sentirse Iglesia y hacer Iglesia para celebrar la fe, a la fraternidad, la solidaridad, la reconciliación y la puesta en común de los bienes. Se piensa que la asistencia a misa o el descanso dominical afectan a un compromiso más bien individual. Atañe, en todo caso, al cristiano en su relación con la autoridad jerárquica, la única competente para regular toda esta materia y para dispensar en la misma.
b) El panorama actual de la asamblea dominical.
En estos últimos años se está prestando más atención al significado, fisonomía y estructura de la asamblea dominical, a las exigencias que ella manifiesta, a los cometidos que se le exigen no sólo en relación con la celebración, sino también con la misión de los creyentes en el mundo. De aquí surgen muchos problemas y dificultades.
* El domingo en cuanto tal se desvanece y la asistencia a misa queda referida a otras ocasiones. Se distancian los plazos y se asiste con motivo de algunas grandes solemnidades del año litúrgico (Navidad, Pascua, etc.), u otros días más vinculados con la devoción y tradición religiosa popular (Todos los Santos, conmemoración de difuntos, Inmaculada, etc.).
* El ir a misa ya no forma parte, en grandes mayorías, del nuevo estilo de vida. Es sólo una costumbre ambiental del lugar de origen y que se cumple, y no siempre, cuando se vuelve al mismo con ocasión de las fiestas populares.
* Entre los asistentes a la asamblea se dan muchas situaciones. Unos asisten ocasionalmente por motivos contingentes, rutinarios. Son personas con un cierto sentimiento religioso vago, que obedecen a una difusa vivencia religiosa. Otros asisten pero no participan en la acción litúrgica. Viven una actitud pasiva con ánimo de despachar la misa. Otros tienen algún sentimiento piadoso, pero sus actos religiosos están lejos de representar la fe. Algunos saben insertarse sacramentalmente en el misterio. Y no faltan los que incluso se ponen al servicio de los hermanos en los diversos ministerios previstos por la celebración. Para la mayoría, la misa del domingo es el único acto religioso; para pocos, el momento fuerte de un más amplio y global compromiso de fe y de apostolado.
4. PISTAS PARA LA SUPERACIÓN DE ESTA SITUACIÓN
Para establecer un proceso de superación de esta situación,
a) es preciso y urgente un compromiso educativo global y personalizado, orientado a restituir al domingo su pleno significado tal como se encuentra en la tradición bíblica y patrística, en la reflexión teológica y en el magisterio conciliar y posterior reciente.
b) Hay que realizar un estudio de las contradicciones y dificultades creadas por la nueva situación sociocultural, por el éxodo masivo de los días festivos, a fin de encontrar un planteamiento pastoral que las tenga en cuenta y procure superarlas sin traicionar las instancias más genuinas e imprescindibles del dato teológico.
c) Es necesario llevar a la práctica en las asambleas dominicales las instancias de renovación litúrgica reciente, de forma que la asamblea sea el momento fuerte en el que la comunidad celebra la pascua de Cristo, siendo fiel a la institución original, y celebrándola, según la voluntad de Cristo, en referencia a las situaciones y circunstancias de nuestro momento histórico y social.
II. EL DOMINGO EN LA TRADICIÓN BÍBLICA Y ECLESIAL
Un punto de referencia autorizado para la recta comprensión del significado original del domingo está en el punto 106 de la constitución Sacrosanctum Concilium, del Vaticano II: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón día del Señor o domingo».
- LOS DATOS DEL NUEVO TESTAMENTO
En el año 112, Plinio el Joven, Gobernador de Bitinia, escribe al emperador Trajano sobre lo que él llama «una perniciosa y extravagante superstición»: que los cristianos tienen la costumbre de reunirse antes del alba en un día establecido para cantar himnos a Cristo como si fuera un Dios.
Esta reunión es considerada por los cristianos como un hecho original y típico de su fe. San Justino, en su conocida Apología 1, dice que «en el día llamado del sol», los cristianos «que habitan en la ciudad y en los campos se reúnen en un mismo lugar», y describe luego el desarrollo de la celebración, el más antiguo que poseemos.
La Constitución sobre la Liturgia recuerda que desde Pentecostés, «en que la Iglesia se manifestó al mundo», la comunidad de los creyentes «nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual» (SC 6). Desde el principio hasta nosotros hay una ininterrumpida continuidad, que tiene origen y fundamento en los escritos del Nuevo Testamento. Los Hechos de los Apóstoles presentan la reunión dominical como un hecho habitual en Tróade (20,7). Pensando en esta reunión, el autor el Apocalipsis escribe el primer capítulo de su libro como «revelación» que le fue concedida «en el día del Señor» (Ap 1,10). Esto explica, finalmente, la insistencia y la precisión con que Juan data las apariciones del Resucitado a los discípulos reunidos, con intervalos de una semana (Jn 20,19.26), precisamente el primer día después del sábado. La reunión dominical queda así vinculada a un hecho primordial y original: el encuentro de los primeros creyentes con el Señor Resucitado, encuentro en que se realiza plenamente la palabra de Jesús: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).
Esta tradición ininterrumpida es tan fuerte que constituye el ser de la misma Iglesia, de forma que, cuando en el siglo IV los cristianos comparecen en el tribunal de Cartago, afirman con fuerza: «Hemos celebrado la asamblea dominical porque no está permitido suspenderla». Y por esto mueren mártires.
2. EL DOMINGO, DÍA DEL SEÑOR, EN EL TESTIMONIO DE LOS PADRES
La originalidad del domingo y el sentido profundo que adquiere en la experiencia de la fe de la primitiva comunidad cristiana están encerrados en la misma denominación «día del Señor» o «domingo». Es «el día del Señor victorioso» o «día memorial de la resurrección». La Didajé, con una tautología expresiva lo llama «Día señorial del Señor». El nexo entre la pascua de Cristo y el domingo cristiano es un dato de fondo y constante en toda la tradición. Tertuliano le llama «Día de la resurrección del Señor». Eusebio de Cesárea dice: «el domingo es el día de la resurrección salvífica de Cristo… Cada semana, en el domingo del Salvador, nosotros celebramos la fiesta de nuestra pascua». San Basilio habla de «el santo domingo honrado con la resurrección del Señor, primicia de todos los otros días». Y San Jerónimo: «El domingo es el día de la resurrección, el día de los cristianos; es nuestro día».
Fundándose precisamente en estos testimonios, la Constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium afirma que «el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de todos los fieles» (106), y por tanto ha de considerarse como fundamento y núcleo de todo el año litúrgico. La celebración anual de la pascua en el gran domingo de la resurrección vino, de hecho, posteriormente. Y en torno a este doble quicio se organizó todo el año litúrgico. Del nexo pascuadomingo surge la nota de la alegría, de la fiesta, como dominante de la celebración. Tertuliano habla de la alegría como exigencia de espíritu. Tanto en oriente como en occidente se prohibió constantemente, ya desde los orígenes, orar de rodillas y ayunar. La Didascalia de los Apóstoles llegará incluso a declarar que el que ayuna o está triste en domingo comete pecado.
3. RELACIÓN ENTRE EL SÁBADO HEBREO Y EL DOMINGO CRISTIANO
La relación entre el sábado judío y el domingo cristiano es, a la vez, de ruptura y de continuidad.
La teología del sábado hebreo tiene su fundamento en el libro del Génesis, donde Dios descansa después de la obra de la creación. Lo que más caracteriza al sábado hebreo es el descanso absoluto (Cf Ex 16,29-30; 23,12; 34,21). Lo indica la misma etimología del «shabbat», que quiere decir cesar, reposar. La tradición sacerdotal lo ve como una imitación del descanso divino después de la creación (Gen 2,2). En la actualidad parece incluso cierto que la narración ha sido concebida y escrita precisamente para inculcar y motivar entre los hebreos la necesidad del descanso semanal. Si el hombre imita el trabajo de Dios, tiene que imitar también su descanso, pues es hijo de Dios. El legalismo imperante hará pesada esta obervancia durante la época del exilio babilónico.
El sábado no es sólo imitación del descanso de Dios, sino también día de culto, de acción de gracias y de oración. Con su descanso, Dios santificó el sábado, lo hizo sagrado, estableciendo que fuese consagrado a él. De aquí la expresión «santificar el sábado» tan frecuente en la Biblia (Ex 20,8; Deut 5,12).
El sábado es la institución central del judaísmo, hasta el punto de que es el único día que tiene nombre propio. Mientras los romanos designaban cada día con los nombres de los planetas, los judíos llaman a cada día primero, segundo, etc., después del sábado. Lo propio hace la Iglesia. Sólo conoce el domingo. El resto son los llamados días feriales: primero, segundo, etc. El domingo comenzó a ser celebrado por la comunidad cristiana desde el primer momento. Al tener los apóstoles y los primeros discípulos el esquema judío, comenzaron a coexistir la celebración del domingo y la observancia del sábado. La polémica antisabática tiene ya su origen en San Pablo y en las comunidades de procedencia helenística. De esta tensión se deducen algunos hechos que es interesante resaltar.
Los cristianos comenzaron a celebrar el domingo con modalidades verdaderamente propias. Pero no fue nada fácil desembarazarse de la observancia sabática. En torno al descanso se elaboró una teología espiritualizante que entendía el reposo en clave a veces escatológica, otras veces alegórica, y otras moral. Por ejemplo, San Agustín habla de «la paz del descanso, la paz del sábado, la paz sin anochecer». A partir del siglo IV se asiste a una vuelta a las antiguas costumbres sabáticas. En el 321 Constantino impone la obligación del descanso dominical también en el ámbito de la sociedad civil. Por una especie de instinto equilibrador, se produce una vuelta, en diversos sectores de la cristiandad, a la observancia pura y simple del antiguo sábado al lado de la del domingo, como de «dos días que son hermanos», según afirmó San Gregorio de Nisa. De este modo se va operando un fenómeno de sabatización del domingo que se polariza en el precepto de abstenerse de los trabajos serviles, a diferencia de los liberales, ya en el siglo VI, y en el precepto dominical cuyo primer testimonio es el concilio de Elvira en 305306. De este modo se va introduciendo una concepción y una praxis del domingo inspiradas en una visión naturalista tanto del culto como del domingo mismo (día que hay que dedicar a Dios), con talante legalista e individualista. Estos acentos perduran todavía hoy. El soporte ya no es tanto la resurrección del Señor y su participación por parte de la asamblea celebrante.
III. SIGNIFICADO TEOLÓGICO Y LITÚRGICO DEL DOMINGO
El domingo es fundamentalmente la pascua semanal del cristiano, el día del Señor resucitado. Celebrar el domingo es entrar en contacto con la resurrección del Señor. Los demás aspectos adquieren significado y valor a partir de aquí. De este misterio pascual nace la Iglesia, y quien altera este dato atenta contra el fundamento de la misma.
- EL DOMINGO, SACRAMENTO DE LA PASCUA
El domingo tiene todas las dimensiones de los signos sacramentales, que son simultánea e inseparablemente memoria del pasado, actualización en el presente de un acontecimiento salvífico y anuncio y profecía del futuro. No son un signo vacío, un simple recuerdo, sino un misterio, es decir, la realidad de un porvenir que se verifica en el presente sobre la base del pasado. Entra a formar parte de la verdadera realización del proyecto divino que se cumple en la historia humana. Es un signo misterio que realiza una presencia viva y operante del Señor, y que, acogido con fe, permite a los cristianos entrar en comunión con Cristo resucitado. En este misterio, los cristianos se hacen como contemporáneos de Cristo, concorpóreos suyos, y aun cuando son todavía peregrinos en el tiempo, se van insertando en el orden de la vida eterna, de la resurrección del Señor.
El domingo es una porción de tiempo elevada a la dignidad de sacramento. Al celebrar en él los santos misterios de la vida del Señor, la Iglesia se los apropia, los revive misteriosamente, y así, mediante la celebración de las acciones sagradas, entra en la salvación. Estas acciones sagradas contienen la presencia viva y operante de Cristo y son esencialmente tres: reunión de asamblea en el nombre del Señor, proclamación de la palabra del Señor, y acción de gracias memorial. Así, la pascua celebrada no es un acontecimiento presente cerrado en sí mismo, sino radicalmente abierto al pasado y al futuro.
a) El domingo, memorial del pasado
Es el día en que Cristo resucitó. La muerte-resurrección de Cristo aconteció en un tiempo y lugar determinados. Pero en este mismo suceso, «Dios hizo Señor y Cristo a este Jesús que fue crucificado» (Hch 2,36). Si por un lado este acontecimiento tenía una realidad histórica, eventual, de transición y paso, Cristo resucitado, al ser constituido Señor, domina el tiempo y la caducidad. La resurrección de Cristo introduce en el tiempo la incorrupción, la vida eterna. Su resurrección es una realidad indestructible, perenne. Y para dotar de perennidad terrena al mismo acontecimiento de la muerte y resurrección, Cristo lo ritualizó en la institución de la cena. De este modo podría ser celebrado, mediante la eucaristía, en el futuro. Una tradición «que procede del Señor» (1Cor 11,23) hace posible que la comunidad de Corinto, y todas las del mundo, «cada vez que comen este pan y beben este cáliz, proclaman la muerte del Señor hasta que él venga» (1 Cor 11,26). De este modo, el domingo contiene una realidad constituyente. Es el día del Señor. El día de su resurrección. El domingo «trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo» (SC 106). Ese día quedó profundamente marcado por aquel suceso y por aquella experiencia singular de los primeros discípulos de Jesús.
b) El domingo, presencia viviente, hoy, del Resucitado
El domingo se debe a una iniciativa personal del Resucitado. Es el autor del domingo: «el día que hizo el Señor para nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 118,24). Es el día que el Señor dedica a los suyos. En el domingo el Resucitado se hace presente a su Iglesia a través de signos diversos, en especial, de la asamblea, de la proclamación de la palabra, de la partición del pan. De esta forma, la eucaristía ya no es sólo memoria de un pasado, sino actualización en un presente vivo y pleno. Es la misma realidad del suceso original, representada ahora no como suceso temporal y visible, sino como sacramento. Cristo mismo resucitado, en el acto de su donación sin límites «hasta el extremo» (Jn 13,1), es el núcleo y contenido de la celebración eucarística del domingo. Si un día tomó la visibilidad de su humanidad biológica, hoy se vincula a los símbolos sacramentales para visibilizar su presencia gloriosa invisible. El misterio pascual es perenne para que pueda ser celebrado, participado por la Iglesia de todos los tiempos y lugares. De este modo, la comunidad cristiana de todos los tiempos y lugares se convierte en la visibilidad histórica del Cristo celeste. La Iglesia no es sólo una institución funcional. Es un misterio. Es «una misma cosa en Cristo» (1 Cor 10,16-17; Col 3,11). Es «la plenitud de Cristo» (Ef 1,23; 2,22). «Su cuerpo» (Ef 1,23). Las asambleas eucarísticas, acogiendo la palabra e identificándose con ella, comulgando el pan y dejándose entrañar en él, reviven el itinerario de la vida de Cristo y «se van transformando en la misma imagen del Señor» (2 Cor 3,18). Ellas reviven el suceso original, pero ahora vivido por la comunidad que lo celebra, la cual implica en él las circunstancias cambiantes de su propio momento histórico y social, las tensiones, problemas y dificultades de la existencia, vividas ahora con Cristo y en él. De esta manera el memorial es como un molde en el que se forja la humanidad nueva. El suceso original de Cristo, su muerte y resurrección, es el contenido y modelo, el molde que forma las comunidades de todos los tiempos y lugares.
La realidad profunda del memorial, de la palabra y del pan en él contenidos, es el cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. En la teología de la Iglesia apostólica y en la de los Padres se destaca en primer plano, y con un protagonismo indudable, a la comunidad como cuerpo místico de Cristo que revive su persona y su misterio pascual. Es el pueblo sacerdotal y el sacrificio espiritual de la vida, unido al sacrificio de Cristo redentor, lo que está en el trasfondo último de la teología de San Pablo. El nuevo sacerdocio ya no es una casta, sino todo el pueblo. El nuevo sacrificio ya no es un sacrificio, sino la vida santa de los creyentes vivida en fe y caridad. Y ésta es la realidad profunda del domingo: la asamblea entera viviendo la fiesta, resucitando de la misma resurrección de Cristo, dando testimonio de Cristo ante el mundo y anticipando los cielos nuevos y la tierra nueva.
c) El domingo, anticipación del futuro pleno.
El domingo, en su conjunto, resulta como signo de un mundo nuevo, como una prefiguración de la vida en la gloria, como un símbolo de la eternidad. Anuncia y anticipa la vuelta gloriosa de Cristo para insertarla en sus discípulos. Es una esperanza fundada firmemente sobre el don que los signos litúrgicos sacramentales manifiestan y comunican. «En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con él» (SC 8). En la medida, pues, en que la comunidad cristiana participa en la celebración litúrgica dominical tiene ya vida eterna, aunque en misterio; vive la vida filial y bienaventurada, aunque escondida, y espera su plena manifestación. Por ello los Padres vinculan también la celebración del domingo con la venida última de Cristo al final de los tiempos. Si la resurrección de Cristo marca el primer día, ahora la venida última constituye el octavo día, el día del cumplimiento final del mundo futuro. «Este séptimo día será nuestro sábado, cuyo fin no será una tarde, sino un domingo como octavo día que está consagrado por la resurrección de Cristo; que prefigura el descanso no sólo del espíritu, sino también del cuerpo. Allí nosotros seremos libres y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al final sin final» (San Agustín). «El día octavo significa el estado que sigue al tiempo presente, el día sin fin, el otro mundo, que no tiene tarde, ni sucesión, ni interrupción, ni ocaso» (San Basilio). Por ello, la vida cristiana es como un nuevo éxodo, un camino pascual, un itinerario que de domingo a domingo va hacia el descanso de Dios, es decir, hacia la plena y definitiva comunión con él. Por ello el domingo es día de alegría y de liberación del trabajo, día de fiesta.
Los gestos que la comunidad cristiana va realizando a lo largo de la jornada del domingo evocan y prefiguran el reino futuro hacia el cual va encaminando sus pasos. La reunión de los hermanos, los cantos de fiesta y victoria, el banquete eucarístico y la comida festiva familiar, el hacer de las relaciones gratuitas manjar y convite, el descanso, quieren ser un preanuncio de la fraternidad sin fisuras, la fiesta sin fin, la luz de la gloria, el festín escatológico, el reposo eterno, que nos esperan más allá de las fronteras del tiempo. El domingo es ya como un comienzo de la eternidad, simbiosis con el mundo que viene, una especie de ensayo de la vida futura.
La celebración consciente del domingo es la inmersión en un espacio de fuerte esperanza. Para un mundo que ha renunciado a hacerse las preguntas sobre el sentido último de la existencia, que ha suprimido el horizonte de la vida, que se ha concentrado en el placer de lo inmediato, y que, en consecuencia, ha incurrido en la desfundamentación de la existencia, en el tedio existencial, en el pasotismo indiferente, el domingo es un fuerte impulso de esperanza.
2. EL DOMINGO, DÍA DE LA IGLESIA
La resurrección es el acontecimiento fundante de la Iglesia. La congregación o asamblea, y la unidad eclesial son fruto de la gracia pascual. En los relatos de las apariciones del Resucitado, que están en el origen del domingo y son su paradigma, se ve cómo la Iglesia comienza a agruparse y a constituirse como nuevo pueblo de Dios, en torno a su persona. Hoy es a través de la celebración del memorial de la resurrección como sigue reuniéndose la Iglesia. Si la Iglesia hace el domingo, el domingo hace la Iglesia. En la celebración del domingo, y por ella, la Iglesia crece como comunidad de salvación.
El domingo no es concebible sin la reunión cultual de la asamblea. Nació de la pascua de Cristo y celebrar ahora la pascua requiere necesariamente ser asamblea. Es absurdo celebrar la fiesta de la redención solos, aislados de la comunidad. La pascua es esencialmente un acontecimiento universal que exige proclamación pública, solemne. Por eso, el día del Señor es también el día de la asamblea cristiana. Si el domingo fuera sólo recuerdo psicológico, podría comprenderse su celebración en el plano individual. Pero la pascua es la actualidad de la salvación, la salvación misma. Por eso debe ser una celebración solemne y comunitaria. Es esencialmente un hacer fiesta juntos.
Al ser la asamblea una manifestación de la Iglesia, la celebración debería destacar todas sus características: la unidad, incluso en la diversidad de los que la componen; la condición jerárquica y ministerial, con una adecuada distribución de cometidos y oficios; la unanimidad en la participación; la participación activa, y aun protagonista, de todo el pueblo reunido como cuerpo de Cristo que actualiza el mismo sacrificio de Cristo, estando cabeza y cuerpo muy unidos; una actitud de acogida y de apertura hacia todos; una atención a las posibilidades y exigencias de cada uno. Estas cosas son bastante difíciles de conseguir si uno no conoce la verdadera estructura de la Iglesia como pueblo de Dios y cuerpo de Cristo, y de la celebración como actualización de la pascua del Señor.
La reunión o asamblea del pueblo tiene una significación profunda. Es el paso de la dispersión y división causada por el egoísmo y el pecado, a la comunión con Dios y con los hermanos. Por eso tienen gran importancia los gestos concretos de perdón y de reconciliación. Es en la reconciliación y en el amor fraterno como estamos viviendo la pascua. «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3,14).
Este amor del domingo está llamado a ser sacramentalizado, a hacerse visible y operante en palabras y gestos de amistad y de fraternidad, de testimonio y de servicio, de participación y de corresponsabilidad, sobre todo con los que tienen menos, fuera y dentro de la asamblea. Sólo así la asamblea se convierte en acontecimiento pascual. No son compatibles con la celebración del domingo las divisiones sociales, económicas, raciales, ni las crispaciones partidistas, tribales o regionales.
La celebración del domingo hace visible a la Iglesia ante los ojos del mundo. En el domingo la misma Iglesia se hace especialmente presente en el mundo y para el mundo. Es asombrosa la capacidad evangelizadora de la comunidad reunida cuando celebra, de verdad, los significados y contenidos pascuales de la vida cristiana. La redención y liberación universal, la unión y comunión con Dios y con todos los hombres, la liberación de las condiciones penosas del trabajo y de la existencia, la alegría de la fiesta, la fraternidad más exigente, la anticipación de un futuro más pleno: he ahí las grandes necesidades del mundo y la gran riqueza de la comunidad cristiana reunida.
3. EL DOMINGO, DÍA DEL CRISTIANO
El domingo no es sólo día del Señor. Es también día del cristiano y día del hombre. No es sólo tiempo para Dios. Es también tiempo para el hombre. El domingo, en su naturaleza profunda, está en función del hombre, al servicio de su liberación y de su dignidad. En ese día el cristiano vive, densa e intensamente, los grandes valores que configuran su vida y le dan sentido y consistencia.
Al celebrar con toda la Iglesia el misterio pascual, revive y ahonda la realidad profunda de su bautismo en el que murió y resucitó con Cristo y quedó configurado para siempre con él, con su muerte y resurrección. De aquel enterramiento del hombre viejo y nacimiento del nuevo arrancó su vida de cristiano, que no puede ser sino pascual. Cada domingo el cristiano peregrina a sus fuentes y toma contacto con sus orígenes.
La celebración del domingo, con su profunda carga escatológica, aviva en el cristiano la conciencia de la apertura a la vida que el bautismo introdujo en su más profundo ser. Le hace contemplar la utopía hecha realidad en Cristo resucitado, el Hombre nuevo. Cada domingo vuelve a sentirse peregrino que camina hacia la Jerusalén celestial en cuyo padrón fue registrado su nombre como ciudadano del cielo ya en el acto de su bautismo. Y al contemplar el futuro que le aguarda, lo anticipa y lo saborea. Ello reaviva la esperanza.
Cuando el cristiano se reúne el domingo con sus hermanos, se siente cuerpo de Cristo que renueva su misterio, su redención a todos los hombres. Se siente Iglesia y se abre a su misión apostólica de la salvación de todo y de todos.
En la sociedad secularizada que vivimos, el cristiano, en la celebración del domingo, redescubre su propio rostro y toma conciencia de sus señas de identidad al identificarse con los valores que celebra. Es el hombre del domingo, el hombre portador de las riquezas que el domingo comporta. Al celebrar el domingo a la vista de todos, se convierte en agente de una de las formas más vigorosas que reviste el testimonio cristiano ante el mundo, por su carácter festivo, masivo y reiterado.
El domingo es, pues, día del hombre. Gracias a los elementos humanizadores que el domingo comporta, tales como el descanso, la fiesta, la alegría, la convivencia, la cultura, el arte, el deporte, el disfrute de la naturaleza, etc., el domingo es una institución en función y al servicio del hombre, de su dignidad, de su promoción, de su libertad, de su equilibrio físico y psíquico, de su realización como sujeto individual y social. El domingo es el día de la afirmación del hombre. Un domingo concebido como pura evasión, ya no sería el domingo cristiano.
4. EL GRAN DOMINGO DE UN AÑO: EL NACIMIENTO DEL AÑO LITÚRGICO
El misterio de Cristo es el misterio de la Iglesia. Ésta no es una mera administradora de la gracia y del amor de Cristo. No le sucede. No le sustituye. Es su esposa, su cuerpo que ejerce su sacerdocio. Y es precisamente la Iglesia la que, partiendo de la eucaristía, ha organizado el domingo que tiene algo así como un año de duración: el año litúrgico.
El domingo fue la forma primera y original de celebrar la pascua en la comunidad cristiana. Ya insinuamos que el domingo se debe a una iniciativa personal de Cristo Resucitado. Él es el autor del domingo, «del día que hizo el Señor». Es el día que Cristo dedica a los suyos para hacerles participar de su resurrección. Pero enseguida la Iglesia se percató de la imposibilidad de encerrar en la celebración del domingo toda la riqueza del misterio de Cristo. Necesitaba para ello un como domingo de un año de duración. Así nació y se afianzó la idea del año litúrgico para rememorar la vida del Señor desde su nacimiento hasta Pentecostés. En la Iglesia apostólica no hay una mención expresa de la pascua anual cristiana. Pero de los escritos apostólicos se deducen, como ya vimos, indicios razonables que presuponen la pascua anual en la mentalidad de la comunidad. Facilitó esto extraordinariamente, por una parte, la celebración anual de la pascua judía. Los discípulos y primeros conversos pasaron de la pascua judía a la cristiana con toda connaturalidad. Y por otro lado, lo hizo expresamente posible la comunidad cristiana de Jerusalén que comenzó a conmemorar los hechos de la vida de Cristo en el preciso lugar y en el tiempo del año en los que acontecieron originalmente.
Ya la Iglesia apostólica, y después la de los Padres, se percataron enseguida de un hecho trascendental: la pascua de Cristo goza de perennidad indestructible. Permanece siempre en un «Hoy» eterno. Esto significaba que las conmemoraciones de los misterios de la vida del Señor durante el año no iban a ser meros recuerdos o aniversarios, sino verdaderas representaciones y actualizaciones. Más todavía, la misma Iglesia apostólica, al proclamar el evangelio de Cristo, su vida y su obra, ya no lo hacía en el plano de la historia, evocando minuciosamente los sucesos históricos originales. Hablaba de la vida nueva, de la muerte y resurrección del Señor, como de un suceso actual, en la experiencia viva de la comunidad creyente. Celebraba el misterio en lo que tenía de actual y presente, como gracia de Dios a la comunidad, como proceso espiritual de la reproducción de Cristo, a lo vivo, en la comunidad creyente. Eran fiestas en la comunidad y de la comunidad. En ellas Cristo existía no como una idea para ser aprendida, sino como una fuerza viva que marcaba en los creyentes la imagen del Hijo. La conmemoración de las fiestas del Señor no era sólo una expresión del misterio, sino la realidad misma del misterio. La liturgia lo celebraba en el contexto de un «Hoy» misterioso que centraba la fe y la plegaria de los cristianos. «Hoy nos ha nacido un Niño» (Navidad). «Hoy la Iglesia se une a su celestial esposo» (Epifanía). «Éste es el día que ha hecho el Señor» (Pascua). Por ello, ya de las homilías de los Padres se deduce con claridad meridiana que las fiestas contienen la realidad misma que conmemoran. Los Padres, en sus homilías, comentan siempre los textos proclamados. Su experiencia personal nunca es algo desligado del misterio que celebran. No predican nunca en la misa, sino la misa.
IV. LOS GRANDES SIGNOS DEL DOMINGO
El cristiano celebra todo el domingo completo. No celebra sólo la eucaristía en el domingo. Y más que el domingo, lo que el cristiano celebra propiamente es el misterio de Cristo en domingo, a través de unos signos celebrativos. Estos signos son la asamblea, la eucaristía, la palabra de Dios, la caridad en fraternidad, el descanso, la fiesta y la alegría. Los llamamos signos del domingo porque nos revelan aspectos diferentes de la totalidad del misterio que celebramos en el domingo, y, a la vez, contribuyen eficazmente a su actuación de índole sacramental.
1. LA ASAMBLEA
El domingo es el día en que los cristianos se reúnen. Es el día de la asamblea. Desde que el Resucitado empezó congregando a los discípulos que la tormenta de la pasión había dispersado, la asamblea es el elemento primordial de la celebración cristiana del domingo. Los evangelistas ponen cuidado en señalar que se apareció «a los discípulos reunidos» (Jn 20,19). San Pablo, para referirse a las celebraciones eucarísticas, dice «cuando os reunís en asamblea» (1Cor 11,18). Desde aquellos orígenes remotos, el encuentro gozoso de los hermanos alrededor del resucitado ha marcado profundamente el domingo. A la luz de la historia no se concibe el domingo sin asamblea. Desde los mismos orígenes, la máxima preocupación pastoral del domingo ha sido la de reunir a todos los creyentes en el recuerdo del Señor resucitado. «No desertéis de las asambleas, como algunos tienen por costumbre, sino animaos tanto más cuanto más cerca veis el Día» dice la carta a los Hebreos (10,25). La Iglesia sin asamblea sería una contradicción. Las Actas de los Mártires nos ofrecen un testimonio emocionante de la respuesta que en el año 305 dieron unos cristianos perseguidos, llamados con razón «mártires del domingo»: «Somos cristianos, por eso nos hemos reunido… He celebrado el día del Señor con los hermanos, porque soy cristiana… Hemos celebrado en paz el día del Señor porque la celebración del día del Señor no se puede omitir… No podemos vivir sin celebrar el día del Señor».
La asamblea es el signo eminente de lo que la Iglesia es y celebra. La Iglesia se hace visible en y por la asamblea. En ella se revela la naturaleza, la estructura, el origen, la fe y la vocación o destino de la Iglesia. La principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios, en torno a la mesa-altar, para ofrecer la eucaristía. La forma celebrativa de hoy tendría que dar pasos muy serios en la dirección de las exigencias marcadas, no sólo por las normas disciplinares, sino también por los escritos neotestamentarios y de los Padres. Todo el pueblo representa el cuerpo místico de Cristo que ofrece hoy, en unión con el Señor Resucitado, su mismo sacrificio. Unido a su cabeza, debe hacer lo que él hizo y como él lo hizo. Es pueblo sacerdotal que ofrece el sacrificio de su vida santa, de su presencia responsable, en justicia y caridad, ante la amenaza del príncipe del mal en el mundo. Y ésta es la alabanza y glorificación a Dios, no abstracta, sino concreta. En Cristo, alabar al Padre y redimir el mal, liberando a los hombres, fue una misma cosa. La celebración actual está reclamando gravemente a la jerarquía y al pueblo la capacidad profética de saber expresar los valores evangélicos del memorial del Señor en el contexto de nuestra convivencia psicológica y social. Es necesaria la fidelidad a los ritos. Y lo es más la fidelidad a la sustancia de la celebración memorial, conectándola estrechamente a la institución original de Cristo, primero, y a la vida real, después, redimiendo, sanando, salvando, reconciliando y amando con él y en él. La estructura jerárquica ha de quedar clara en la misma función del presidente, y en la significación de la eucaristía como comunión universal con toda la Iglesia. Pero el ministerio jerárquico ha de quedar también clarificado como servicio a la comunidad para la máxima afirmación del pueblo de Dios como Cuerpo de Cristo, como sacerdocio real y sacrificio espiritual. La mayor honra del ministerio jerárquico será siempre la máxima afirmación y participación activa del pueblo de Dios, según la tan repetida recomendación del Vaticano II.
La asamblea debe ser, cada vez de forma más clara, lugar de encuentro, de reconciliación, de acercamiento, de superación de diferencias, de reconocimiento mutuo, de gestos de solidaridad, de prestación de servicios, de comunión fraterna. Cada domingo ha de representar la experiencia renovada de un mayor vínculo comunitario y fraternal.
Por lo mismo, la asamblea del domingo ha de ser también un gran signo para los hombres y la sociedad, aun los más alejados. El servicio interno en la comunidad ha de traducirse en un servicio hacia todo el mundo. Todos los hombres han de poder comprobar la fuerza evangelizadora de las eucaristías dominicales. Sería un suicidio espiritual vivir la eucaristía en virtud del precepto eclesial y no desarrollar todo su dinamismo interno de presencia del Señor resucitado animando en su propio sacrificio el de la comunidad creyente y celebrante. El gran fallo actual de los cristianos, señalado en numerosas ocasiones por todos los últimos pontífices, y por el Vaticano II es la desconexión entre la fe y la vida real. Una eucaristía que no celebra el sacrificio del Señor en el contexto de los males, de los problemas y tensiones de nuestro entorno, en las discordias y diferencias de nuestra sociedad «ya no es comer la cena del Señor» (1Cor 11,20).
2. LA PALABRA DE DIOS
No se concibe el domingo sin la palabra de Dios. Israel y la Iglesia son la religión del libro. Somos una perenne convocación de la palabra. La palabra de Dios crea el mundo y hace al pueblo. Toda la historia de Israel y la de la Iglesia es una respuesta a la palabra de Dios. «La palabra de Dios fructificaba y se multiplicaba considerablemente el número de los discípulos…» (Hch 6,7). Los encuentros de los discípulos con el Resucitado tenían como contenido la palabra. En el suceso de Emaús, antes de la fracción del pan, «comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura» (Lc 24,27).
En una sociedad fuertemente configurada por los medios de comunicación y la publicidad, no es fácil mantenerse lúcido y libre frente a tanta presión que trata de imponernos las ideas, los valores, el estilo de vida y la conducta que hemos de tener. En este contexto, el cristiano tiene el riesgo de no saber escuchar las voces de su propia interioridad ni las exigencias de su fe. En la asamblea dominical encuentra viva y actual la misma palabra de Dios eterna. El Concilio Vaticano II, repitiendo una de las más constantes e insistentes tradiciones de fe, enseña que «Cristo está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada escritura, es él quien habla» (SC 7). Una de las más firmes tradiciones de la Iglesia está en la misma e idéntica veneración que siempre ha atribuido tanto al cuerpo eucarístico del Señor como a las santas Escrituras. El pan partido es tanto la Escritura como la eucaristía.
Es necesario conocer que la misma Biblia, en sus libros más antiguos, nació de la liturgia de las asambleas de los lugares de culto y se ha conservado hasta nuestros días gracias a su utilización en la liturgia. De no haber tenido un uso litúrgico no habrían entrado en el canon de las escrituras. La comunidad es algo esencial al libro. Y era en las reuniones donde el pueblo, leyendo el libro, iba encontrando su propia identidad histórica. Los mismos evangelios nacieron en las celebraciones litúrgicas, como evangelio proclamado. Nacieron de la fe como suceso siempre vivo, como confesión de fe siempre actual. En las relecturas realizadas en las asambleas, los hechos originales del evangelio, son arrancados de su simple condición de hechos antiguos para ser promovidos a modelos de la configuración espiritual de la asamblea. La asamblea es el espacio vivo en el que el libro se sigue escribiendo «no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en el corazón» (2Cor 3,3). En este sentido la asamblea es como una epifanía del libro. Libro y comunidad son inseparables.
Durante el año litúrgico se lee toda la historia de la salvación, centrada en Cristo desde Navidad hasta la Pascua. Cada domingo tiene sus lecturas propias, su rostro propio y presenta una faceta o momento particular del misterio de Cristo. Equivale a un «hoy» misterioso que sobre la base del pasado configura el presente anticipando el futuro. Las fiestas no son recuerdos psicológicos del pasado, sino que contienen la realidad viva que conmemoran. Lo que ayer fue historia, hoy es realidad de gracia y de Espíritu Santo en la asamblea reunida. La asamblea se va transformando en un evangelio viviente, o más en concreto, en el cuerpo del Señor, en la visibilidad terrena del Cristo celeste invisible. Las lecturas del año litúrgico van iniciando a los cristianos en su proceso de identificación con Cristo. La asamblea, comulgando con la palabra y el pan se va realizando como cuerpo místico del Señor. Palabra y sacramento son indisociables. Se identifican. Cristo, al tomar cuerpo en el pan, lo hace en la forma que las escrituras proclaman. El sacramento hace lo que la palabra anuncia. La palabra revela lo que el sacramento oculta. Sólo asimila el pan aquél que asimila espiritualmente la palabra. La palabra y el cuerpo eucarístico hacen el cuerpo místico, la biografía encarnada de Jesús en la comunidad y en el mundo. Por eso, en la eucaristía dominical es conveniente no cambiar las lecturas, ni introducir celebraciones abundantes de días dedicados a realidades que suplantan a la lectura del día.
Para mejor conocer el sentido apropiado de las lecturas, el papel de la homilía es irreemplazable. La homilía «es parte de la misma liturgia» (SC 52). «Prolonga la proclamación de la palabra» (Catecismo Universal 1153).
A partir de los textos sagrados que han sido proclamados, la función de la homilía es, en primer lugar, descifrar el sentido de las Escrituras. Cada evangelio se realiza en un «hoy» misterioso que es cumplimiento de un pasado atestiguado por los profetas. Jesús, después de leer el rollo, dijo en la sinagoga de Nazaret «Hoy se cumplen las escrituras» (Lc 4,21). El momento actual de la celebración es historia santa, tiempo de salvación. En él la palabra es actual y actual es también la redención. Cada «Hoy» es historia santa. En él Dios habla y actúa, Cristo se inmola y se entrega. Por ello, la homilía debe hacer referencia a lo que las palabras proclaman como presente y actual. La referencia a los textos es esencial. La homilía debe descubrir la relación fuerte de la palabra con el momento espiritual, de salvación y redención, y también debe señalar la relación de la palabra con la vida real. «No puede limitarse a exponer la palabra de Dios en términos generales y abstractos, sino debe aplicar la verdad perenne del evangelio a las circunstancias concretas de la vida» (Presbyterorum Ordinis 4).
3. LA EUCARISTÍA
En las narraciones de los encuentros del Resucitado con los suyos casi nunca falta una referencia a la comida. En cualquier caso, la experiencia pascual de los primeros discípulos marcó profundamente su comprensión de la eucaristía y la vinculó decisivamente a la celebración del domingo. La conexión del domingo con la eucaristía se mantuvo desde los orígenes mismos en todas partes. Y desde entonces, «el domingo, día del Señor, es el día principal de la celebración de la eucaristía» (Cat. Univer. 1193).
El hecho contaba con una fuerte tradición. En aquella asamblea del Sinaí, el pueblo que vivió el trance de la pascua histórica original, concluyó con el rito sacrificial de la sangre, que luego se convirtió en banquete de comunión de los salvados. La comunidad de Israel lo conmemora en la cena pascual anual. El rito era figura y profecía de la nueva pascua de Cristo, cordero de Dios, establecida en su propia sangre. Él nos dio su cuerpo y su sangre como comida y bebida y mandó hacer aquello en memoria suya. Así la pascua de Jesús se convirtió en la pascua de la Iglesia, mediante la cual también nosotros «pasamos de la muerte a la vida» (Cf Jn 5,24; 1 Jn 3,14).
La eucaristía es la cruz hecha posible gracias a la institución de la cena. Es el memorial del Señor, que él mismo representa y actualiza para incorporar nuestro sacrificio al suyo. Lo que ayer fue historia pasa al memorial y hoy se actualiza en misterio. El sacrificio de Cristo, su muerte y resurrección, gozan de un elemento de perennidad por el cual hoy se hacen presentes, reales, no como recuerdo, sino como acontecimiento. Se da verdadera comunión. La eucaristía es el sacramento de la comunión por excelencia. No sólo nos pone en contacto con Cristo, pan y vida, sino con los misterios de su vida, con su acto redentor. Ayer vivió él su sacrificio. Hoy lo vive con nosotros. La perenne actualidad del sacrificio es uno de los datos de fe más asombrosos de la transmisión de la fe. Hoy es pascua del Señor. Hoy Cristo muere y resucita en nosotros. Se da una verdadera hodiernidad del acontecimiento pascual. La Iglesia debe apropiarse el sacrificio de Cristo. Debe incorporarse plenamente a él, haciendo lo que él mismo hizo. Si Cristo es sacerdote, todo el pueblo es sacerdote con él. Si Cristo es la víctima, todo el pueblo ha de inmolarse con él y en él. Ahora es la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, el sujeto de esta participación activa. Un sano discernimiento profético debería ayudarnos a sacar la eucaristía dominical de la rutina del mero cumplimiento legal, para vivirla como oblación real por la salvación efectiva del mundo en el mismo contexto de sus problemas reales. La eucaristía, así vivida, manifiesta como nada la identidad misma de la Iglesia. «La principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma eucaristía, en una misma oración, junto al único altar, donde preside el obispo rodeado de su presbiterio y ministros» (SC 41). La liturgia, que es la expresión principal de la fe, nos dice, y lo repite el concilio, que mediante ella «se ejerce la obra de nuestra redención» (Secreta, dom. 9, SC 2). El mismo concilio, en palabras de San León Magno nos recuerda que «la participación del cuerpo y de la sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos» (LG 26).
La eucaristía está fuertemente vinculada al domingo. Y el domingo, por lo mismo, es día de reconciliación, de fraternidad, de renovación del mundo en la justicia y caridad, según el proyecto de Dios. San Pablo nos recuerda que una eucaristía con discordias y desigualdades «ya no es celebrar la cena del Señor» (1Cor 11,20). Santiago amonesta sobre el trato preferencial a los pobres en las asambleas litúrgicas (2,1-4). La Didascalia de los Apóstoles, del siglo III, comentando a Santiago, dice que si entra un rico en la asamblea, el obispo no debe moverse, pues ya lo atenderán los demás miembros de la comunidad, mientras que si entra un pobre y no tiene asiento, que el obispo le ceda el suyo y él se siente en el suelo si es necesario. Nada tiene esto de extraño. El Concilio da la clave de interpretación cuando nos recuerda que la Iglesia «reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo» (LG 8).
La eucaristía del domingo irradia la vida nueva de la resurrección al mundo entero. Para ello la eucaristía hace referencia esencial a la vida real, como salvación y redención universal. No deja de ser una sospecha de cobardía, de espiritualidad falsa y desencarnada, relegar el significado espiritual, real, del sacrificio de Cristo a lo privado y oculto, y resaltar únicamente la fidelidad a los pequeños ritos. La eucaristía dominical de la comunidad cristiana es la presencia de Cristo hoy, en nuestro mundo, y la actualidad plena de su sacrificio en nuestro contexto social. Y es precisamente la asamblea la que debe encarnar, visibilizar, testificar personal y socialmente el contenido y significado sagrado, intangible, del sacrificio de Jesús.
Es preciso saber pasar de la misa entendida como acto religioso individual hacia una eucaristía verdaderamente comunitaria. De un asunto que concierne fundamentalmente al clero que «dice» la misa mientras los demás «la oyen», a una celebración vivida por todos de manera activa e inteligente. De un esmero ritual puntilloso, al compromiso de encarnar el sacrificio de Cristo, y de toda la asamblea, en el núcleo del mal y del egoísmo individual y colectivo. En la línea de la reconciliación, de la adoración, de la victimación de amor por los demás, de un amor sacrificado hasta el extremo, toda la comunidad es, con Cristo y en él, sacerdocio y sacrificio a la vez.
4. EL AMOR FRATERNO
La celebración del domingo significa y contiene la máxima expresión posible del amor fraterno. Hasta el punto que decir domingo equivale a decir comunidad y comunión. Desde los mismos orígenes el amor de la Iglesia se ha manifestado especialmente en ese día. Es el día de la caridad fraterna.
En la Iglesia apostólica junto a «la fracción del pan» se menciona la comunicación de bienes: «Lo tenían todo en común, vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,44-46). San Pablo ordena a los cristianos de Corinto, igual que lo había hecho a los de Galacia, que «cada primer día de la semana pongan aparte lo que han podido ahorrar» (1Cor 16,1-2), con destino a las colectas en favor de los hermanos de Jerusalén. Y en la más antigua descripción de la misa dominical leemos: «el día que se llama del sol… los que tienen y quieren, cada uno según su libre determinación, da lo que bien le parece y lo recogido se entrega al presidente y él socorre de ello a huérfanos y viudas, a los que por enfermedad o por otra causa están necesitados, a los que están en las cárceles, a los forasteros de paso…» (San Justino, año 150).
La caridad máxima es la expresión más exacta del memorial del Señor. Es un amor «hasta el extremo» (Jn 13,1). Es «la entrega» sin reservas, un amor de oblación hasta la libre y gozosa victimación (Ef 5,2). Jesús mismo, en el acto de la institución de la cena, después de señalar «esto es mi cuerpo entregado», «ésta es mi sangre derramada por vosotros…», añade: «haced esto en memorial mío». Desde entonces, la eucaristía es hacer lo que el Señor hizo, con él y en él. La asamblea reunida, al recibir el cuerpo eucarístico y transformarse en cuerpo místico del Señor, ha de ser la encarnación y visibilidad de esta misma entrega vivida en lo más vivo de la realidad. La eucaristía del domingo es la visibilización social y testimonial de la misma entrega de Cristo.
La asamblea cristiana, en el domingo, vive un trance extremo de comunión y fraternidad. La asamblea es el lugar y foco de la restauración del mundo nuevo. El domingo es el día de fraternidad hecho a la medida de Cristo. Caridad vivida, en primer lugar, dentro de la comunidad: superando toda enemistad, impartiendo el perdón generosamente, prestándose al diálogo, multiplicando los gestos de amistad. La atención preferente debe ir a los hermanos que más lo necesitan. La costumbre antiquísima, ya desde los mismos orígenes de la eucaristía, de repartir el pan consagrado a los enfermos y pobres, al salir de la asamblea, explica abiertamente la misma naturaleza profunda de la eucaristía como solidaridad y amor compartidos. Cada eucaristía celebrada debería suponer un espasmo social de amor, de comunicación sincera, en favor de los más necesitados. Una eucaristía dominical sólo puede ser celebrada con autenticidad cuando repercute en los marginados, en las personas en paro, en los transeúntes, en los enfermos, en todos aquellos que sufren.
5. EL DESCANSO
En los primeros siglos el domingo era día laboral. La legislación civil introdujo progresivamente la ley del descanso obligatorio del domingo. Para el cristiano, este descanso es un signo de lo que celebra en el misterio del domingo.
El descanso dominical es un signo pascual que remite a la liberación de la humanidad por la pascua de Cristo. Lo era también el descanso sabático para los judíos. El precepto se dio a Israel como memorial de su liberación de la esclavitud de Egipto. El descanso dominical es signo de la pascua liberadora de Cristo. El pueblo cristiano, gracias a Cristo, es un pueblo liberado de la esclavitud del pecado y de las servidumbre dolorosas y alienantes que tienen su origen en el pecado. Proclama la dignidad del cristiano y la libertad de los hijos de Dios.
El descanso es en sí mismo una liberación del esfuerzo del trabajo, exoneración de cargas y obligaciones. Es signo del hombre libre. El ocio humanizado es signo y experiencia de libertad.
En nuestros días, el descanso dominical es el medio de afirmar la dignidad del hombre contra ciertas deformaciones de la vida de trabajo, y como liberación de la esclavitud de la máquina, de la producción, del sistema laboral alienante. El que toma tiempo libre para descansar demuestra que para él el ser está por encima del obrar, la persona por encima del trabajo, la calidad de la vida por encima de la posesión de los bienes.
Para el cristiano, el descanso evoca la eternidad, el descanso de Dios. Recuerda proféticamente y anticipa sacramentalmente el reposo gratificante que nos espera después de los trabajos de esta vida. La iglesia celebra aquí el domingo «mientras espera el domingo sin ocaso en el que la humanidad entera entrará en su descanso» (Prefacio X dominical).
En el fondo de la conciencia moderna existe la convicción de que lo decisivo en la vida es trabajar y sacar a la vida el máximo rendimiento. Esclavos de organizaciones y planes productivos, nos olvidamos con facilidad que la vida está impregnada de gracia, y que su máxima expresión es la gratuidad dada y recibida. El domingo nos recuerda que no todo se reduce al trabajo. La vida es regalo y don. El hombre no es sólo un trabajador, sino también disfrutador agradecido de la existencia. Hemos nacido, en última instancia, para gozar de la vida. Llegará un día en que siempre será domingo: descanso gozoso en la vida insondable de Dios.
La Biblia dice que el Dios que descansó el séptimo día, contempló complacido la obra de sus manos. El descanso dominical hace posible disponer de espacios de silencio y calma, propicios a la contemplación Una contemplación que abre al hombre sobre todo al Absoluto, a la relación personal con Dios, a la oración.
El descanso semanal presenta también una dimensión social y comunitaria muy positiva al permitir el cultivo de relaciones humanas enriquecedoras. En primer lugar en la familia, dedicando el tiempo y cuidados difíciles de prestar otros días de la semana. También puede representar una pausa creadora para el individuo, que le permita encontrarse consigo mismo y alcanzar una liberación psicológica, la serenidad, el equilibrio interior.
6. FIESTA Y ALEGRÍA
La dimensión festiva y lúdica del domingo es un obrar simbólico que nos traslada a facetas importantes del misterio que celebramos ese día. «El domingo es la fiesta primordial de los cristianos» (SC 106). Es fiesta porque celebramos la victoria pascual de Cristo y la pascua es siempre «fiesta del universo». Lo es también porque en él evocamos la fiesta eterna de los bienaventurados y tomamos parte en ella anticipadamente. El domingo de la Iglesia es el día de un pueblo en fiesta. Celebra su propio nacimiento, la resurrección de Cristo, y se goza en las luces del mundo futuro que le espera.
La fiesta alcanza su apoteosis en la eucaristía. Es el corazón de toda fiesta cristiana. Y ésta no se celebra en solitario, sino en reunión. En esa fiesta todos son actores y protagonistas. Lo propio del hombre en fiesta es participar, compartir. La fiesta enriquece la relación y comunicación en el grupo.
La celebración de la fiesta requiere un clima festivo, lúdico. Demanda en los participantes un talante de exultación. La fiesta es afirmación de la vida. Es un sí a la creación, un consentimiento al cosmos y a su Creador: «Y vio que era bueno» (Gn 1,10). Y la fiesta cristiana es, sobre todo, acogida gozosa de la vida nueva que está en otra parte, pero que se manifestó y comunicó en la resurrección del Señor. Le es connatural una cierta exuberancia en las expresiones, que marcan la ruptura y el contraste con lo cotidiano.
Este talante festivo se echa de menos en muchas de nuestras celebraciones. Pero, sobre todo, es una carencia inquietante de nuestra sociedad. A partir de la industrialización del siglo XIX, el hombre occidental ha sido el hombre del trabajo, del interés, que casi ha olvidado que al hombre le es vitalmente necesaria la fiesta. El hombre actual necesita redescubrir la cultura de la fiesta, aprender a abrir en su vida espacios para la gratuidad, para lo no útil y funcional, para la imaginación creativa. Necesita liberarse del espíritu de rentabilidad y productividad, del tecnicismo utilitarista y del consumismo, y creer, en cambio, en el valor humanizador de la fiesta.
Nuestra alegría cristiana es la fiesta de Jesús, su resurrección. Cada domingo exulta de gozo «y el mundo entero se desborda de alegría» (Misal). En la medida en que se pierden la fe y la práctica religiosa, se corre el peligro del empobrecimiento que llega a perder el sentido profundo de la alegría. De hecho, la fiesta está siendo sustituida, en gran parte, por el espectáculo, las competiciones deportivas, el cine, la televisión o el vídeo. La fiesta religiosa del domingo nos invita a despertar nuestra alegría interior elevando nuestro corazón hasta Dios, captando de nuevo la bondad originaria de la creación y celebrando con esperanza nuestra resurrección. Para recuperar el domingo no basta divertirse o relajarse. Necesitamos recuperar la actitud religiosa, abrirnos al creador de la vida, y celebrar con esperanza la resurrección.
V. VIVIR SEGÚN EL DOMINGO
La celebración del domingo ha de ser para los cristianos una fuerte experiencia de salvación en Cristo, en todas sus dimensiones. Lejos de representar una evasión de la vida y del mundo, ha de estar perfectamente ensamblada con los demás días de la semana, con toda la existencia del cristiano, y ha de encontrar una positiva traducción social en consonancia con su condición de «ser-en-el-mundo».
Es cierto que el domingo cristiano supone ruptura con lo cotidiano: el descanso, la fiesta, las diversiones, el vestido, la comida… Pero esto no significa que el domingo aísle a los cristianos en un recinto sacro. Una celebración extraña a la vida real sería alienante y deshumanizante. El domingo lleva en su propia entraña un nuevo modo de ser en el mundo y en la historia. Celebrar la pascua es impregnar de salvación la historia humana. Por ello, la misma celebración ha de hacerse eco solidariamente de los combates, anhelos, tristezas, alegrías, problemas y necesidades, tanto de la propia comunidad y pueblo o ciudad en que radica, como de la humanidad entera. A ello debe servir la homilía que es esencialmente un puente entre el misterio que se celebra, y que las lecturas proclaman, y la comunidad concreta celebrante. Las oraciones de los fieles, las colectas especiales, etc., deben reflejar también esta inserción de la comunidad en la vida real.
En consecuencia, el domingo no se circunscribe al tiempo que dura su celebración. Debe transfigurar la semana y la vida entera, Celebrar la vida es vivirla en plenitud. Celebrar la pascua es sanar y salvar la vida real del mal y de la corrupción, encarnando la gracia y el amor en el lenguaje y en los hechos reales de cada día y de cada ocupación. La pascua es esencialmente un nuevo estilo de vida en conformidad con el modelo, Cristo, el hombre libre, solidario, entregado, festivo, esperanzado… Vivir según el domingo es un verdadero programa de vida.
La eucaristía dominical concluye con el gesto del envío. La comunidad es enviada a la sociedad como fermento de valores evangélicos y pascuales. Ha de ser testigo de lo que vive. La vida cristiana, en su fondo último, es «dar testimonio de la resurrección de Jesús con gran energía» (Hch 4,33). Todo el pueblo es enviado y misionero. «La fe se fortalece dándose» (Red. Mis. Juan Pablo II, 2). «La Iglesia camina con toda la humanidad y comparte la suerte terrena del mundo» (GS 40). El mundo del domingo cristiano está dominado por la paz, la justicia, la solidaridad, la fraternidad sincera. En él se comparte el pan y la esperanza. La transformación que comporta la eucaristía, en los elementos eucarísticos, y en la comunidad celebrante, anticipa «los cielos nuevos y la tierra nueva en que habita la justicia» (2 P 3,13). Por ello la vida del cristiano ha de ser radicalmente redención de la insolidaridad, de la corrupción, del egoísmo, de los estrechos particularismos personales, grupales, nacionales y sociales. El domingo celebra, en su esencia más profunda, la cruz de Cristo, es decir, su entrega, su gratuidad más incondicionada, su amor más solidario. La eucaristía, que actualiza la cruz en los cristianos, es la participación de la comunidad en el sacerdocio y sacrificio de Cristo, la plena encarnación histórica del misterio pascual. La identidad cristiana, y la de las celebraciones de la fe, está en saber testificar la eucaristía como el amor más incondicionado de una comunidad que llega a hacer de todos los hombres, incluidos los alejados y enemigos, comensales y concorpóreos de su propia historia, de su pan y de su vida.
PREGUNTAS PARA LA ANIMACIÓN DEL DIÁLOGO EN GRUPO
En mi mentalidad y comportamiento, el domingo ¿es simple tiempo cósmico, cíclico, descanso sin más, o tiempo de especial vivencia de fe, de experiencia personalizada de la resurrección de Cristo?
¿Cómo es mi sentido de pertenencia a la asamblea dominical y cómo realizo mi integración en ella con hechos concretos?
¿Es para mí el domingo un verdadero encuentro vivificante con la palabra de Dios y ésta es, de hecho, pan que nutre mi vida?
La eucaristía dominical ¿representa para mí una mayor plenitud de vida y de sentido, y sé irradiarla en la convivencia familiar, profesional y social?
El domingo ¿me impulsa especialmente a tener signos más salientes de amor fraterno y de gratuidad pascual? ¿Cuáles son en concreto?
¿Me preocupo sólo del descanso físico y mental, en el domingo, o éste es también recreación integral de energías humanas y espirituales?
¿Conozco no sólo las alegrías de superficie, las que provienen de la recreación, sino también las alegrías profundas del ser, las que dimanan de la fiesta pascual?
¿Vivo la semana según el domingo? ¿Sé irradiar el significado del domingo en la vida cotidiana?
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Buenísimo el post. Un cordial saludo.